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Suite discepoleana: la tragedia argentina o la modernidad desahuciada Opinión

Suite discepoleana: la tragedia argentina o la modernidad desahuciada

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Esa es, quizás, la intuición discepoleana más primordial; la fatídica relación entre masificación estival y una pesadumbre que atraviesa a los tiempos modernos. Ese es el aporte más agudo que debemos subrayar, la desdicha existencial, la desesperanza que se cierne sobre el porvenir, la acritud que cae sobre la modernización de las palabras y las cosas. Si bien bajo el peronismo se baila tango en los salones y en los estadios, de aquí en adelante –más allá del fetiche cultural– será difícilmente tolerado como una expresión genuina de compadritos, de malevos…


En un conocido libro de Sergio Pujol, Discépolo: una biografía argentina (1997), se reabre una penetrante intuición cuando el autor nos recuerda la “crisis de creatividad” en la obra del dramaturgo argentino bajo los “años dorados” del Peronismo (1946-1955). Si bien “algo” de esto ya intuíamos desde los trabajos pioneros de Emilio de Ipola (1986), nos referimos a la condición peronofila del hijo de Santos, la tesis aún no nos terminaba de convencer plenamente. Según ambos autores, el “filosofo del tango” habría padecido una “crisis” de experimentación que se puede atribuir a la magnificencia estética del primer peronismo –al cual suscribió sin miramiento de pasiones–. No debemos olvidar que Discépolo comprometió una activa participación pública con Juan Domingo Perón bajo la sátira radial de “mordisquito”. Su enconada intervención contra el conservadurismo argentino fue desenfadada. En plena “década infame” (1930-1943) la oligarquía criolla había convenido un envilecido acuerdo con Inglaterra. El famoso pacto Roca-Runciman (1933) fue el telón de fondo de letras tan afectivas como melodramáticas. Tras esta debacle social la Argentina se asumía como un enclave de la piratería británica y ello pavimentó el camino a una crisis moral donde el poeta presagió la condición fatídica de los tiempos modernos.

Años más tarde tuvo lugar un “boom” de la institución tanguera que se prolonga desde 1940 hasta 1955, donde las orquestas típicas y los creadores sellan un programa nacional-popular con el gobierno de Perón. Aquí la “maquinaria” peronista materializa un programa de visibilidad que incluía la difusión radial del tango. El tango como fenómeno de masas se hace parte de la industria cultural bajo un celebrado cancionero popular. Ello se traduce –entre otras cosas– en la rica filmografía argentina, donde no es difícil encontrar una amalgama de actores y personajes del tango como Hugo del Carril, Ángel Vargas, Aníbal Troilo, Tita Merello, Raúl Berón y la propia compañera de Discépolo: Tania, motivo soterrado del tango «Martirio». Sin lugar a dudas, esta suerte de pacto nacional-popular viene a representar un tiempo majestuoso pero sin saber que se avecinaba un tránsito a la primera crisis del origen desarraigado y contestatario del género. La consolidación de la industria cultural (¡Gardel for export!) atentaba contra la condición “marginal” de comienzos del siglo XX. Me refiero al contexto donde destaca la inmigración de “tanos” refugiados en prostíbulos y otros desgarbos melancólicos. Bajo la “década infame” (y el naufragio de la Argentina en los años 30…) destaca la queja contra la patronal que heredamos del canto-protesta de Agustín Magaldi. De ahí en más, la industria del tango está vinculada a la masificación de orquestas típicas: de Angelis, Biaggi, Troilo, Calo y otra cantidad enorme de orquestas que forman parte de este proceso de serialización estética que el tango experimenta (4 0 5 bandoneones, en algunos casos dos pianos, tres violines, dos contrabajos, etc.).

[cita] Por fin, cuando rescatamos el sentido universal de su célebre “Cambalache” (1934) e invocamos su densidad negativa, existe aquí un diagnóstico desolador que anticipada los traumas del pequeño siglo XX. Para Discepolín no fue necesario esperar la Guerra Civil española, el conflicto chino-japonés, el Holocausto y su nefasto corolario en las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. El existencialismo de sus letras nos permite presagiar la debacle del proyecto moderno en los años jóvenes del siglo XX.[/cita]

En virtud de este proceso de “formalización”, Discépolo escribe en los “años dorados del peronismo” una de sus últimas obras póstumas, «Cafetín de Buenos Aires» (1948). Aquí el poeta del tango explota fundamentalmente el expediente de la nostalgia. La interrogante casi inmediata tiene que ver con la importancia que ahora adquiere la nostalgia. Más allá de la creación de Cadícamo, ¿por qué retomar el conocido recurso de la nostalgia en medio del progreso social? Quizás «Cafetín…» representa una inflexión respecto de los más notables registros existenciales de Santos Discépolo. No debemos olvidar que fue el mismo poeta que, mediante frases memorables al estilo del tango «¿Qué vachache?» (1925), sentenció la irreversible debacle moral de Occidente. En su célebre «Cambalache» (1934) acusaba los vicios inexcusables de la modernidad: “El mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 510 y en el 2000 también…”. En el tango «Tormenta» sentencia: “… yo siento que mi fe se tambalea, que la gente mala, vive ¡Dios! mejor que yo. Si la vida es el infierno y el ‘honrao’ vive entre lágrimas, ¿cuál es el bien?» (1939). Qué duda cabe, lo más prolijo de la poética discepoleana está concentrada en aquella Argentina de la “década infame” (Gobiernos dictatoriales de Uriburu y Justo). De un lado, tenemos el tango burlón («Chorra», «Victoria», «Justo el 31»), y de otro, el colosal drama existencial frente a la modernidad de «… ves llorar la biblia frente a un calefón”. Toda esta expresión está reflejada en letras de bronce como en «Desencuentro», «Yira-Yira», «Martirio», «Confesión», «Canción Desesperada» y «Desencanto». Todo indica que la producción tanguera más fecunda del autor se ubicaría en el periodo 1925-1939. En este periodo el autor de «Cambalache» se nos presenta como un moralista decepcionado que declara desahuciado el proyecto moderno –merced a los vicios de los años 30–, el progreso no es posible.

De ser “cierta” la tesis inicial, la crisis de creatividad debería explicarse por el proceso de institucionalización que experimenta el tango en el primer peronismo. Idea abierta por De Ipola y ratificada bajo otro expediente por Pujol. Por ello cabría ir más allá de una apropiación “kitsch” de un conocido refrán tanguero, cual es “el tango es un pensamiento triste que se baila”. Cabe agregar que se trata de “una metafísica que se baila”. Deberíamos resignificar esta máxima y enfrentarnos a otra interrogante fundamental: ¿cómo es posible que un pensamiento triste se baile en medio de una institucionalización carnavalesca? Esa es, quizás, la intuición discepoleana más primordial; la fatídica relación entre masificación estival y una pesadumbre que atraviesa a los tiempos modernos. Ese es el aporte más agudo que debemos subrayar, la desdicha existencial, la desesperanza que se cierne sobre el porvenir, la acritud que cae sobre la modernización de las palabras y las cosas. Si bien bajo el peronismo se baila tango en los salones y en los estadios, de aquí en adelante –más allá del fetiche cultural– será difícilmente tolerado como una expresión genuina de compadritos, de malevos… al estilo del guapo Cruz Medina –valiente y servicial–. Lamentable, llegó la hora de estetizar los desgarbos arrabaleros del 20. Presenciamos el fin del periodo aurático. No cabe duda que la progresión dramática del hijo de Santos está relacionada con la década infame (1930-1943). Hay múltiples indicios que nos indican que la escenificación de la orquesta típica es el comienzo del fin y el inicio de vanguardias y ciclos de experimentación de incierta maduración.

Por fin, cuando rescatamos el sentido universal de su célebre “Cambalache” (1934) e invocamos su densidad negativa, existe aquí un diagnóstico desolador que anticipada los traumas del pequeño siglo XX. Para Discepolín no fue necesario esperar la Guerra Civil española, el conflicto chino-japonés, el Holocausto y su nefasto corolario en las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. El existencialismo de sus letras nos permite presagiar la debacle del proyecto moderno en los años jóvenes del siglo XX.

En 1951 perdimos a dos creadores fundamentales: Enrique Santos y Homero Manzi. Ambos peronófilos. Ambos nos enseñaron que cada día que pasa cultivamos ese gesto socarrón hecho a imagen y semejanza del cadáver de la modernidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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