La falencia del actual proyecto de ley mezclado con un mecanismo de financiamiento de campañas políticas que favorece el ocultismo en los aportes, pone a nuestra sociedad en la tormenta perfecta y en el lógico cuestionamiento de muchos actores acerca de cuáles son los reales intereses que se mueven tras las decisiones públicas.
La semana pasada, entremedio de la polémica por la relación de la diputada Isasi con Corpesca, pasó inadvertido un pequeño hecho relacionado con lo mismo: en la Cámara se acordó avanzar en el proyecto que presentó el Ejecutivo, el que cosa curiosa, llama ley de lobby, pero que no incluye en ninguno de sus artículos un registro de los lobbystas, que incorpore no sólo a quienes reconocemos dicha actividad como parte de nuestro negocio, sino para todos lo que la ejercen, que es una cantidad mucho mayor.
Esto es abiertamente contradictorio con lo que plantea la OECD en su documento sobre «Lobby y Transparencia» de 2012, donde se afirma que una regulación del tema debe claramente y sin ambigüedades registrar todo el lobby y sus actividades aledañas.
El proyecto simplemente obliga a todas las autoridades a tener un registro de sus audiencias, pero nada más. Sin duda que es un avance, pero no es suficiente. Será una ley que no permitirá regular el lobby siguiendo el camino de la vilipendiada ley de financiamiento de las campañas electorales, que validó los aportes secretos, haciéndole un flaco favor a la democracia.
[cita]No es casualidad que hayan sido muy pocos los que hayan reconocido que realizan la actividad como tales, y muchos actores como las asociaciones gremiales, algunas agencias de comunicación con importancia en el mercado o estudios de abogados, que eluden el tema. Es muy cómodo, pues los francotiradores no hablan de ellos. Peor aún, sin registro estricto, todas las decisiones de la autoridad que sean controvertidas o que afecten intereses poderosos estarán siempre cubiertas por el manto de la duda, como lo fue en la reciente discusión de la Ley de Pesca, o la aprobación o rechazo de proyectos ambientales, con una cantidad de intereses contrapuestos que, por cierto, hicieron ver sus opiniones en la discusión ad-hoc.[/cita]
Las razones que llevaron al gobierno a retirar el proyecto que presentó la administración Bachelet, que sí incluía un registro amplio de lobbystas, es parte de los misterios que tendrá esta normativa. Probablemente, a quienes no les interesa que haya luz sobre sus actividades algún papel jugaron en este punto.
A manera de ejemplo, el ministro Mañalich ha denunciado que en la legislación tabacalera y en la discusión sobre la ley de fármacos ha operado un lobby feroz, pero nunca ha identificado quiénes son los que se acercaron a él o a sus asesores para hacer ver sus puntos de vista. Con la actual ley podría ser posible identificarlos por la vía de revisar la agenda del ministro y sus reuniones. Pero si existiera un registro de lobbystas, podríamos saber si quienes se acercaron están inscritos y por tanto sometidos a las regulaciones del tema, o simplemente actúan disfrazados de otra cosa. Por cierto, el elocuente ministro, guarda silencio respecto al limitado proyecto que presentó su gobierno.
En una democracia, donde se conjugan distintos intereses, es normal e incluso deseable que los distintos grupos hagan ver a las autoridades sus posiciones, y es legítimo que busquen influir en las decisiones que se toman. Esto no lo hacen sólo las empresas o asociaciones gremiales, sino otros cuerpos de la sociedad, que ven amenazas a sus intereses en la discusión de políticas públicas. En una sociedad como la nuestra donde el Estado tiene un importante rol en la regulación y que posee una diversidad económica y social cada vez mayor producto del desarrollo, va a aumentar cada vez más este fenómeno. Negar ello y pensar que la autoridad puede tomar decisiones sin escuchar a los distintos afectados, es simplemente creer en la dictadura.
También, como ocurre en otras democracias, es absolutamente legítimo que los distintos cuerpos de la sociedad conformen equipos profesionales para defender sus intereses, ya sea mediante una asociación gremial, contratando un estudio de abogados, creando dentro de su empresa un área de asuntos públicos (lo que llama la legislación canadiense In house–lobbying) o contrate a una compañía de comunicaciones estratégicas. La legislación de muchos países de la OECD reconoce a todos ellos como lobbystas.
Hay características importantes del acto de realizar lobby:
– Su ejercicio no garantiza que la decisión finalmente sea favorable
– Quien ejerce o contrata lobby puede tener una ventaja respecto de quien no lo ejerce
– Quien hace lobby busca acercarse lo más directamente posible a quién decide.
– Que se ejerce en contradicción con quienes defienden intereses distintos en el tema.
Los últimos tres puntos hacen imperiosa una legislación sin ambigüedades y que incluya un registro amplio para efectos de poder fiscalizar los actos de todos. Que las autoridades que puedan ser sujetos de lobby deban registrar sus audiencias con cualquier grupo de interés, de tal manera de nivelar la cancha y que los ciudadanos puedan informarse sobre la génesis de las decisiones, y quienes defienden intereses contrapuestos tengan la mayor información sobre la discusión del tema que les compete. Esto es necesario para evitar el tráfico de influencias y otras prácticas atentatorias contra la democracia.
Un registro de lobbystas amplio daría muchas luces y sorpresas sobre quiénes ejercen la actividad, y permitiría sancionar a quienes realicen actos reñidos con la ética, tengan claros conflictos de interés u oculten a quienes representan, disfrazándose de ONG u organizaciones sociales o de simples ciudadanos bienintencionados.
En el reciente proyecto de ley, Imaginaccion Consultores, donde trabajo y que ha reconocido desde sus inicios en el año 1996 que realiza actividades de lobby, de manera voluntaria y no porque alguna autoridad o legislación se lo haya solicitado, fue invitada a exponer ante los parlamentarios sobre el tema. La posición nuestra frente a la Cámara de Diputados fue la misma que hemos tenido siempre: la regulación debe incluir un registro de todos los que realizan representación de intereses, sin excepciones, con el objeto de evitar opacidades sobre el tema.
Por lo demás, no somos los únicos que mantenemos esa posición, otras cinco agencias de comunicación han hecho lo mismo y, si bien es un porcentaje mínimo de las más de 60 que hay en el mercado —de todos los que realizan lobby—, han jugado un rol importante en abrir la discusión sobre el tema. No es una decisión fácil, pues siempre hay que enfrentar a los puristas, que suelen ser, voluntariamente o no, funcionales a quienes no quieren ser reconocidos como lobbystas. Es memorable la oposición que hizo en su momento Jorge Schaulsohn a que hubiera un registro amplio, centrando sus ataques en las agencias de comunicación. Si bien su posición sigue teniendo adeptos, son cada vez más las organizaciones civiles e instituciones que toman el tema con seriedad, y han planteado la necesidad de regular estrictamente el tema.
En un artículo reciente, Álvaro Castañón, integrante de la fundación Ciudadano Inteligente plantea que “El lobby que queremos para Chile es un lobby moderno, público, con cargas igualitarias para lobbysta y funcionario público o autoridad, donde todos los intereses tengan la misma oportunidad y todos tengamos acceso a saber quién y qué es lo que se acuerda en ‘la previa’ de un acto normativo que nos regirá a todos por igual”. Una posición parecida tuvo en otros momentos de la ley, el capítulo chileno de Transparencia Internacional, y una larga lista de instituciones académicas y Centros de Estudios que se han dedicado a estudiar el tema.
Lo que plantea Castañón debiera ser la regla de oro de la legislación, y lo ocurrido recientemente es una oportunidad para que avancemos en serio sobre una de las deudas que tiene nuestra democracia. De lo contrario tendremos una regulación coja, siguiendo el camino de la ley de financiamiento electoral.
Si no hay registro con sanciones estrictas a quienes no se inscriban, no estarán los incentivos a quienes realizan esta actividad para salir a la luz pública. No es casualidad que hayan sido muy pocos los que hayan reconocido que realizan la actividad como tales, y muchos actores como las asociaciones gremiales, algunas agencias de comunicación con importancia en el mercado o estudios de abogados, que eluden el tema. Es muy cómodo, pues los francotiradores no hablan de ellos. Peor aún, sin registro estricto, todas las decisiones de la autoridad que sean controvertidas o que afecten intereses poderosos estarán siempre cubiertas por el manto de la duda, como lo fue en la reciente discusión de la Ley de Pesca, o la aprobación o rechazo de proyectos ambientales, con una cantidad de intereses contrapuestos que por cierto, hicieron ver sus opiniones en la discusión ad-hoc.
Y por cierto, la falencia del actual proyecto de ley mezclado con un mecanismo de financiamiento de campañas políticas que favorece el ocultismo en los aportes, pone a nuestra sociedad en la tormenta perfecta y en el lógico cuestionamiento de muchos actores acerca de cuáles son los reales intereses que se mueven tras las decisiones públicas.
Según los datos publicados en el Servel, en la elección del 2009, los aportes reservados y anónimos fueron casi 13 mil millones de pesos, lo que representaron un 47 % de los ingresos declarados por todas las campañas. Y en el caso de la UDI, que es el que recibió mayores aportes, fue de un 74 %. Evidentemente, a muchos aportantes no les interesó aparecer públicamente, de la misma manera que a la mayoría de los lobbystas no le interesa que se les reconozca como tales. De la misma manera que se requiere una ley que obligue a registrarse a todos los que realizan lobby ante las autoridades, se requiere una filosofía similar respecto a aportes a campañas: todos los que quieran hacerlo, independiente del monto, deben estar registrados públicamente.