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Atrincheramiento creciente Opinión

Atrincheramiento creciente

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Menoscabada la conducción de los partidos de entre las orgánicas de representación popular, diversos grupos ciudadanos, justificadamente indignados por iniquidades del poder, se han constituido de facto en contrapoderes alternativos, exigiendo a las elites, tanto políticas como económicas, adoptar medidas que superen los problemas denunciados.


A contar del advenimiento del positivismo y la sociología en el siglo XIX, cientistas sociales y políticos han intentado identificar patrones de comportamiento de los grupos humanos a través de diversos instrumentos de investigación (encuestas, focus group, sondeos, entrevistas en profundidad, etc.), de manera de hipotetizar desde conductas pasadas y presentes, unas que pudieran presentarse a futuro, reemplazando así —aunque no del todo— anteriores métodos predictivos de chamanes, alquimistas, tarotistas y brujos de las Cortes, que le permitían a los poderes mantener el orden y la estabilidad.

En la política actual, que tan toscamente ha integrado el marketing y modelos de “servicio al cliente”, dichos instrumentos han terminado transformándose en los “non plus ultra” de la toma de decisiones, considerando que los candidatos y dirigentes requieren “estar en sintonía” con las demandas y exigencias de sus “clientelas” electorales para conservar el capital político que les permita mantener la cuota de poder de representación conseguido o por lograr. Pocos se juegan su capital político en discursos de convicciones.

Así, la actividad —particularmente en periodos electorales—, conducida según los deseos de los públicos y una cierta ceguera estratégica generalizada de los protagonistas, ha ido convergiendo hacia lugares comunes mutados en eslogan, especie de resumen de las aspiraciones populares mayoritarias, también según las herramientas de la mercadotecnia. La conducción política ya no tiene, pues, ese dejo aristocratizante del pasado, en el que grupos de influyentes conseguían acuerdos respecto de lo que era “bueno” para el país y tras negociaciones internas, se lo comunicaban al resto de la población, con mayor o menor éxito, dependiendo del grado de autoridad y confianza que la gente le concedía a su respectivo liderazgo.

[cita]Estas apreciaciones parecen confirmar, además, las observaciones del joven sociólogo Alberto Mayol, sobre las razones de fondo de los malhumorados discursos de la dirigencia de la banca, retail y la industria, la abrupta salida de la dirección del CEP de Arturo Fontaine, así como los golpes de autoridad política en la UDI y el PS (el primero con más éxito que el segundo), todos actos que responderían a un reposicionamiento de los distintos grupos para un período de “agudización de las contradicciones”.[/cita]

La democratización creciente, junto a la pérdida de confianza entre dirigidos y dirigentes, ha ido obligando a las elites —políticas y económicas— a ajustarse cada vez más estrictamente a las demandas de las personas como consumidores o ciudadanos, so pena de perder el capital electoral y/o comercial acumulado, aunque, como en el pasado, las soluciones varíen según la percepción que cada cual tiene sobre los motivos que explican las insatisfacciones presentes, todas “sustentadas” en dichos estudios de opinión pública.

De allí que unos aseguran que todo o casi todo está bien; otros, que se requieren ajustes y, otros que hay que hacer cambios estructurales, en una secuencia que va correlativamente desde la plena satisfacción hasta la total insatisfacción con el entorno político-económico, o dicho de otro modo, desde derechas a izquierdas. Y cuando se trata de fundamentar tales posiciones —disímiles en sus diagnósticos, aunque cada vez más similares en las soluciones—, los instrumentos de medición científico-sociales parecen permitir fundar cualquier hipótesis, dejando finalmente en manos del carisma del dirigente, su lenguaje y las condiciones de vida reales y/o percibidas de los receptores, la capacidad de convicción que determinará el voto. La antigua fe e ingenuidad ciudadana ha trocado en suspicacia producto de las reiteradas desilusiones inducidas por la acción de medios de comunicación tradicionales y/o de nuevas tecnologías en busca de sus propios fines de venta, rating o popularidad y que desnudan diariamente malas conductas de esas elites.

Así, en este vital plano comunicacional de la lucha política, las ideas/términos que apuntan a la estabilidad, orden, responsabilidad, deber, esfuerzo, seguridad, van siendo paulatinamente abatidos por los discursos de “cambio”, impulsados por todos los sectores, producto de la uniformación de la mercadotecnia, a pesar de lo reactivos a la incertidumbre que aparentemente seriamos los chilenos. Es decir, los instrumentos del análisis social dicen que la gente quiere cambios —aunque sin indicar en qué profundidad— y, por tanto, la política conjuga diariamente los verbos “transformar”, “reformar”, “ajustar”. En consecuencia, el “cambio” —sin las sutilezas de la intensidad adjetiva— se integra a todos los relatos, razón por la que a la hora de materializarlos, las soluciones son percibidas como tibias e insuficientes y la insatisfacción continúa.

Tal vez las negociaciones entre poderes de similar peso obligan a cierto empate que solo permite tocar la superficie de lo modificado; o tal vez porque la “hybris” a la que induce el confortable statu quo y el poder tiende a despreciar la “opinión vulgar”; o, tal vez porque quien ejerce poder no requiere más comprensión de la intercomunicación social que la de informar decisiones que deben ser cumplidas como órdenes y no como negociaciones para conseguir la aceptación del otro. Como quiera que sea, lo cierto es que cada poder genera su contrapoder, motivo por el que no sorprende la creciente extra institucionalidad ciudadana, luego que se perdiera esa indispensable confianza en las vías tradicionales para impetrar derechos frente a malas prácticas, abusos, influencias indebidas e ilegalidades de algunos poderes económicos y políticos. Es natural, sano y esperable.

Lo que sí debe llamar la atención es cómo se están interpretando los hechos y el modo en que falacias, generalizaciones lingüísticas y actitudes/señales impropias (escupitajos, lanzamiento de huevos y otros objetos a candidatos) rebasan lo prudente, arrastrando al conjunto a un estado emocional que nada aporta al progreso, la sana discusión democrática, ni a la pacificación de los ánimos. En efecto, menoscabada la conducción de los partidos de entre las orgánicas de representación popular, diversos grupos ciudadanos, justificadamente indignados por iniquidades del poder, se han constituido de facto en contrapoderes alternativos, exigiendo a las elites, tanto políticas como económicas, adoptar medidas que superen los problemas denunciados. Aquellas han respondido con soluciones que se opinan deslavadas, aunque sean el obvio resultado de consentimientos que cada parte de la negociación debe hacer en democracia para equilibrar y proteger los intereses de todos. Ciertas corruptelas, por cierto, también forman parte del proceso. Pero a esta altura de los acontecimientos, para los movimientos sociales toda acción de la elite se ha tornado sospechosa. Sin liderazgos instalados, sin posturas estratégico-ideológicas claras y muchas veces influidos por añejos maximalismos, los movimientos ciudadanos han resignificado, sin dirección consistente, una serie de conceptos claves para el ordenamiento presente.

Esta visión discursiva de la política, que pareciera trivial, es, empero, preámbulo de acciones que tarde o temprano pueden amenazar el ordenamiento vigente, como ya parecen preverlo diversos sectores políticos y económicos. Y es que las resignificaciones, sin dirección coherente, reciben —precisamente por su vacuidad— una aprobación social sin más procesamiento que la valoración emocional que las personas dan a los términos según sus propias hermenéuticas. Ante tamaña victoria popular, las elites se están viendo forzadas a “sintonizar” con el nuevo estado de ánimo masivo, obligándose a muchas veces a contemporizar con aquellos, mostrando la debilidad existente en la defensa política de la democracia y las libertades que, se supone, todos defienden, pero que, dado que los partidos no hacen la pega, se instalan en la consciencia social.

Palabras “mágicas” como igualdad, derecho, equidad, participación, gratuidad, público, asamblea constituyente, cuya complejidad y multiplicidad semántica es evidente, son ocupados sin circunscribir extensión, ni menos analizando sus consecuencias respecto de las libertades alcanzadas. En los hechos, los términos se van integrando, a través de los medios de comunicación y las redes digitales, a un estado de ánimo masivo que termina superando en satisfacción vital —o al menos en bulla y presencia— a otras muy afines a la democracia, como orden, libertad, deber, responsabilidad, compromiso, estabilidad, o justicia.

Estas últimas fueron las que dieron significación a los discursos político-económicos de los últimos 30 años y fueron adoptadas por una amplísima mayoría política que hoy parece nuevamente atrapada por relatos que asimilan “libre mercado” a “neoliberalismo”; “ganancia” a “lucro”, “reformas o ajustes constitucionales” a “asamblea constitucional”; “grandes trasnacionales chilenas” a “monopolios abusivos”; “justicia” a “igualdad”; “estabilidad” como “inmovilidad”; el “orden” en “represión”, o, en fin, “estatismo” como lo “público”. Se trata de un proceso que, más allá de sus razones desencadenantes —muchas producto de las propias fallas de los incumbentes— nos aleja de un progreso evolucionario, de ajustes paulatinos y sucesivos, y nos acerca a situaciones de conflicto como otras ya vividas por el país.

No sorprende, en consecuencia, que unos sectores políticos, económicos y sociales se estén atrincherando frente a un eventual período de polarización, esperando, en el mejor de los casos, que una “mayoría silenciosa y de orden” entregue su veredicto a favor de la estabilidad en noviembre próximo; y otros, a la espera de que las elecciones muestren un resultado que sea un punto de inflexión para el inicio de un período de rápida sucesión de cambios de fondo. Y aunque las mediciones sociales no nos permiten saber a priori si la crisis que expresa el vocabulario es tan mayoritaria como pareciera deducirse de las manifestaciones de desagrado ciudadano, de la baja popularidad del gobierno y las coaliciones políticas y de la irrespetuosa contienda política, resultados de una encuesta de Generación Empresarial (GE) y “El Mercurio” son indiciarios del efecto que tienen las resignificaciones sociales comentadas: el 95 % de los ejecutivos y empresarios cree que las críticas al sector empresarial se han incrementado y, en consecuencia, tales reproches podrían generar un aumento de la regulación por parte del Estado (62 %) y desconfianza en el sistema económico (58 %). ¡Victoria completa del “cambio”!

Estas apreciaciones parecen confirmar, además, las observaciones del joven sociólogo Alberto Mayol, sobre las razones de fondo de los malhumorados discursos de la dirigencia de la banca, retail y la industria, la abrupta salida de la dirección del CEP de Arturo Fontaine, así como los golpes de autoridad política en la UDI y el PS (el primero con más éxito que el segundo), todos actos que responderían a un reposicionamiento de los distintos grupos para un período de “agudización de las contradicciones”.

Parecieran pues, que el pragmatismo “apolítico” y/o “tecnocrático” que ha caracterizado a nuestras elites sistémicas las hace olvidar que “el lenguaje crea realidades” y que si bien los países progresan con “hechos y no palabras”, aquellas son siempre la “puerta de entrada” al espíritu de las personas, que son las que construyen la historia. Fernando Savater dice que cuando una sociedad ha logrado superar muchos males, los pocos que subsisten son amplificados hasta el desborde. El progreso siempre pide más progreso, lo que no está mal, sino cuando se transforma en retroceso debido a nuestra contumaz incapacidad de entendernos mediante un más preciso uso de conceptos y términos, así como por esa pertinacia en seguir creyendo que lo pensamos (con esas palabras) es toda la verdad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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