Si bien esta propuesta avanza en la dirección correcta al enfocar con precisión el objeto que pretende modernizar, sigue siendo aún una propuesta insuficiente, por cuanto plantea importantes dilemas a resolver, tanto en términos de implementación curricular como de lectura del campo religioso actual.
Por razones de distinta procedencia, la pregunta concerniente al lugar de las religiones en la sociedad chilena ha sido reflotada con especial atención durante el último período. Eventos como el debate por el rol de las iglesias en la administración de establecimientos educacionales, la instalación de un pesebre, gestionado con recursos públicos, en La Moneda, o incluso las recientes intervenciones de actores que, aludiendo a un origen religioso de sus fundamentos, han pugnado en contra del avance en materia legislativa de proyectos como el AVP, han retornado a la palestra el debate por un tema que sobrevuela de manera dispersa a la opinión pública y que emerge principalmente en el marco de hitos de violencia o de confrontación.
En esta ocasión, me interesa discutir en particular una estructura que, por su constancia y por su tradicional estatuto en la práctica corriente, suele adquirir menor atención o manifiesta un grado de mayor naturalización, a saber: la enseñanza religiosa en Chile. En términos concretos, me referiré a la propuesta que, según informó este mismo medio, fue presentada por la Sociedad Atea a la ONAR (Oficina Nacional de Asuntos Religiosos), organismo dependiente del Ministerio Secretaría General de la Presidencia, con miras a la posibilidad de derogar el Decreto 924, por medio del cual se regula la enseñanza religiosa en el país, proponiendo asimismo la elaboración de un currículo de historia de las religiones que complementaría al actual, en mayor consonancia con el principio de laicidad del Estado.
Mi opinión es que si bien esta propuesta avanza en la dirección correcta al enfocar con precisión el objeto que pretende modernizar, sigue siendo aún una propuesta insuficiente, por cuanto plantea importantes dilemas a resolver, tanto en términos de implementación curricular como de lectura del campo religioso actual. Estas tensiones podrían incidir en contra del sentido de equidad que anima a la propuesta, toda vez que coadyuven a la creación de un nuevo escenario de privilegio parte de algunas opciones religiosas y generen un panorama de difícil gestión a nivel humano y disciplinar.
En términos generales, la propuesta de la Sociedad Atea, conforme a lo expresado en su sitio web, plantea el diseño de “un módulo que realizaría una revisión histórica de las principales religiones de las que se tiene conocimiento en la historia del ser humano, mostrando su contexto histórico y social y entregando a los alumnos las principales características de cada una de ellas. Asimismo, se debe enseñar las distintas variedades de la no creencia, como el agnosticismo, el escepticismo y el ateísmo. Este contenido deberá ser impartido por un profesor de historia a los estudiantes de básica y media, que garantice neutralidad e imparcialidad al momento de enseñar esta materia”. Como analizaré en breve, se describe aquí tanto una propuesta de arquitectura curricular, como una posibilidad de gestión práctica de ella.
[cita]Si bien esta propuesta avanza en la dirección correcta al enfocar con precisión el objeto que pretende modernizar, sigue siendo aún una propuesta insuficiente, por cuanto plantea importantes dilemas a resolver, tanto en términos de implementación curricular como de lectura del campo religioso actual.[/cita]
Este aspecto presenta problemas en varios niveles. En primer lugar, se evidencia un problema de implementación práctica, debido a que hasta el actual estado de cosas, no existe institución de educación superior que incorpore en las mallas de los futuros profesores de historia una capacitación obligatoria capaz de satisfacer el requerimiento pedagógico esencial, marcando así la creación de una disparidad entre las necesidades del aula y el diseño de la formación inicial docente. Asimismo, presenta en un segundo nivel un problema de planificación curricular, debido a que al estar inscrita dentro de la asignatura de Historia y Ciencias Sociales podría redundar en una mayor sobreexigencia de un currículo que ya en la actualidad presenta prescripciones de alta demanda y difícil cobertura para los profesores del sistema escolar. Sumado a ello, exhibe dificultades en cuanto al carácter neutral e imparcial que, de manera discutible, en mi opinión, parece esperar la Sociedad Atea con respecto a la docencia del área a nivel escolar, y sobre las cuales no me extenderé aquí.
Ahora bien, en otro nivel, y considerando que todo diseño curricular es, por definición, una selección específica de experiencias de aprendizaje mínimas, debe despejarse la pregunta respecto de qué se enseña. Si la propuesta de la Sociedad Atea apunta efectivamente a la construcción de mayores condiciones de equidad entre las religiones del ámbito nacional, corre riesgos importantes de favorecer con su planteamiento un escenario de nuevas relaciones de sobrerrepresentación de alternativas religiosas a nivel escolar. Al declarar que este “módulo” deberá enseñar “las principales religiones de las que se tiene conocimiento”, parece apuntar hacia el ensanchamiento del sitial que favorece a las narrativas de ciertas religiones, dotándolas de mayor presencia en desmedro de otras. En otras palabras, se integraría al grupo de religiones que hasta aquí han gozado de clara presencia pedagógica a nivel escolar (fundamentalmente el catolicismo y las confesiones evangélicas) a algunas otras para así compartir con ellas un espacio de condiciones más favorables.
Debido a que resulta imposible enseñar la totalidad de las opciones plausibles, el currículo necesita seleccionar y establecer qué narrativas trabajará durante el tiempo previsto para su ejecución. ¿Cómo distinguir, entonces, qué es lo “principal” y qué no?
Se comete, en mi opinión, un error si es que se prioriza únicamente una diversificación cuantitativa de la oferta y se equipara este aspecto a mayores índices de equidad entre religiones. A mi modo de ver, la orientación de una nueva enseñanza religiosa debe apuntar más bien hacia la comprensión del pensamiento religioso o a la consecución de estrategias para posibilitar el diálogo interreligioso. Es decir, debe ser capaz no solamente de capacitar con solvencia al alumno respecto de la dimensión conceptual que involucra la historia de las religiones, sino que debe llevarlo a alcanzar mayores niveles de abstracción, a través de los cuales los estudiantes puedan comprender fenómenos que, por su naturaleza, se encuentran en dinámicas de fuerte diferenciación y complejización constante. Esto, por la complejidad del fenómeno, parece apuntar antes que a una solución provista desde la historiografía en solitario, a una propuesta de convergencias disciplinares que interprete con prolijidad los bemoles del ámbito en estudio. ¿Cuál es, pues, el tipo de profesional más idóneo para cumplir esta función? Es, bajo mi punto de vista, aún un problema a resolver.
Enfocar esta complejidad como un aspecto benéfico de la propuesta, podría realzar además el rol de la enseñanza de las religiones como una forma de conseguir mejores logros respecto de los OFT orientados a trabajar aspectos como la tolerancia, el respeto, la sana convivencia y el interés por conocer a aquellos que se diferencian de uno, catalizando así las aspiraciones democratizadoras que puedan estar presentes en el currículo.
El campo religioso chileno muta y las cifras tampoco callan este fenómeno. Para Chile, la ONAR registra solo, sobre la base de la Ley 19.638 (1999), la concesión de más de 3.000 personalidades jurídicas de derecho público a diversas entidades religiosas. Se trata, como se ha dicho, de un campo en el que la capacidad de cambio y creatividad se ha tornado la condición básica y que, durante las últimas décadas, puede verse configurado por la intervención creciente de nuevas variables, tales como las migraciones, la expansión de los medios de comunicación e incluso el ensanchamiento de las posibilidades de consumo. Se dista aún de países en los cuales la heterogeneidad religiosa del aula adquiere ribetes de difícil procesamiento, sin embargo, no debe desmerecerse que el posicionamiento de nuevos cultos, nuevas formas de religiosidad y nuevas articulaciones colectivas de lo religioso también tienen lugar en Chile.
Concluyendo, si no se acomete el escenario de complejidad con la elaboración de una propuesta capaz de responder a ella, que asuma responsablemente la demanda multidisciplinaria que implica, y responda al mismo tiempo a las posibilidades reales de los centros de preparación pedagógica, el proyecto de reforma de la enseñanza, en extremo loable en sus principios, puede convertirse en un nuevo reforzador de la exclusión y consolidarse como otra faceta más de una incompleta modernización en el ámbito de la enseñanza en Chile.