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¿Sujetos sociales? La discriminación de los niños y niñas en los procesos de selección escolar

Pamela Soto
Por : Pamela Soto Profesora Universidad Diego portales Psicóloga Clínica Terapeuta Familiar y de Parejas Magíster en derecho de infancia, adolescencia y familias.
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Tomo las palabras de Leslie Nicholls, autora de la columna, y me sumo al deseo de que mi hija “pueda jugar, compartir, aprender, amar y empatizar con todos y todas”, incluso con su hija, si alguna vez tiene la ocasión. También desearía que mi hija pudiera tener una visión de mundo más compleja, en la que lo social no estuviera divorciado de lo individual, en la que se considerara la intersubjetividad y la convivencia en la diversidad, como espacios de desarrollo, crecimiento y enriquecimiento de nuestra sociedad y de la propia identidad. Tomo las palabras de Leslie y creo que sería bueno que las autoridades también tomaran las palabras de una sociedad que pide –una y otra vez– ser oída e incluida.


Hace uno días leí, lamentablemente sin asombro, la columna de una madre que relataba el difícil proceso de encontrar un colegio para su hija de cuatro años. Esa larga búsqueda, a propósito de niños, me remite a la imagen de un cuento en el que la protagonista busca un tesoro –o en su defecto una fuente de deseos– que puede cambiarle la vida. Es decir, busca algo escondido, que no está a la mano, que implica una travesía y varios desafíos. Pero esto no es más que una primera imagen, ya que en la medida que la autora de la columna avanza en su relato, su búsqueda empieza a parecerse más a una competencia desigual en la que el trofeo es obtener para su hija la tan preciada educación de calidad.

No me asombra que ella –ante el frágil escenario de la educación pública, la develación de sus múltiples carencias y la dificultad para enfrentar un debate social amplio acerca del modelo que como país queremos de educación– busque en los colegios privados el bendito trofeo. Pero, entonces, se debe enfrentar a los desafíos de la tarea: ingresar a la competencia, pagar sus costos, intentar armarse para poder vencer a sus contrincantes (otros niños, niñas, padres y madres), dimensionar el peso específico que tienen ella y su hija como sujetos en esta sociedad, para terminar descubriendo, en medio de la reyerta, que sus condiciones de partida son desiguales. Que es, como muchas aspectos de la vida hoy, una competencia que debe enfrentar sola.

[cita] Tomo las palabras de Leslie Nicholls, autora de la columna, y me sumo al deseo de que mi hija “pueda jugar, compartir, aprender, amar y empatizar con todos y todas”, incluso con su hija, si alguna vez tiene la ocasión. También desearía que mi hija pudiera tener una visión de mundo más compleja, en la que lo social no estuviera divorciado de lo individual, en la que se considerara la intersubjetividad y la convivencia en la diversidad, como espacios de desarrollo, crecimiento y enriquecimiento de nuestra sociedad y de la propia identidad. Tomo las palabras de Leslie y creo que sería bueno que las autoridades también tomaran las palabras de una sociedad que pide –una y otra vez– ser oída e incluida. [/cita]

A veces me estremece mi incapacidad de asombrarme frente a esta realidad y con esto no quiero decir que no me indigne, pero cuando esta mujer tan parecida a otras mujeres –tan parecida a mí– relata lo que le parece un acto de discriminación inicial, en las pruebas de selección de niños que recién empiezan su vida social fuera del hogar, la verdad, no me asombra. La madre cita la Convención de los Derechos del Niño, ese instrumento internacional de derechos humanos que fue firmado y ratificado hace más de dos décadas por nuestro país. Lo que dice respecto a la vulneración de derechos es cierto. Los niños no pueden ser discriminados ni por condiciones propias ni por las condiciones de sus padres. Los niños tienen derecho a la educación. No obstante, en nuestro país esa discriminación es una conducta reiterativa y no sólo en el ingreso al sistema educativo, sino que se mantiene a través de los años, siendo los niños quienes reciben los efectos de las condiciones de sus padres. Seguramente cada uno de los que lea esto tendrá un buen ejemplo a la mano. Quizás lo peor de todo es pensar que estamos en presencia de un sistema educacional altamente segregado, donde la fragmentación social se hace carne y en definitiva reproduce la desigualdad e inequidad que permite y favorece a su vez la discriminación.

Pero hay algo más. Algo que quizás no asociamos con tanta claridad, o que no es tan visible para nuestra sociedad: ese derecho a la educación que reclama la madre o el principio de no discriminación que consagra la Convención Internacional de los derechos del niño son, a estas alturas, entelequias, discursos, palabras. Porque la cruda realidad, es que en Chile no existe una Ley de Protección Integral a la Infancia que les dé claramente –desde la normativa interna– el estatus de sujetos de derechos a los niños y niñas. No ha habido una voluntad del Estado de legislar en esta materia. Por lo tanto, esta madre puede hacerse escuchar a través de este medio de comunicación, puede buscar otros lugares donde expresarse, pero no existen puertas a las que tocar para hacer efectivo un enfoque de derechos que permita actuar ante las vulneraciones o hacer operativa la protección de éstos, desde una mirada integral que considere su interdependencia. Esto es grave.

Tomo las palabras de Leslie Nicholls, autora de la columna, y me sumo al deseo de que mi hija “pueda jugar, compartir, aprender, amar y empatizar con todos y todas”, incluso con su hija, si alguna vez tiene la ocasión. También desearía que mi hija pudiera tener una visión de mundo más compleja, en la que lo social no estuviera divorciado de lo individual, en la que se considerara la intersubjetividad y la convivencia en la diversidad, como espacios de desarrollo, crecimiento y enriquecimiento de nuestra sociedad y de la propia identidad. Tomo las palabras de Leslie y creo que sería bueno que las autoridades también tomaran las palabras de una sociedad que pide –una y otra vez– ser oída e incluida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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