La fascinante escena que ilustra esta entrada, ocurre en el Chile de hoy, en el de principios de la segunda década del siglo XXI. Es una instantánea de un momento histórico del devenir de una sociedad en crisis real, como consecuencia del abuso, caldo de cultivo para que germine la rebelión.
Fue tomada por el fotógrafo Mario Ruiz y se consagró como la mejor foto del año 2012, galardón otorgado por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile. Una escena que sólo ha sido posible, gracias a la grosera desigualdad que impera entre los chilenos, y que se manifiesta con caracteres alarmantes de la mano de un poder financiero que campea sin contrapeso en la vida cotidiana de nuestro país. Sus protagonistas son dos estudiantes que se cogen de las manos para reivindicar su amor adolescente en medio de una manifestación callejera, de protesta por la deficiente calidad de la educación y el afán de lucro compulsivo de sus gestores privados. Con sus rostros cubiertos, saben que son una amenaza para el orden público, pero también saben que a los abusadores les importa un bledo la paz social, seguros como están con la red de influencias y fortalezas institucionales que han generado a su alrededor. A no dudar que estos muchachos, con la ligereza de ánimo con que los jóvenes enfrentan la realidad, creen que con las armas paleolíticas que empuñan en sus manos, serán capaces de intimidarlos. Aunque no hayan reparado que lanzar piedras sea un acto simbólico.
Pero ¿quiénes son con precisión, estos jóvenes encapuchados? Porque es evidente que hay más de una clase de encapuchados en la calle convulsionada. A la luz de una observación cuidadosa, se puede concluir que existen allí, tres clases de encapuchados, a saber: aquellos que, como estos jóvenes, provienen directamente del movimiento estudiantil y se distinguen sólo por su rebeldía, actitud que muchos ciudadanos estructurados en el orden, comprenden sin compartir.
Jóvenes estudiantes que representan la visión rebelde de sus pares, más ordenados y organizados en la protesta. Claramente pertenecen a la misma camada de disidentes. Pero son rebeldes, y como tales, creen pertinente cubrirse los rostros, desafiantes e irrespetuosos. Con su actitud exultan convicción, decisión y heroísmo; hay diálogo interno y comprensión cabal de una realidad que no demoraron en descubrir que hay que subvertir, por muy inmutable y cómoda que le parezca a una minoría. En su categoría, hay una madre cercana que se ve clarita en sus atuendos, como en el blanco limpio, pulcro, de la blusa de la muchacha, que en su amor sin condiciones, acompaña el gesto de su compañero, conformando un escenario que nos sugiere que detrás de ellos hay quizá, una realidad de apremios y de dolores en el pasado ciudadano de sus abuelos. O un afán de solidaridad con sus congéneres y con ellos mismos; un sentimiento de trascendencia, porque, “en la rebelión, el hombre se supera en el prójimo y, desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica” (Albert Camus). Un acto bizarro del ser en cuanto tal.
La segunda clase de encapuchados es aquella que claramente fija su domicilio en el lumpen, y que sale a la calle dispuesta al saqueo y a la destrucción de la propiedad pública y privada, y cuyas madres por cierto, no están cerca ni para aconsejar ni para proteger a nadie; son los hijos de la frustración y el resentimiento, empoderados en la desesperanza.
Y la tercera clase de encapuchados, la más controvertida, la de aquellos que ya no responden a una madre, si no es a un presumible pacto con el poder, y que hace rato viene llamando la atención, como consta por ejemplo, en denuncia formulada ante la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados en agosto de 2011. Ellos también funcionan destruyendo todo lo que está a su paso y se distinguen porque nunca son detenidos por la policía, ofreciendo así al observador atento, la inquietante sospecha de su procedencia, que para no caer en el infundio, más vale proponer como dato de las marchas estudiantiles.
De esto se desprende que el pulso narrativo de la representación gráfica que nos reúne aquí, palpita en el relato arbitrario de su historia interna.
Estamos en presencia de un bello acierto fotográfico. Su valor estético descansa en una composición donde los contrastes de color, y la quimérica atmósfera de su profundidad de campo ―generada por el gran angular―, marcan la definición protagónica del movimiento estudiantil en una pareja de enamorados. La imagen es una deslumbrante toma de conciencia. Repentina y fantástica. Un acto loco de rebeldía, de la mano con el amor más limpio y transparente de que es capaz la especie humana comprometida con la justicia. La escena lleva la carga dramática del gesto arcaico de los jóvenes portando las piedras como armas de combate, lo que la convierte en un documento social y cultural de singular importancia. Enhorabuena para su autor.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl