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Cosas de la pasión del fútbol y rebeldías

Hernán Dinamarca
Por : Hernán Dinamarca Dr. en Comunicaciones y experto en sustentabilidad Director de Genau Green, Conservación.
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Confeso de una pasión, ahora si, vamos primero al clásico. Esta bien, hoy podrá ser “vacío”, pero quiero recordar que años ha Colo Colo era una emoción y la U era otra. Ambas ancladas en distintas pertenencias: a clases, a educación, a rebeldía, a orden, en fin. Como colocolino, hablo desde esa emoción. El club albo tuvo una génesis muy seductora, en plena emergencia de la conciencia popular en el país. Con jóvenes jugadores (educados, por cierto) que lo fundaron en el bar Quita Penas, al frente del cementerio general, en un gesto de rebeldía ante la academia y el poder que en ese entonces era Magallanes (el equipo imbatible y poderoso de los años veinte).


Días atrás, en una amena columna aquí en El Mostrador, Mauricio Rojas Alcayaga calificó como un “clásico vacío” el reciente encuentro entre la U. y  Colo Colo, que ambos clubes hoy serían lo mismo, de masas, pero sin pueblo. Y agregó que el fútbol ha sido siempre “el deporte por excelencia de las clases populares”. Quiero ahora complementar esos tópicos, desde la memoria, porque las emociones y las cunas sociales en el devenir del fútbol son algo muy serio, nada trivial. Si bien comparto el juicio acerca del actual símil Sociedad Anónima de los partícipes del clásico (ambos propiedad de empresarios), y, con matices, que ya explicaré, aceptar que el fútbol ha sido un seductor innato del estado llano; pero, dicho eso, son arriesgadas sentencias del estilo. Más aún, cuando las cosas (no solo en el fútbol) son más complejas que las simples polaridades o uniformidades. En la vida, los procesos históricos suceden de manera más en/red/dada y, por eso, con más poética.

Antes de ir a la historia, declaro que la pasión por el fútbol me anima desde que mi padre me formara en la lectura en su amada colección de la revista Estadio. Ya adulto, así titule un reportaje sobre fútbol: Gol: el orgasmo de los ángeles. Sí, lo reconozco, fue un arrebato; pero, por qué no, si además confesaba mi incondicional reconocimiento a Maradona, pese a sirios y troyanos, que le critican por sus excesos afuera del rectángulo sagrado, sin saber que allí, en el cielo verde, él lisa y llanamente fue un dios. También en esas páginas evocaba las sabias palabras de Albert Camus: todo lo que sé sobre la vida lo aprendí cuando niño en una cancha de fútbol. De seguro, el Nobel francés lo aprendió en los arrabales de Argel, donde nació, así como nosotros hicimos lo propio en nuestras chilenas pichangas, en las calles y en los patios, cuando emergía la risa y el llanto, el dolor y la euforia (del gol, por supuesto), la colaboración y la competencia (no al interior del equipo, sino ante el otro), gestos egoístas y gestos generosos.

[cita]Confeso de una pasión, ahora sí, vamos primero al clásico. Esta bien, hoy podrá ser “vacío”, pero quiero recordar que años ha Colo Colo era una emoción y la U era otra. Ambas ancladas en distintas pertenencias: a clases, a educación, a rebeldía, a orden, en fin. Como colocolino, hablo desde esa emoción. El club albo tuvo una génesis muy seductora, en plena emergencia de la conciencia popular en el país. Con jóvenes jugadores (educados, por cierto) que lo fundaron en el bar Quita Penas, al frente del cementerio general, en un gesto de rebeldía ante la academia y el poder que en ese entonces era Magallanes (el equipo imbatible y poderoso de los años veinte).[/cita]

Confeso de una pasión, ahora sí, vamos primero al clásico. Esta bien, hoy podrá ser “vacío”, pero quiero recordar que años ha Colo Colo era una emoción y la U. era otra. Ambas ancladas en distintas pertenencias: a clases, a educación, a rebeldía, a orden, en fin. Como colocolino, hablo desde esa emoción. El club albo tuvo una génesis muy seductora, en plena emergencia de la conciencia popular en el país. Con jóvenes jugadores (educados, por cierto) que lo fundaron en el bar Quita Penas, al frente del cementerio general, en un gesto de rebeldía ante la academia y el poder que en ese entonces era Magallanes (el equipo imbatible y poderoso de los años veinte). Sumemos un mártir en una cancha de fútbol, en la primera gira de un club chileno por Europa, y un símbolo mapuche, en los años 50, para comprender que sus jugadores tenían suficientes estímulos para triunfar en los estadios y en el imaginario popular. Ayer, y excúsenme la generalización, en los barrios de Santiago el panadero y la mayoría de los trabajadores eran colocolinos; el dueño de la panadería era de la Unión Española; y el estudiante, o quién quería serlo, era de una u otra de las universidades respectivas. Cuando Colo Colo ganaba, el lunes se disparaba el ausentismo laboral. Por eso, en la larga noche, el dictador abusó de los blancos, pues, a costa de ellos, quería seducir al pueblo. Y después… bueno, esa es otra —y mala— historia.

Segundo, quiero recordar la bella y compleja poética social en la génesis del octavo arte. Los orígenes del fútbol actual (estilizado) son sorprendentes. Y más fascinante aún es preguntarse sobre su devenir en pasión popular en la modernidad globalizada, luego de nacer en los burgueses y aristocráticos patios de colegios y universidades inglesas. Solemos olvidar que el fútbol de 11 contra 11, sin usar las manos, salvo al arquero, no nació en el estado llano inglés ni en el europeo, sino en los parques del Reino Unido donde jugaban educados mozos de aires imperiales. Será con el moroso paso de los años, cuando el bello arte colectivo irá seduciendo a todos los pueblos del mundo. Tarea en que aún se empeña (hace un año, en la India, fui escoltado por niños solo por el simple hecho de vestir una camiseta de Maradona).

En el Imperio británico, en plena era victoriana, el pueblo inglés jugaba desde antaño un deporte, football (pie y balón), que en rigor era más parecido al actual rugby y al fútbol americano: con muy pocas reglas, violento y de mucho contacto físico. Fueron estudiantes rebeldes de la burguesía y aristocracia inglesa, primero en exclusivos colegios (Eton, le suena al lector) y luego en las universidades de Cambridge y Oxford (capta), quienes, a mediados y en la segunda mitad del siglo XIX, en una disputa de formas, separaron aguas con lo que se llamó el código rugby en el football (que formalizaba el desorden y la violencia); ya que ellos cuestionaban tocar el balón con las manos y, además, querían jugar algo menos violento, con menos contacto físico, con más estilo, con más reglas, pues eran rebeldes, pero refinados. El football del código rugby conectaba con el pasado y el polvo ingles, y ahí quedó (salvo, ya veremos); en cambio, el fútbol nuevo, el estiloso, que se quería solo con los pies y en son de baile, empezó a jugarse en los patios de escuelas y universidades y, desde ahí, se perfeccionó y se expandió, hasta conquistar, vestido con sus nuevos aires, a casi todas las calles del mundo.

De este bello origen, devienen varias derivadas. Una que explica por qué en los Estados Unidos de America no cuajó el fútbol estilizado. Pues, allí arribó puro pueblo del Reino Unido que jugaba basado en el código rugby; de ahí al fútbol americano, como pasión “gringa”, había solo un paso. El fútbol con estilo, en ese momento acotado a los señoritos ingleses, en una nación con origen en el inglés plebeyo y democrático, obviamente era imposible que prendiera. Aún lo intenta.

Otra derivada, más cercana. En nuestra América sureña y mestiza, adonde muchos jóvenes ingenieros ingleses vinieron a trabajar en la construcción de las líneas de ferrocarril a finales del siglo XIX; éstos, desde sus isleñas aulas del norte, traían el fútbol estilizado, y acá lo empezaron a jugar a la vera de las obras viales. Ahí los observaba un pueblo moreno y curioso; muy buenos aprendices, tan buenos, que, con los años, en sus polvorientas canchas nacerían los mejores: Brasil, con Garrincha y Pelé; el Dios del fútbol en Argentina; Uruguay de Obdulio; y también Chile, en los setenta con el gran Mario Galindo, talentoso lateral ofensivo, pionero en el mundo, y hoy con Alexis, er niño maravilla. Ese origen, a la vera del tren y emulando a los ingleses, explica, por ejemplo, los nombres anglosajones de los primeros teams, así como el vínculo popular con los equipos nacidos al amparo de los ferrocarriles: por ejemplo, Deportivo Ferroviarios en Santiago, Peñarol en Montevideo, Rangers en Talca (un mix entre ferrocarrileros y estudiantes), Ferrocarril Oeste en Buenos Aires, Fernández Vial en Concepción. Por eso mismo, los brasileños, que saben, ahora han decidido iniciar la Copa Mundial del 2014 en el lugar donde comenzó todo: “Charles Miller, que estudió y aprendió a jugar el fútbol con estilo en Hampshire, Inglaterra, vino en 1894 a Sao Paulo para trabajar en el ferrocarril. En la maleta trajo dos balones, un par de botas, un libro de reglas y dos uniformes. Ese fue el desembarco del fútbol. Acá fundó el primer club de fútbol del país, el Sao Paulo Athletic”.

La última derivada, en Europa. Allí fueron jóvenes pudientes de países continentales que, después de estudiar en universidades de Inglaterra, regresaban a su lar llevando en la piel el extraño deporte de tan raros e isleños ingleses. Y en los países del continente, el fútbol estilizado, a la larga, también seduciría al estado llano. Luego de su arribo a colegios exclusivos, en tanto jugarlo fue un gesto de rebeldía (ante el torpe nacionalismo que después llevaría a los europeos de allá y acá a cruentas guerras), poco a poco fue conectando con rebeldes de todos lados y con la empatía de los pueblos. He visto recién un hermosísimo film (The Great Dream, 2011) que narra cómo nació la pasión del juego en Alemania (y parecido ocurrió en el resto de Europa).

Una breve sinopsis: un joven profesor, a finales del siglo XIX, es contratado por un democrático director de ideas avanzadas, en un exclusivo colegio de la cuenca del Ruhr. En un gesto innovador, el docente decide incorporar en el currículo la enseñanza del inglés (cosa que alarmó al nacionalismo alemán), y ve en el joven al maestro ideal para hacerlo, pues venía recién de estudiar en Londres. En el aula, al principio, los chicos no gustan de la nueva lengua, y algunos —azuzados por sus padres autoritarios y nacionalistas— lo boicotean. Entonces, eureka, al joven maestro alemán se le ocurre enseñar el inglés jugando al fútbol —oh, las santas palabras del deporte: corner, goal, goalkeeper, foot, ball, penalty… El resultado es inmediato: la clase de inglés se transforma en una clase y juego de fútbol, los reaccionarios del pueblo lo resisten, los niños de fiesta, el más sencillo y pequeño de la clase resulta muy bueno con el balón, el adolescente pesado insiste en sus tonteras, pero, al final, también sucumbe ante una pasión emergente.

En los créditos del film leemos que ese fue apenas el principio, luego vendría su periplo por Alemania, prohibiciones mediante, con rebeldes y con un pueblo que lo empieza a practicar. En muchas regiones estuvo vetado por décadas, incluso en Bavaria, sí, la tierra del Bayern Munich (en cuyas cervecerías Hitler inició su fatídico y moderno encantamiento colectivo), la ley prohibió practicarlo en los colegios hasta 1927 (apenas tres años antes del primer mundial en el templo mayor: el Estadio Centenario de Montevideo).

La historia posterior la conocemos. A poco andar, los alemanes (occidentales, en esos años) con el fútbol empiezan a recuperar el honor y dignidad, tras la vergüenza por el horror y error nacionalsocialista. En 1954, en Suiza, en lo que se conoce como El Milagro de Berna (también hay una película homónima, preciosa) Alemania alzó la copa mundial, luego de vencer en un partido épico a la imbatible Hungría liderada por la zurda genial de Ferenc Puskás. Y, desde entonces, el equipo blanco ha sido protagonista del cielo verde. He ahí hoy el deslumbrante Mesut Özil para probarlo. Que viva el buen fútbol.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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