Publicidad
La crisis intelectual de la derecha en sus libros II: “El regreso del modelo”, de Luis Larraín Opinión

La crisis intelectual de la derecha en sus libros II: “El regreso del modelo”, de Luis Larraín

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
Ver Más

Uno de los principales responsables en la predominancia del discurso de Guerra Fría en la derecha y de la crisis intelectual de ese sector es el instituto “Libertad y Desarrollo”. Se trata de una organización fundada en 1990 por ex ministros del régimen militar, la cual desde entonces ha mantenido –al interior de la derecha– una influyente línea de defensa de aquel relato.


La derecha –hemos visto– se halla en una crisis intelectual. Carece de un discurso capaz de darle orientación y sentido a la época presente. En cambio, se ha quedado con el sencillo relato de la época de la Guerra Fría, que combina subsidiariedad negativa, libertades económicas que favorecen la expansión del oligopolio y democracia aún protegida con un sistema electoral binominal. Ese relato difícilmente puede servir para comprender iluminadoramente la situación actual y, en consecuencia, produce una pérdida persistente de legitimidad en ese sector. Mientras no se tome consciencia de la necesidad de un cambio profundo en la derecha, que signifique contar con un pensamiento mucho más sofisticado y pertinente que el actual, más abierto a la realidad y con mayor densidad teórica, ella no recuperará su capacidad de influencia efectiva en la discusión políticamente más de fondo.

Uno de los principales responsables en la predominancia del discurso de Guerra Fría en la derecha y de la crisis intelectual de ese sector es el instituto “Libertad y Desarrollo”. Se trata de una organización fundada en 1990 por ex ministros del régimen militar, la cual desde entonces ha mantenido –al interior de la derecha– una influyente línea de defensa de aquel relato. Esta circunstancia vuelve relevante atender a El regreso del modelo, el segundo libro que comentaré en esta serie de columnas, texto en el cual el director ejecutivo de esa entidad, Luis Larraín, ingeniero comercial y ex ministro de ODEPLAN, habla de la crisis del país y de la derecha de hoy. Si lo que se necesita es actualizar el discurso de ese sector político, una tarea recomendable es revisar el pensamiento de aquellos que representan la versión más ortodoxa del relato que viene acusando obsolescencia.

El regreso del modelo pone en duda la tesis de que el particular sistema económico y político chileno se encuentra amenazado. Larraín interpreta las expresiones de malestar incluso contra las intenciones de los propios manifestantes. Hace un breve juego de palabras para formular esta lectura: “No es que no quieran más modelo, quieren más del modelo” (p. 60). Esta afirmación de Larraín contiene, empero, un equívoco. Aceptemos su ingeniosa frase. Los ciudadanos no quieren directamente botar el modelo, sino primariamente más de él, exigen más porque quieren que el modelo les dé más. “El modelo” aquí aparece como el conjunto de dispositivos e instituciones ante los cuales se dirigen los ciudadanos. “Querer más del modelo” alude simplemente a que las personas se dirigen a ese conjunto de instituciones y dispositivos como la cara visible, la ventanilla ante la cual reclamar.

[cita]En El regreso del modelo nos hallamos ante un libro que carece de las herramientas conceptuales suficientes como para comprender diferenciadamente la realidad social y política, y dar una respuesta adecuada al problema de falta de discurso ante el que se encuentra la derecha chilena. No es allí que se encontrará el pensamiento que podrá contribuir a la superación de la crisis en la que el sector está sumido. La propuesta del libro termina siendo poco más que la insistencia en el discurso de Guerra Fría.[/cita]

El modelo está bajo exigencia. Entonces se abren dos caminos: o bien el modelo efectivamente logra satisfacer las exigencias o no lo logra. En este segundo caso, esa falta de satisfacción puede deberse a que el modelo sea estructuralmente incapaz de dar más de sí. Es lo que parece estar ocurriendo: el oligopolio económico, la oligarquía política, vale decir, la concentración excesiva del poder en la capital y en ciertos grupos, no son las maneras institucionalmente adecuadas para satisfacer el clamor de ciudadanos que exigen participación, inclusión, integración, autenticidad. Entonces, lo que Larraín describe como “querer más del modelo” puede ser fácilmente el primer paso para “no querer más el modelo”. Probablemente haya que indicar aquí que reconocer esta posibilidad no significa tener que convertirse en un socialista, sino sólo asumir una crítica –que también puede ser de derecha– a las particularísimas condiciones según las cuales se organiza el poder político, económico y social en Chile.

La comprensión que Larraín posee, en general, de la realidad social y política es confusa. Esta confusión se evidencia de diversas maneras. Por ejemplo, según él, habría que hacerle caso a la sociedad cuando ella va al mall (pp. 59-60), pero esa misma sociedad debe ser desoída cuando ella critica el modelo (p. 48). Larraín no justifica esta inconsistente atención a las preferencias de la sociedad en uno y otro caso. La justificación sólo podría apoyarse en algún saber acerca de lo justo o lo correcto. Pero entonces cabe preguntarse por el incierto saber al que acude Larraín para percatarse de que cuando la sociedad critica el peculiar modelo económico y político chileno ella está equivocada y en cambio se halla en lo cierto y no es criticable por inauténtica cuando su tiempo libre sólo puede o quiere dedicarlo al mall.

Además, Larraín pretende contribuir a la elucidación del fenómeno social y el malestar mediante un concepto que introduce, el de “desintermediación” (p. 74). Señala que en las sociedades como la nuestra, democráticas y con economías de mercado, la “interlocución entre los ciudadanos y el poder” se realiza al modo de una “intermediación” (p. 74). No define este concepto, sino que simplemente lo ejemplifica. Si “en el caso de la política” “intermediarios” son los “partidos políticos y los parlamentarios”, en el “ámbito de la información” lo son “los medios de comunicación”, en el “campo del acceso a bienes y servicios de consumo” los intermediarios son las “empresas”, “también en el ámbito económico, el dinero es un medio de intermediación” (pp. 74-75). El diagnóstico de Larraín es el siguiente: “… hoy día todos esos espacios de intermediación, antes incuestionados, están desafiados” (p. 75).

Tal diagnóstico, sin embargo, confunde y reduce. Larraín pone bajo un mismo concepto aspectos de la vida y formas de interacción tan disímiles como el Estado y el mercado, la política y la economía. Mucho saber ha de haberse perdido, para que se pueda confundir tan sencillamente, como hace Larraín, a la representación política con la intermediación económica o del dinero. Probablemente él no atendió al Balance patriótico, de Vicente Huidobro, cuando escribe (citando a Abílio Guerra Junqueiro): “Una nación no es una tienda”, cuando advierte: “… de la mera comunión de vientres no resulta una patria, resulta una piara”, cuando previene: “… socios no es lo mismo que ciudadanos”. Si en las relaciones económicas se trata fundamentalmente de una lógica de la conveniencia, la lógica política –y la representación y la legitimidad específicamente política– trasciende claramente esos límites, de tal suerte que en ciertas ocasiones resulta políticamente pleno de sentido adoptar decisiones que –como destinar dinero a los inútiles (enfermos, poetas, filósofos, científicos, privados de alguna extremidad o sentido), disponerse a una guerra defensiva o acudir en ayuda de una nación en desgracia– vistas desde un punto de vista económico-utilitario son irracionales. Por eso los gobernantes pueden, bajo determinadas circunstancias, exigir legítimamente obediencia –incondicionada– de sus súbditos, algo que en el campo estrictamente económico luce absurdo.

La comprensión política de Larraín se revela como confusa también cuando pretende vincular en su libro al “socialismo” con los “Estados de Bienestar” (p. 89).

Quizás quepa mencionar aquí el caso de Alemania, paradigma del Estado de Bienestar, lejana –mucho más lejana que nosotros– del socialismo. Su izquierda más influyente es una versión muy sensata de la socialdemocracia, su derecha es plural, madura, con una larga tradición no sólo de presencia en los sindicatos y el mundo social, sino de pensadores y centros de estudio en los que hay investigadores profesionales, con producción y talante académicos, y que gobierna. Larraín declara como verdad que “los incentivos presentes en los Estados de Bienestar llevan a la quiebra de éstos” (p. 89). Esta afirmación, que podría eventualmente aplicar para los Estados del sur de Europa, no vale para las principales economías, que han salido fortalecidas de la crisis y están muy por arriba de nosotros en términos de protección social y solidaridad nacional. Por insistir en Alemania, su economía progresa, pese a las inmensas cargas que ha debido soportar: una reconstrucción probablemente comparable sólo a la de Japón tras la Segunda Guerra Mundial, la unificación con los restos de una nación empobrecida por cuatro décadas de socialismo (esta vez de verdad) y esa misma guerra, la fuerte disminución de la natalidad y una inmigración muy superior a la que podríamos asumir en Chile, en fin, los efectos de la última crisis económica mundial, la cual, hasta donde alcanzamos a saber, no se debió al exceso de controles en la economía.

En El regreso del modelo nos hallamos ante un libro que carece de las herramientas conceptuales suficientes como para comprender diferenciadamente la realidad social y política, y dar una respuesta adecuada al problema de falta de discurso ante el que se encuentra la derecha chilena. No es allí que se encontrará el pensamiento que podrá contribuir a la superación de la crisis en la que el sector está sumido. La propuesta del libro termina siendo poco más que la insistencia en el discurso de Guerra Fría.

Lo que le falta a la derecha es capacidad de comprender políticamente la difícil situación y para eso se requiere no sólo abrirse a la realidad de manera diferenciada (distinguiendo, por ejemplo, política y economía, socialismo y Estado de Bienestar, autenticidad y enajenación), sino además acudir al pensamiento o la teoría política. Larraín, en cambio, se inclina a reducirlo todo a la economía, como lo revelan sus invocaciones ya mencionadas, al confuso concepto de “desintermediación” o su connivencia con el mall o su confusa visión del socialismo. Y omite, como si no hubiera existido, cualquier alusión a la teoría política –antigua, moderna o contemporánea– más significativa. Al leer el libro comentado, da la impresión de que para Larraín la política consiste en evitar la política y simplemente garantizarle libre campo a la economía, a sus reduccionismos; en definitiva, al predominio de los económicamente más poderosos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias