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Funeral de Estado para una generación Opinión

Funeral de Estado para una generación

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Una lamentable enfermedad deja fuera de combate al vencedor de la histórica primaria del 30 de junio. Una postal trágica. Un remezón existencial para los que lo conocen. Y también el síntoma de un “no va más”. La caída de Longueira es la caída de su generación.


La castrante inhabilidad clínica diagnosticada dramáticamente al candidato único de la derecha, Pablo Longueira, retrata con precisión macabra el estado de su sector. En especial, de una generación. La de los coroneles en la UDI y la otrora patrulla juvenil en RN. Allamand alguna vez dijo que la Concertación sufría fatiga de materiales. Era cierto. Pero en paralelo su propia generación también se iba cansando, abatiendo, disminuyendo. No todos son Piñera.

En efecto, el ascenso de Piñera en 2010 fue la única vez que la generación de Longueira pudo cantar victoria a lo largo de una contienda política de más dos décadas contra su archirrival. Hasta entonces, la UDI y RN asociadas habían perdido un plebiscito, cuatro presidenciales, cinco parlamentarias y cinco municipales. Sin embargo su primera línea seguía ahí, sin pagar costo alguno y sin hacer mayores concesiones. Conscientes de que nadie les disputaría el poder y aprovechando el seguro contra la derrota que garantiza hasta hoy el sistema binominal.

[cita]Este es el momento maduro para matar al padre. Ya no es una rabieta sino un imperativo. Ya no es un clamor subterráneo ni quejumbroso sino una constatación política. Es el momento de los osados. Para superar la vara alta que nos dejaron los que hoy despedimos y por el bien de Chile.[/cita]

Jovino Novoa y Andrés Allamand lo dijeron: si no ganaban con Piñera, era una generación marcada por el fracaso electoral que debía dar un paso al costado. Pero Piñera ganó y con su victoria se despertaron las ambiciones nunca del todo dormidas de su generación. El Presidente olfateó bien el escenario y comenzó por mantenerlos a distancia. No alcanzó a pasar un año y comenzó el reclutamiento de los viejos cracks: Allamand, Matthei, Chadwick, Longueira. La alternancia no había significado necesariamente la renovación de los cuadros.

Entonces creyeron que todavía había espacio para seguir. Sin un arraigado principio de responsabilidad política y sin una generación menor lo suficientemente poderosa y valiente como para desafiarlos, naturalmente estimaron que todavía era su turno. Jovino Novoa entendió antes que el resto su propia caducidad. Dijo que no seguía en el Congreso y apostó por Laurence Golborne: rostro fresco, savia nueva. Las razones por las cuales cayó no invalidan la tesis de Novoa, pero cuando cayó su apuesta él cayó con ella.

Tampoco surtió efecto la de Allamand. El otrora político más preparado de la derecha para ser Presidente, como alguna vez lo llamó Carlos Peña, una vez más resbaló en los azares de por sí resbaladizos del poder. Se debatió sin éxito entre el candidato tradicional del orden y la autoridad mientras invocaba al centro para contener el éxodo de liberalotes, como los llamó Larraín, que emigraban al velasquismo.

Y ahora esto. Una lamentable enfermedad deja fuera de combate al vencedor de la histórica primaria del 30 de junio. Una postal trágica. Un remezón existencial para los que lo conocen. Y también el síntoma de un “no va más”. La caída de Longueira es la caída de su generación.

Mirando hacia adelante, hay dos tareas.

La primera, esencial, un funeral de Estado para la generación de los coroneles y la patrulla juvenil. Con honores y cañonazos. Con todo el respeto y el agradecimiento que se merecen. Fueron la generación que condujo la transición y, entre vetos y acuerdos, nos legaron un país mejor que el que conocieron al llegar. Muchos de ellos, por primera vez en décadas, no estarán en el Congreso ni en La Moneda a partir de marzo de 2014. Es importante rescatar su sabio consejo, pero en ningún caso alentarlos a seguir en esta teleserie. Los retiros dignos no son con elástico.

La segunda tarea va ineludiblemente asociada a lo anterior. Para que ellos puedan descansar tiene que salir gente al camino dispuesta a llevar el testimonio. Hasta el momento ni en la UDI ni en RN las nuevas generaciones se han demostrado capaces, ya sea por temor reverencial o escaso acceso a las fuentes de financiamiento determinante. Esa deuda es capital para entender el descalabro. Rehuir culpa es infantil. En Gran Bretaña, ni Tony Blair ni David Cameron esperaron a cumplir cuarenta para tomar el control del laborismo y el conservadurismo respectivamente. Sencillamente se cansaron de mirar.

El principal enemigo de la generación de recambio, paradójicamente, es el propio Presidente. Como encarnación ohigginesca de Freddy Turbina, Piñera siente que tiene cuerda para rato. Y no faltan quienes lo alientan a pensar en el 2018. Craso error sería para los desafiantes engordar ese animal. La teoría de los “puentes” entre generaciones funciona tarde, mal y nunca. Para avanzar, hay que cortar en algún lugar. La paliza que les va a dar Bachelet bien amerita una poda de liderazgos y, aunque sea injusto, Piñera también tiene que salir del escenario.

En la centroizquierda, no nos equivoquemos, el panorama no es menos preocupante. Pero mientras tengan en su poder la piedra filosofal de Michelle el resto no parece imperioso ni acuciante. Sin embargo, la verosimilitud de la tesis del fin del ciclo político y el comienzo del uno nuevo depende, en grado sumo, de que los intérpretes del Chile que viene sean distintos de los compositores del pasado. Los hombres y mujeres de ayer no pueden ser los hombres y mujeres de mañana.

Este es el momento maduro para matar al padre. Ya no es una rabieta sino un imperativo. Ya no es un clamor subterráneo ni quejumbroso sino una constatación política. Es el momento de los osados. Para superar la vara alta que nos dejaron los que hoy despedimos y por el bien de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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