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EL milagro de Túnez

Fernando Mires
Por : Fernando Mires Historiador. Profesor de Política Internacional y Teoría Política en la Universidad de Oldenburg, Alemania.
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Tanto creyentes como constitucionalistas han entendido que los unos no pueden prescindir de los otros en el espacio compartido de una nación común. En ese sentido el milagro de Túnez no solo puede servir de lección a los países islámicos. Quizás también a determinados países occidentales en los cuales algunos gobernantes imaginan que, por el hecho de estar enchufados en el poder, todo les está permitido.


La elección del Domingo 26 fue estrechísima. Hasta el Jueves 30 de octubre no se sabían los resultados. Al fin llegó la noticia: el partido islámico Ennahda reconoció su derrota. El ganador es el partido (más bien, un frente) laico, Nida Tounes (El llamado por Túnez).

La mayoría de los periódicos de Occidente anunciaron el triunfo de los laicos como si estos hubiesen asestado un golpe mortal al islamismo más radical, lo que no es cierto, pues leyendo con más detenimiento la noticia, es fácil concluir en que el resultado de las elecciones no es lo más importante.

Lo importante fue que hubo elecciones. Más importante fue que las elecciones transcurrieron de un modo ordenado, sin luchas callejeras, sin Kalachnikovs ni motorizados y, por si fuera poco, con una altísima participación ciudadana. Y todavía más importante fue que nadie desconoció la competencia e imparcialidad de los tribunales electorales, formados por gente idónea y con el acuerdo de ambas partes. Y, por último, también fue importante el hecho de que, habiendo tomado noticia de su derrota, los dirigentes del partido Ennahda no solo la reconocieron sino, además, felicitaron gentilmente a los vencedores. Ya quisieran algunos países occidentales tener esa cultura política.

Túnez, todos lo dicen, fue el primer eslabón de la cadena de revoluciones a la que los periodistas, para vender mejor, calificaron erróneamente como la Primavera Árabe. Hoy la revolución democrática y popular tunecina ha sido ratificada en las urnas. En Túnez ha tenido lugar la primera, pero no seguramente la última revolución democrática del mundo árabe. Porque las otras no terminaron. Han sido solo interrumpidas.

Ayer, por la vía de las demostraciones multitudinarias; hoy, por la vía de las elecciones, la sublevación tunecina ha dado sus primeros frutos. Incluso, si el partido vencedor hubiese sido el confesional Ennahda, la evaluación no habría sido diferente, pues en cierto modo Ennahda comparte con sus rivales el mérito de encaminar a Túnez por la vía democrática.

Por de pronto, Ennahda fue copartícipe junto a los dirigentes de Nida Tounes en la dictación de una Constitución en la cual queda claramente establecida la separación entre las competencias civiles y las religiosas. Eso permitirá a Ennahda situarse con credenciales democráticas en la disputa por el poder desde la oposición. En Túnez ha nacido así un orden político constitucional y democrático. La alternancia y la rotación del poder ya son hechos consolidados. Si eso no es una revolución, nadie sabe lo que es una revolución.

En Túnez, además, han sido desmentidos todos los que afirman que los pueblos árabes no están preparados todavía para el ejercicio de la democracia. Dentro de esa tendencia no han faltado ignorantes que, dándoselas de expertos, aseguran que mientras no aparezca una reforma religiosa como la que tuvo lugar en Europa, los países islámicos no accederán a la vida democrática. Lamentables opiniones que confunden dos hechos muy distintos: la secularización y la reforma religiosa.

Para que haya una reforma religiosa se requiere en primer lugar de un poder central. Pero en el espacio sunita, el de la confesión mayoritaria del mundo islámico, no existe nada parecido a un Papado (¿contra quién va a ser hecha la Reforma?) En segundo lugar, se requiere de una reinterpretación de los textos sagrados, hecho que en Europa solo fue posible porque Lutero tradujo la Biblia del griego al alemán. El Corán en cambio no puede ser traducido al árabe porque ya está escrito en árabe.

En los países islámicos no habrá reforma religiosa, pero sí puede existir, y de hecho existe en diversos países, una separación entre las competencias civiles y las religiosas. Hasta el más fanático defensor de la Sharía sabe, por ejemplo, que en el Corán no va a encontrar ninguna palabra que sirva para regular el tráfico automovilístico. De tal manera, una secularización sin reforma religiosa es perfectamente posible. En el mundo judío, es otro ejemplo, no ha habido una reforma religiosa, lo que no impide que Israel sea regido por una constitución civil. En clave de síntesis: la reforma religiosa es un hecho teológico; la secularización, o separación del poder civil con respecto al religioso, es un hecho institucional y constitucional.

Por otra parte, si bien la secularización puede ser condición para la democracia, no lleva de por sí a la democracia. No debemos olvidar que durante el nazismo existió una estricta separación entre las confesiones católicas y protestantes con respecto al Estado. Luego, la democracia, esa es la idea, no surge de una reforma religiosa, y solo en parte de una secularización. La democracia surge más bien del convencimiento profundo de los actores políticos de un país, quienes, para dirimir sus divergencias, por más agudas que estas sean, acuerdan habitar un espacio común, institucional y legalmente regulado. Como hoy en Túnez.

“Hay que hacer todo lo que las leyes prescriben, pero no todo lo que las leyes permiten”, escribió Immanuel Kant. Con eso el gran filósofo reconocía la importancia política de una moral que existe, no por sobre las leyes, pero sí más allá de las leyes. Esa moral ha sido,de un modo u otro, institucionalizada por todas las religiones del mundo. Después de Kant ya sabemos que el problema es aún más serio: ¿hay que obedecer a leyes inmorales como las que fueron dictadas bajo los sistemas totalitarios del siglo XX, solo porque forman parte de una Constitución civil?

El convencimiento de que detrás del poder legal no hay ningún otro poder ha servido para legitimar a las más espantosas dictaduras. Lo mismo ha ocurrido en países en donde solo priman leyes religiosas que desconocen a las civiles. Luego, ni el imperio de la ley religiosa ni el imperio de la ley civil garantizan de por sí la vida democrática. Solo la coexistencia pacífica entre ambas leyes crea algunas necesarias condiciones.

Eso es lo que está sucediendo en Túnez. Tanto creyentes como constitucionalistas han entendido que los unos no pueden prescindir de los otros en el espacio compartido de una nación común. En ese sentido el milagro de Túnez no solo puede servir de lección a los países islámicos. Quizás también a determinados países occidentales en los cuales algunos gobernantes imaginan que, por el hecho de estar enchufados en el poder, todo les está permitido.

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