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Creación del Ministerio de Cultura: el debate desde la ciudadanía

La formalidad con la que este Ministerio ha afrontado su etapa embrionaria es compleja y el panorama constitucional dificulta las posibilidades de acción ciudadana, pero no las elimina del todo.


La creación de una institucionalidad cultural robusta es una demanda histórica, pero que se ha librado al interior de una ramificación dependiente. Los servicios públicos encargados de promover el desarrollo cultural tienden a ser meros apéndices del Ministerio de Educación, ya sea como una extensión formal o un organismo con autonomía relativa. El principal avance que nuestro país ha tenido en la materia, es la fundación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), institucionalidad que ha cumplido recientemente sus 10 años de funcionamiento. En la actualidad, contemplamos el ciclo natural de transformación de un servicio como tal, cediendo su posición al nuevo Ministerio de Cultura.

La discusión política y parlamentaria ha sido prudente y reglada, iniciándose con el ingreso de un proyecto de ley durante la administración de Sebastián Piñera. Discutida en algunos meses, esta propuesta, arribó un giro proveniente del cambio de gobierno: un nuevo “proyecto” ingresaría como una promesa de campaña para los 100 primeros días del gobierno de Michelle Bachelet. Este proyecto correspondería, más bien, a una indicación sustitutiva que el ejecutivo enviaría a la Cámara Baja, incluyendo importantes modificaciones a la naturaleza del anterior articulado. La verdad sobre esta indicación es relativa y, curiosamente, se convocó a diferentes consultas ciudadanas a nivel regional, todas ellas sin carácter vinculante y organizadas con una celeridad impresionante. La prisa de su realización y el mecanismo escogido nos hace pensar, sin más, en la forma con la cual se gestan instituciones de esta relevancia, piezas claves para la autoconciencia de nuestra cultura y su relación con la educación y el patrimonio.

[cita]La formalidad con la que este Ministerio ha afrontado su etapa embrionaria es compleja y el panorama constitucional dificulta las posibilidades de acción ciudadana, pero no las elimina del todo.[/cita]

En lo formal, deseo plantear una pregunta sobre la participación y la democracia implícita en este proceso legislativo y, por qué no, en otros similares. Es una situación desafortunada que nuestra Carta Fundamental, en torno a la regulación de la creación de la ley, estipule la exclusividad de la iniciativa presidencial en leyes cuya materia sea la creación de servicios públicos o cuya incidencia repercuta directamente en el presupuesto fiscal. El Presidente de la República, en tanto figura colegislativa de nuestro modelo, es el único que puede hacer suyo el inicio de un proyecto de ley que cree un Ministerio de Cultura, imposibilitando que mociones parlamentarias (más cercanas a la democracia representativa) tengan cabida en esta etapa. Por ello, el diseño del proyecto que actualmente se encuentra en el Parlamento y, por su lado, la indicación sustitutiva que hará ingreso pronto, gozan de una situación privilegiada de secretismo al interior del gabinete de turno, pensándose desde un comienzo bajo reglas heredades de nuestra dictadura cívico-militar. Consultas no vinculantes como las que ya he mencionado no son soluciones efectivas, toda vez que se realizan con poco tiempo, escasa programación y descuidados métodos en el levantamiento de propuestas ciudadanas.

La formalidad con la que este Ministerio ha afrontado su etapa embrionaria es compleja y el panorama constitucional dificulta las posibilidades de acción ciudadana, pero no las elimina del todo. Es así como colectivos ciudadanos de base han sabido articular propuestas serias, proponiéndose algo más que una simple marcha (o la presentación de reclamos a un Estado de oídos sordos), tomando protagonismo en la reparación de estos errores de forma. En el seno de esta contingencia, organizaciones vinculadas a la defensa del patrimonio dieron lugar a un Mesa Ciudadana del Patrimonio, la cual logró configurar un texto legal alternativo con el apoyo de la diputación de Giorgio Jackson y Maya Fernández –esta última, parte de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados-. El carácter alternativo de este texto emana de una naturaleza paradojal. En sí, la creencia de que las leyes brotan exclusivamente de un Parlamento –en tanto “signo” de cierto tipo de democracia- parece no ser funcional a la realidad chilena y se plantea, más bien, como una clausura política de compleja comprensión para la sociedad. El hecho de que organizaciones ciudadanas se hagan cargo, de manera propositiva, en la redacción de un proyecto de ley es, por lejos, una novedad difícil de gestionar y, mucho menos, de llevar a buen puerto. Sin embargo, este modo de formulación es una alternativa democrática válida, interesante y que nos otorga una enseñanza: un signo de otra manera de participación ciudadana, alejada de la suciedad propia de las campañas publicitarias y los escándalos por los sueldos vergonzosamente elevados de nuestros congresistas.

Ahora bien, en lo material aparecen los aspectos más relevantes de todo este proceso. Es imposible dar sentido coherente a una noción de cultura y patrimonio sin adquirir conciencia previa de su carácter colectivo: cultura son las comunidades, patrimonio es la memoria, y la sociedad toda es la carne que sustenta una institucionalidad. Si bien la consideración de Ministerio dota de “peso político” al tema cultural y patrimonial, es necesario discutir la ideología subyacente en los anteriores proyectos de ley y, especialmente, sopesar las delicadas vinculaciones entre éste y otros servicios. Así, asumir lecturas restrictivas de todos sus conceptos genera sólo institucionalidades cojas y mediocres, que suelen no hacerse cargo de los aportes que UNESCO ha elaborado en la reflexión de estos elementos. Comprensiones economicistas de la cultura –referidas a bienes de consumo cultural y enfocado prioritariamente en el desarrollo de una suerte de “industria”– producen un desenfoque en la raíz de la idea, a saber, que el patrimonio y la cultura yacen en la participación. Por ende, un Ministerio como tal no debe enceguecerse por mecanismos ligados al espectáculo o a la entrega pedagógica de las artes (casi como contenido cultural “premium”), sino asumir la responsabilidad de generar medios de participación vinculantes y deliberativos: Chile no necesita importar enormes producciones extranjeras, sino entregarle voz a que la propia comunidad misma se autoposicione.

La intervención de la Mesa Ciudadana del Patrimonio en la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados (pasado 8 de mayo) sintetizó no sólo esta tesis, sino también la necesidad de pensar una orgánica flexible y especializada. Es evidente que el nuevo Ministerio intentará asociar tres anclajes clave (cultura, artes y patrimonio), pero la vía para dicha asociación se ha entendido en su sentido más simple: aglomerar los servicios ya existentes y ubicar a un jefe de servicio sobre cada uno de ellos, como un bloque. Con esto se pretende dar acogida a instituciones ya asentadas, pero sin reconocer las delicadas aristas que sus funciones presentan. Un ejemplo claro de esto es la posición que presenta actualmente la Secretaría Ejecutiva del Consejo Nacional de Monumentos (CNM), creada como una glosa presupuestaria al interior de la DIBAM, cuyo financiamiento es radicalmente desproporcionado en comparación a la serie de responsabilidades que presenta (entre las que se encuentra fiscalizar la protecciones de una enorme cantidad inmuebles patrimoniales a lo largo del país). Curiosamente, dicha Secretaría Ejecutiva debería, razonablemente, tener potestades sobre las Bibliotecas, Archivos y Museos chilenos, toda vez que dichos establecimientos también “resguardan” patrimonio; sin embargo, su anómala posición y nula estructuración orgánica la transforma en una Secretaría extravagante y, sin más, claramente mutilada. Sabemos, desde luego, que las dificultades que presentan los organismos fiscalizadores de salvaguarda del patrimonio no son coincidencias: son estos servicios los principales contendientes al abrazador crecimiento de industrias inmobiliarias y grupos económicos concentrados en aumentar los metros cuadrados de centros comerciales, sin importar el componente patrimonial vulnerado. Si ni a estos particulares les interesa dicha salvaguarda, el hecho de que el Estado no presente avances serios en su defensa se traduce en una situación impresentable.

Por otro lado, la especialización del desarrollo de estas expresiones es fundamental. Configurar una institucionalidad en cuya jerarquía se comprenden instancias homogéneas a los conceptos de cultura y patrimonio, genera políticas públicas más bien desdibujadas. En este sentido, las propuestas hechas para construir la orgánica del Ministerio han considerado la creación de un solo Consejo Nacional de la Cultura y el Patrimonio, compuesto por una mixtura de actores vinculados a estas materias y con una importante cantidad de votos políticos –por el gran número de ministros y representantes de ministros–. Con ello, el Consejo Nacional y los Consejos Regionales se formarían como instancias colectivas sin especialización, de las cuales surgirían políticas públicas peligrosamente ambiguas. Si bien la cultura y el patrimonio son conceptos que muchas veces se superponen, el nacimiento de esta nueva institucionalidad debe ser ingeniosa en no simplificar esta relación y, de hecho, promover el desarrollo de sus diferencias positivas; esto es, enfocar su crecimiento sin confusiones y con políticas públicas culturales, por un lado, y políticas públicas patrimoniales, por el otro.

La distinción planteada es una pregunta de extenso resultado, y que no sólo sirve para pensar la orgánica de los diferentes estamentos que configuran el Ministerio, sino también de la composición de los Consejos antes mencionados. En este sentido, las propuestas ciudadanas han apuntado a insistir en la coherencia participativa del Ministerio, defendiendo la integración amplia de los Consejos y su composición técnica: invitar a grupos intermedios y gremios de organizaciones culturales y patrimoniales a conformar estos Consejos, es un modelo interesante y democrático. La integración que ya presenta el Consejo Nacional de Monumentos (desde hace casi un siglo) es, precisamente, la de un organismo amplio, colegiado, técnico y gremial, en donde confluyen las opiniones de expertos académicos, representantes del mundo político y organizaciones sindicales vinculadas. Es este preciso modelo el que puede ser recogido para el nuevo Ministerio, pero que para el cual se hace necesaria una concientización previa de los objetivos del mismo: la participación ciudadana y la forma democrática de generación de cultura y patrimonio deben ser, desde ahora a futuro, la meta de Chile.

La presidenta Michelle Bachelet ya ha incumplido su promesa de campaña y en su discurso del 21 de mayo, presentó una excusa relacionada a la revisión del convenio OIT 169 (consulta obligatoria de pueblos originarios). Aquello representa un factor positivo, ya que no existe urgencia o prisa en intentar presentar proyectos de ley concebidos en plazos irrealmente breves. Sin embargo, el componente ciudadano en este debate ha dado luces de múltiples puntos que habían sido omitidos, ratificando aún más que, como es de esperar, la política es cosa de la comunidad. A la espera del ingreso de la indicación sustitutiva en el Parlamento, este debate debe ser observado con cuidado y, sin lugar a dudas, reconociendo la importancia del mismo. Mal que mal, el desarrollo de Chile no se logra con mero crecimiento económico vacío, sino gracias a la generación de instancias participativas como la puesta en jaque.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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