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La tesis equivocada para una reforma educacional

Agustín Barroilhet
Por : Agustín Barroilhet Profesor Asistente Facultad de Derecho Universidad de Chile, Candidato a Doctor Universidad de Georgetown
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El problema de esta solución es que los gobernantes jamás querrán financiar la gestión privada de la educación pública sin pedir nada a cambio, pues perderían la influencia política y económica sobre miles de funcionarios y sus familias y control de contenidos a cambio de nada.


Se ha impuesto en un sector amplio de la izquierda chilena la siguiente tesis:

“La desigualdad es el resultado de la falta de oportunidades; la falta de oportunidades es consecuencia de una mala calidad de la educación; la mala calidad de la educación es el resultado de la segregación escolar; y la segregación,  fundamentalmente del mercado. Éste reserva los mejores recursos educativos para los ricos y atrapa a los estudiantes de familias sin recursos en instituciones públicas de mala calidad. En palabras de Fernando Atria, es un sistema que permite a los ricos ‘usar toda su riqueza de manera de garantizar que la situación de la que gozan hoy podrá ser traspasada a sus hijos’. Por ello, para disminuir la desigualdad, Chile debe optar por una educación pública ‘gratuita y de calidad’, donde las familias puedan elegir sin importar su condición socioeconómica, y donde los recursos educativos y los estudiantes sean distribuidos con mayor equidad”.

Sin embargo, todos los anuncios y proyectos de ley que tratan de implementar esta tesis producen incertidumbre y rechazo. La pregunta es si ello se debe a problemas de implementación (o al orden de los factores, como dice Mario Waissbluth) o si la tesis misma tiene contradicciones no resueltas que se hacen evidentes cuando se las contrasta con lo que parece querer la mayoría de la izquierda. Mi creencia es que se trata de ambas cosas y el objeto de esta columna es demostrarlo examinando cada uno de sus componentes. Vaya el descargo de responsabilidad: no reclamo autoría sobre ninguna de estas ideas. Mi esfuerzo consiste simplemente en reunirlas en esta columna.

Primero: sólo existen “oportunidades” donde los resultados pueden ser desiguales. Por tanto, el reclamo por falta de oportunidades debe ser interpretado como un reclamo contra una desigualdad excesiva o contra una desigualdad injusta.

Si no existieran privilegios no existirían oportunidades. Todos los caminos serían iguales, toda la costa sería puerto. Por ello el reclamo por falta de oportunidades sólo tiene sentido cuando se acepta que en la práctica pueden existir privilegios o resultados desiguales. Aceptado esto, el reclamo por falta de oportunidades puede reinterpretarse de una de dos formas, como un reclamo por la escasez de privilegiados o contra las escasas probabilidades de ser privilegiado o, alternativamente, contra el criterio que determina quién es privilegiado. En concreto, en un país donde domina la riqueza y los ricos son los privilegiados, quien reclama por “falta de oportunidades” reclama porque cree que la riqueza está muy concentrada o porque cree que tiene pocas posibilidades de ser rico, o porque cree que los privilegios deberían repartirse siguiendo un criterio más justo que la riqueza.

Clarificada esta aparente contradicción es más fácil entender lo que un sector amplio de la izquierda busca con el reclamo por “falta de oportunidades”. Este sector cree que en Chile hay muy pocos ricos y que ello les da pocas probabilidades de ser ricos o, alternativamente, que la riqueza como mecanismo para asignar privilegios debería ser reemplazada por otro criterio más justo. Criterios que han aparecido en el debate son la meritocracia, donde ganan los más talentosos y los más interesados, la militancia política, donde ganan los más leales al grupo político que se imponga, y la suerte, donde ganan los más afortunados.

Segundo: apostar por mejoras en la educación como mecanismo para disminuir la desigualdad implica una apuesta por la meritocracia aunque ésta implique nuevas desigualdades.

Quien busca disminuir la desigualdad a través de la educación cree simultáneamente que la educación de calidad puede aumentar la cantidad de privilegiados y que el interés y el talento son criterios más justos que la riqueza para asignar el privilegio. Detrás de esta creencia está la convicción de que el interés y el talento están mejor distribuidos que la riqueza, que dependen del esfuerzo, y que no pueden heredarse, por tanto, no se concentran. Quienes apuestan por la educación apuestan por la meritocracia como alternativa a la riqueza para aumentar (y redistribuir) los espacios de privilegio.

[cita] El problema de esta solución es que los gobernantes jamás querrán financiar la gestión privada de la educación pública sin pedir nada a cambio, pues perderían la influencia política y económica sobre miles de funcionarios y sus familias y control de contenidos a cambio de nada.  [/cita]

Sin embargo, reconocer el interés y el talento implica reconocer, por oposición, el desinterés y la falta de talento ­­–en una palabra, el desmérito–, lo que implica al final del día selección y nuevas formas de desigualdad. Ante esta desigualdad la tesis no tiene posición y la izquierda se divide.

La mayoría parece querer lidiar con el problema de la desigualdad meritocrática, favoreciendo soluciones pragmáticas que intervengan temprano y que retarden la separación entre mérito y desmérito. Con ello buscan disminuir la importancia del capital cultural heredado, facilitando una meritocracia real en que los hijos de privilegiados no tengan ventajas excesivas.

Sin embargo, existe dentro de la izquierda una minoría ideológicamente más pura que no cree en la meritocracia. Para esta minoría las diferencias en interés y talento son el resultado de desigualdades materiales que tienen su raíz en injusticias del pasado que continuarían perpetuándose. Una madre más esforzada, una casa con más disciplina, la disponibilidad de libros, son para esta minoría circunstancias materiales que inciden en el resultado y que convierten la meritocracia en un mecanismo injusto. En su lógica, primero viene la igualdad material, y luego la meritocracia, siempre que no contraríe o desestabilice el proyecto igualitarista. Por ello premiarán la militancia y la lealtad por sobre la meritocracia y negarán la meritocracia que no comulgue con el proyecto político.

El uso instrumental de la educación que hace esta minoría –que promueve la educación para negar la meritocracia– sirve por oposición para clarificar lo que quiere la mayoría de la izquierda. Esta quiere una apuesta honesta por la educación que acepta la selección educativa como un mecanismo legítimo para determinar el mérito. Este mecanismo, por ser controlado por los educadores, es más objetivo y más pluralista que el mecanismo de la militancia que, amparándose en la supuesta superioridad moral de su proyecto político, premiará a sus adherentes sólo por el hecho de ser tales.

Tercero: si la calidad se mide por la riqueza futura, a lo que la mayoría de la izquierda aspira es a que no exista ningún establecimiento que condene a sus alumnos a la pobreza.

“Calidad” es un concepto esencialmente relativo. La educación de mala calidad se reconoce en presencia de la educación de buena calidad. El problema es que la tesis descrita postula que la educación de mala calidad no es aquella a la que le faltan recursos sino aquella que perpetúa la pobreza. Ello convierte a la riqueza futura en el parámetro para medir la calidad. Si un establecimiento genera mayoritariamente ricos, sería un establecimiento de buena calidad; si genera mayoritariamente pobres, sería de mala calidad.

Pero la relación entre la calidad así planteada y la riqueza no es fácil ni unidireccional. Y aun si la educación fuera el factor más determinante, los educadores siempre han declarado que la educación no debe estar orientada a la productividad y la competencia –ambos atributos importantes para hacerse rico en un sistema de mercado–. Aceptar la productividad y la competencia como criterios orientadores implicaría para los educadores abandonar la defensa de todos los valores que pueden premiarse a través de la meritocracia educativa.

¿Cómo compatibilizar entonces la demanda por “calidad”, ­como aparece formulada en la tesis, con una educación crítica que reconozca el mérito aunque no sea conducente a la riqueza?

La solución, creo, debiera ser dejando las opciones abiertas. Lo que la mayoría de la izquierda busca a este respecto es que todos los establecimientos den oportunidades reales a quien desee aspirar a la riqueza y que no exista ningún establecimiento que condene a todos sus alumnos a la pobreza.

Cuarto: lo que la mayoría de la izquierda busca con la desegregación es mejorar la educación y ampliar el número de privilegiados, no castigar a los privilegiados existentes o reemplazarlos por otros privilegiados.

La tesis descrita omite que la ventaja de los ricos en educación se produce por lo que la riqueza compra –compañeros, infraestructura y profesores–. El único de estos factores que mejora con la desegregación son los compañeros. La infraestructura y los profesores no cambian con la desegregación. La desegregación es un juego de suma cero donde la calidad no se incrementa más allá de la mejora que produzcan las nuevas combinaciones de compañeros. Y en el rebaraje habrá perdedores. Perderán todos los privilegiados que habrían optado por mejor infraestructura y mejores profesores de haber tenido la opción. La pregunta es ¿qué justifica esta pérdida?

Para la mayoría de la izquierda la pérdida es un mal menor y necesario para mejorar la educación. Es un mal menor porque los privilegiados tendrían “ventajas de cuna” y estarían mejor preparados para sufrir los efectos de la mala educación. Podrían, por ejemplo, compensar invirtiendo en educación después del colegio. Es un mal necesario porque la mejora de la educación requeriría de un acuerdo político y la única forma de convencer a los privilegiados de que acepten dicho acuerdo sería hacerlos sufrir en carne propia la posibilidad que alguno de sus hijos vaya a un establecimiento de mala calidad. De ahí la propuesta instrumental de usar tómbolas para asignar la mejor educación disponible en el intertanto.

Pero existe una minoría radical en la izquierda que justifica la pérdida de forma muy distinta. Ésta minoría sabe que en un sistema donde se impone el Estado no debe existir espacio para la inversión privada. Permitir inversión privada sería contradictorio con el objetivo de impedir que los ricos tengan una ventaja. Y permitirla, mantendría a la elite que estaría obstaculizando el proyecto igualitario que esta minoría quiere implementar. Para ellos la pérdida es necesaria para equilibrar una balanza que ha estado históricamente desequilibrada.

Ahora, en teoría, la posición de la mayoría y la minoría no es contradictoria. Los ricos necesariamente tienen que perder si se reemplaza la riqueza como mecanismo para asignar la educación de calidad disponible. El problema es que la posición transitoria de la minoría no es creíble. Ello, porque su lógica es la de movilización política y saben que la tesis moviliza porque muchos consideran injusto que la educación se distribuya conforme a la riqueza. Si la mala educación deja de ser un “problema de pobres” se hace comparativamente menos atractiva que otros problemas de pobres que podrían explotar. Para esta minoría sería inconsistente lograr la desegregación educacional reemplazando la riqueza para dejar que ésta siga dominando en salud, transporte o vivienda. Mientras exista desigualdad en cualquier ámbito que pueda producir movilización, esta minoría dejará la educación como está y seguirá levantando nuevas banderas que la acerquen políticamente a su proyecto igualitario.

El contraste entre la mayoría –que busca la meritocracia y quiere mejorar la educación de mala calidad– con la minoría –que prefiere la militancia y es indiferente a la mala educación bien distribuida– refleja el problema de la desegregación como mecanismo para mejorar la educación en el corto plazo. La desegregación forzada puede acabar con el problema de la mala educación instantáneamente sin construir un metro cuadrado de infraestructura o capacitar a un solo profesor. Y esto es algo que evidentemente la mayoría de la izquierda rechaza. Por ello, la reforma necesariamente debe empezar con la mejora de los peores establecimientos y terminar cuando la segregación –que es el síntoma de la enfermedad– desaparezca.

Quinto, lo que la mayoría busca en la “educación pública” es un sistema donde no importe la capacidad de pago, no un sistema estatal centralizado.

La tesis no define quién debiera gestionar y controlar la educación pública. Sólo señala que la educación pública debe ser gratuita. La gratuidad es el elemento que garantiza todas las virtudes. Permite a todas las familias estar en igual pie para exigir la calidad y la equidad que le falta al sistema. La educación es un derecho y sobre esto no hay controversias.

Sin embargo, la izquierda se divide entre quienes creen que la educación pública debe ser gestionada por el Estado y entre quienes creen que, mediando regulación, puede gestionarse privadamente o al menos descentralizadamente. Estos últimos presumen que regulando y erradicando el mercado pueden obtenerse los beneficios y la diversidad que mitigaría los problemas previsibles de la gestión estatal.

Aunque no estoy en condiciones de evaluar si esta última posición es realista y puede reemplazar en calidad y en cantidad la educación que hoy provee el mercado, creo que esto es más consistente con lo que quiere la mayoría de la izquierda. Ello, porque la calidad y la equidad en el largo plazo no dependen de que la educación sea un derecho sino de quién garantice ese derecho y cómo se controlen los establecimientos educacionales. Respecto a estos la gestión estatal tiene problemas de control inherentes a la política contingente que hacen atractivo mantener la gestión privada.

Primero, la gestión estatal, por ser responsiva a lo que quiere la mayoría sin distinguir entre quienes quieren menos o más, tenderá a otorgar calidad mediocre. Léase, si debe entregar el mismo nivel de calidad para todos, se limitará a mantener el nivel existente o a subirlo hasta que los que estén en condiciones de reclamar sean minoría. Pasado ese umbral, los gobernantes desviarán los recursos humanos y financieros hacia donde sea necesario mantener o formar otras mayorías. Con justa razón muchos de los que creen hoy recibir calidad sobre el promedio se sienten amenazados por las reformas.

Segundo, la gestión estatal siempre esconderá sus fracasos y exagerará sus éxitos especialmente donde no existan mecanismos para desafiar la verdad oficial. Ello, porque los gobernantes tienen la obligación de proveer el mismo derecho a todos y deben “mantener las apariencias” cuando fallan. Esto explica por qué en el papel todos los cartones son iguales aun cuando sabemos que algunos cuartos medios no alcanzan el nivel de séptimo básico. Esto también explica por qué la PSU y el Simce, a pesar de sus deficiencias, son constantes denuncias que incomodan a los gobernantes.

Tercero, la gestión estatal siempre amenazará a la educación con necesidades sociales más apremiantes. Nada puede estar definitivamente aislado de la política contingente en la gestión estatal. La educación financiada y controlada por el Estado no puede ser indiferente al hambre de los ciudadanos que no se benefician directamente de ella. No puede haber Ley Reservada del Cobre para la educación sin sufrir los mismos ataques que sufre ésta.

Resumiendo, la educación pública controlada, gestionada por el Estado llega en calidad hasta donde se acaba la presión política, tiene incentivos para mentir respecto de sus éxitos y fracasos, y no tiene independencia financiera respecto de otras necesidades gestionadas por el Estado. Todos estos son problemas inherentes a la gestión estatal que afectan el control de la educación pública y atentan contra lo que la mayoría busca.

Sexto, la “educación pública” que quiere la mayoría debe estar más cerca de las familias o, alternativamente, en competencia con la educación privada.

Existen esencialmente dos formas de atenuar los problemas anteriores. La primera es, a grandes rasgos, mantener la competencia de la educación privada. La existencia de competencia privada actúa de varias formas sobre la educación pública.

Primero, les da “voz” a las minorías que la política contingente normalmente excluiría. Estas sirven de referente para ir reformando la educación pública y adaptándola gradualmente a nuevas mayorías.

Segundo, sirve como un seguro contra la desinversión en el sistema público. Los gobernantes podrían perder la mayoría formada en torno a la educación si se hace evidente que muchas familias optan por una educación privada.

Tercero, la competencia privada permite la experimentación a menor escala. En un mundo de derechos garantizados y de manejo centralizado es muy difícil hacer las excepciones necesarias para la experimentación. Establecimientos privados con resultados exitosos podrían servir como laboratorios para futuras reformas a gran escala.

El problema es que la competencia privada tiene riesgo. Ante un escenario de desigualdad económica y un pobre desempeño de la educación pública, la educación privada reflejará capacidad de pago. Ello porque nadie es culpable individualmente del sistema y porque es moralmente correcto elegir lo mejor para los hijos si ello no perjudica directamente a nadie. Muchas personas de izquierda, incluso los más igualitaristas, tienen a sus hijos en las mejores instituciones privadas.

Idealmente la única forma de prevenir que la educación privada refleje riqueza es mejorando el sistema público de forma que no existan ventajas reales de comprar educación por fuera. Esto reafirma la necesidad de partir mejorando la educación pública. El problema es que la política contingente debe balancear los intereses de varias mayorías, presentes y previstas, y nunca podrá empatar la inversión de una minoría empecinada en hacer una diferencia. Esta es una objeción importante, pero no definitiva. Si se trata de calidad en términos de riqueza futura, a igualdad de docentes y de infraestructura mínima, que un colegio tenga o no canchas de polo, hace poca diferencia. Además, los ricos comprarán esa diferencia por fuera del sistema si los colegios dejan de ofrecerla.

La segunda alternativa es privatizar aspectos de la educación pública. La idea es alejar al Estado y a la política contingente del control de la educación para entregarles dicho control a las comunidades y a las familias. Se trata de abrir el espacio para que, manteniendo la gratuidad y cumpliendo los requisitos que el Estado imponga, las comunidades que se organicen puedan hacerse cargo de sus instituciones públicas sin tener que apelar al Presidente de la República para poder remover a un director o comprar libros.

El problema de esta solución es que los gobernantes jamás querrán financiar la gestión privada de la educación pública sin pedir nada a cambio, pues perderían la influencia política y económica sobre miles de funcionarios y sus familias y control de contenidos a cambio de nada. Si existe algo que comparten políticos y capitalistas es su conciencia de que dinero y poder son intercambiables. La discusión sobre educación se ha centrado en la concentración del dinero y ha descuidado la concentración del poder. Lo que la mayoría de la izquierda quiere es tener el financiamiento público y el control más directo posible de la educación de sus hijos –lejos de la política contingente que tantas veces ha demostrado que “igual cobra”, favoreciéndose a sí misma a costa de la calidad–.

Los seis puntos anteriores reflejan las contradicciones de la tesis con lo que parece querer la mayoría de la izquierda. Que estas reflejen posiciones que no obstaculizan que los ricos sigan “usando toda su riqueza de manera de garantizar que la situación de la que gozan hoy podrá ser traspasada a sus hijos” es problemático para los igualitaristas. Sin embargo, estoy seguro, no son objeciones para quienes se han enfocado de verdad en mejorar la educación de todos. Estos últimos siempre han sabido que una tesis que prometía igualdad instrumentalizando la educación, sin enfocarse realmente en ella, iba a ser un desastre como guía de una reforma.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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