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De Belén a la Catedral

Clemente Huneeus
Por : Clemente Huneeus Estudiante de Derecho (3° año, Universidad Católica)
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No nos dejemos engañar. Mucho se ha insistido en conceptualizar el dilema moral del aborto como una «colisión de derechos»: de un lado está el derecho de la pobre madre a disponer de su cuerpo, y del otro está el derecho del niño a vivir. Así las cosas, Chile vendría a ser un país que, al optar por la vida del niño -cuyo derecho prevalecería- lo ha hecho en desmedro de la madre -cuyo derecho cede-.


Belén es una pequeña localidad de Israel, ubicada a unos pocos kilómetros de la más grande Jerusalén (hoy en día, el crecimiento de la urbe ha hecho que casi pueda decirse que se trata de una conurbación). Se dice de ella que albergó, hace ya unos dos mil años, a una mujer que dio a luz en un pesebre, rompiendo con los gritos de su recién nacido la oscuridad de una noche fría. Y, hasta el día de hoy, millones de personas creen que fue ese nacimiento en condiciones precarias, ese que la mentalidad anticonceptiva y abortista de nuestra época consideraría infame, el que le abrió al mundo las puertas de una vida plena y abundante. Parece interesante, sin duda, que Belén sea también el nombre de la niña chilena que hoy le regala la vida a un niño que concibió producto de las reiteradas violaciones por parte de su padrastro. Ambas historias están atravesadas por el misterio del dolor humano y la injusticia flagrante, y son sin embargos historias llenas de luz y esperanza.

No nos dejemos engañar. Mucho se ha insistido en conceptualizar el dilema moral del aborto como una «colisión de derechos»: de un lado está el derecho de la pobre madre a disponer de su cuerpo, y del otro está el derecho del niño a vivir. Así las cosas, Chile vendría a ser un país que, al optar por la vida del niño —cuyo derecho prevalecería— lo ha hecho en desmedro de la madre —cuyo derecho cede—. Pero claro, dicho razonamiento deja abierta una duda ciertamente muy legítima: ¿podemos disponer de la niña embarazada, como si fuera un bien sacrificable en aras al “bien mayor hijo»? ¿Podemos instrumentalizar a esa persona, causándole un daño, para luego afirmar cínicamente que nos parece que nadie tiene derecho a disponer de la vida de otro? La respuesta evidente a todas estas preguntas es que ciertamente no: si realmente al pedirle a la niña que no mate a su hijo le estuviéramos haciendo un mal, no tendríamos derecho a tomar semejante decisión.

[cita]No nos dejemos engañar. Mucho se ha insistido en conceptualizar el dilema moral del aborto como una «colisión de derechos»: de un lado está el derecho de la pobre madre a disponer de su cuerpo, y del otro está el derecho del niño a vivir. Así las cosas, Chile vendría a ser un país que, al optar por la vida del niño -cuyo derecho prevalecería- lo ha hecho en desmedro de la madre -cuyo derecho cede-. [/cita]

Pero no lo estamos haciendo. El hijo, sean cuales sean las circunstancias circundantes, no es nunca una maldición. Sólo una persona cuya manera de entender la vida esté distorsionada por la ideología individualista hedonista puede ver en el prójimo un mero obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Es falso que la libertad de una madre termina donde comienza la de su hijo: es precisamente en él donde comienza, porque la maternidad no es una barrera a la felicidad sino un camino para esta. El amor no esclaviza a la persona: la dilata, le permite rebasar los límites de la propia subjetividad, es un camino en el que el hombre se trasciende y va más allá de si mismo, experimentando el misterio de la comunión interpersonal. Y esto es precisamente lo que nos enseñaron Belén y Jerusalén: que aún en las situaciones más extremas de la existencia, aquellas en las que el dolor sin límites parece ser capaz de destruir una persona, el amor es más fuerte que el sufrimiento, y la vida es más poderosa que la muerte. Porque el drama de una niña que ha sido abusada sexualmente —o de un hombre que ha sido traicionado por sus amigos y crucificado injustamente—, cuando es sobrellevado como un acto de entrega generosa, tiene un poder redentor que la razón humana no acierta a comprender del todo.

Ciertamente, todas estas cosas sólo se producirán del todo en la medida en la que la decisión de respetar la vida del embrión brote desde la libertad de la madre y no desde una imposición ambiental. Pero es falso que el Estado, al sancionar con una pena coactiva el aborto, esté atentando contra esa necesaria libertad. La sencilla experiencia cotidiana nos enseña que normalmente la amenaza de esta pena no sólo no se opone a nuestro libre albedrío, sino que lo complementa. Nos recuerda cual es el camino correcto y nos permite, en nuestro momentos de mayor debilidad, invocar aunque sea el sólo riesgo de ser castigado como un último motivo para no ceder ante la tentación. No es ciertamente una motivación suficiente para justificar una decisión de esa magnitud (¡que tremendo sería que una madre pensara toda su vida que tuvo a su hijo sólo por miedo al castigo que le habrían impuesto de haberlo asesinado!), pero resulta una motivación útil cuando nuestra natural flaqueza nos hace dudar de los motivos que realmente importan. Por lo demás, la sola idea de que al despenalizar el aborto se le está dando a la mujer la facultad de decidir autónomamente lo que hace con su cuerpo es ilusoria: todo sabemos que esa mujer se haya en una situación de vulnerabilidad que la hace especialmente influenciable, y que en la práctica los que acaben decidiendo por ella serán quienes la rodean (novio, doctores, padres, supuestos amigos, etc). Son innumerables las historias de jóvenes que, sin haber querido abortar, fueron inducidas por quienes las rodeaban a hacerlo.

En definitiva, tras la careta del supuesto «derecho a decidir» se esconde el deseo de negarle al hombre lo que le es más valioso: su derecho a renunciar a algo de su vida para transmitírsela a otro. Ironías: defendían la libertad de la niña, pero luego, cuando esta dijo que no quería abortar, se empezó a decir que era demasiado joven para comprender lo que decía. ¿Por qué? Porque no defienden la libertad: defienden más bien la «autonomía» y, en el fondo, la emancipación. Lo importante para ellos no es encontrar un camino a través del cual la persona pueda desatar sin miedos todas sus ansias de plenitud, sino meramente cortar la mayor cantidad de amarras o vínculos que sea posible; no se quiere que la persona salga de su burbuja (cosa que sólo es posible en el camino de la donación), sino sencillamente que se expandan un poco más las barreras de esta (visión desde la cual el otro no es una instancia de liberación, sino un límite). Y claro: si ese niño pobre e indefenso que estaba por nacer era un obstáculo del que había que deshacerse, ¿cuánto más no lo va a ser el mismo Dios?

Sí, porque no es la postura contraria al aborto de la Iglesia lo que los profanadores de la Catedral de Santiago estaban atacando. Es la sencilla idea de un Dios cuyo poder y autoridad están por encima nuestro lo que a ellos les resulta inconcebible. Porque ahí, ahí donde se nos enseña que no somos producto de la evolución azarosa de la materia sino hijos del designio providente de Dios, es donde se nos hace ver con mayor fuerza que la libertad humana es un don maravilloso, pero que para ser plena debe ser puesta al servicio de algo más grande que nosotros mismos. Destruyen los altares porque detestan a Belén: detestan todo camino de libertad que pase por las ataduras del amor. No quieren ser libres, sólo quieren emanciparse. ¿Cuánto tardarán en comprender que esa manera diabólica de entender la autonomía no puede sino conducirnos a la agobiante infelicidad de quienes vagan errantes por el desierto de la soledad? Y quién sabe, tal vez muy en el fondo ya lo intuyen. Tal vez sus reclamos sólo son el desahogo de mujeres a las que no hemos sabido prestar el debido apoyo. Tal vez no haga falta atacar de vuelta, sino que baste sonreír y perdonar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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