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La ilusión de Benito y la educación moral de las elites Opinión

La ilusión de Benito y la educación moral de las elites

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Baranda llamó la atención acerca de lo contradictorio que le parecía habitar en el subcontinente más desigual del planeta y al mismo tiempo el más católico de todos. En su dibujo mental, nuestro catolicismo debería llevarnos inexorablemente a reducir la brecha en nombre de la solidaridad y la justicia social. Pero no hay contradicción alguna. Por el contrario, es lo que uno esperaría al observar las tendencias globales: la religiosidad florece en contextos sociales vulnerables y retrocede cuando las instituciones sociales y políticas reducen la incertidumbre.


Benito Baranda es lo que puede llamarse una autoridad moral en Chile. Se hizo conocido como director del Hogar de Cristo y actualmente dirige la organización América Solidaria. Es decir, Benito no sólo habla sino que también hace. Por eso resuenan sus frecuentes interpelaciones a la sociedad chilena. Hace poco disparó contra la tradicional institución de los nuncios vaticanos. Y en el debate educacional cuestionó abiertamente a la Iglesia por defender la selección en sus establecimientos. Es que Benito Baranda, ignaciano en toda regla, es un católico autocrítico. Es la versión laica de otras sensatas voces jesuitas, como la del cura Berríos o la del padre Montes.

Recientemente, Benito Baranda también nos ofreció una interesante reflexión sobre el caso Penta. Dijo que lo que más le llamaba la atención es que personas que se habían educado en colegios de congregación religiosa y luego en universidades católicas, no estuvieran haciendo gala de los valores inculcados por estas instituciones. En particular, se estaba refiriendo a los dirigentes de la UDI –dentro de los cuales mencionó expresamente a su presidente Ernesto Silva–. Echando mano a su arsenal profesional, el psicólogo Baranda agregó que “es impresionante que (ellos) no han tenido un desarrollo de su conciencia ética de acuerdo a la edad y a toda la formación que les han entregado…”. Es una crítica con dos puntas. Por un lado, le pega a la llamada educación de elite, que –según él– está fracasando en su tarea de preparar líderes capaces de asumir sus responsabilidades con altura moral. Por otro lado, apunta directamente contra la hipocresía de un partido que desde su fundador en adelante se golpea el pecho predicando valores cristianos. Son declaraciones que no deben haber caído bien ni en la elite que educa a sus hijos en esos colegios ni menos en el seno del gremialismo. ¿Es una crítica justa?

Lo primero que hay que preguntarse es si acaso los colegios particulares-pagados a los que se refiere Benito Baranda realmente entregan una formación “valórica” superior a la que reciben los niños que asisten a colegios puramente laicos. No es misterio que parte importante de la clase alta chilena cree que la orientación de sacerdotes, liturgias semanales y catequesis obligatoria contribuyen al fortalecimiento de ciertas virtudes que harán de sus hijas e hijos mejores personas. Pues, no hay mucha evidencia de aquello. Al menos lo que recuerdo de mi experiencia escolar está lejos de ese ideal. En lugar de generosidad, era más frecuente la soberbia y la crueldad. En lugar de empatía, la indiferencia al dolor ajeno. La delación compensada, una práctica habitual. La sorda frialdad de los rituales en la capilla, la mecánica repetición de la oración matutina, un millar de alumnos bien formados celebrando el onomástico del padre Rector… no veo en qué pudo ayudar todo aquello a sembrar la honestidad, la compasión o la caridad. No digo que estos valores fundamentales estuviesen ausentes en nuestra infancia. Digo que no fueron el sello de nuestra educación. El valor agregado de los colegios a los que se refiere Benito va por otra parte: reproducen capital cultural y proveen de indispensables redes. Es algo ingenuo esperar de ellos una contribución esencial en la formación moral de los niños de la elite chilena; aunque estén adornadas con crucifijos, esas salas sólo administran el material que proveen las familias.

[cita]No es misterio que parte importante de la clase alta chilena cree que la orientación de sacerdotes, liturgias semanales y catequesis obligatoria contribuyen al fortalecimiento de ciertas virtudes que harán de sus hijas e hijos mejores personas. Pues, no hay mucha evidencia de aquello. Al menos lo que recuerdo de mi experiencia escolar está lejos de ese ideal. En lugar de generosidad, era más frecuente la soberbia y la crueldad. En lugar de empatía, la indiferencia al dolor ajeno. La delación compensada, una práctica habitual. La sorda frialdad de los rituales en la capilla, la mecánica repetición de la oración matutina, un millar de alumnos bien formados celebrando el onomástico del padre Rector…[/cita]

Pero Benito no es tan inocente. De hecho, reconoce que los colegios y universidades que dicen perseguir el conocimiento iluminados por la fe no están transmitiendo correctamente los valores cristianos, pero agrega que deberían hacerlo. Pero eso es trasladar el problema a la dimensión normativa: ¿son realmente los valores de la Iglesia Católica los que necesitamos para formar mejores ciudadanos? ¿De qué valores estamos hablando? Si se trata de las enseñanzas de la Biblia, tenemos un serio inconveniente: las escrituras están teñidas de actos moralmente repugnantes que son avalados por la deidad omnipotente de Benito Baranda. Es un libro fascinante y riquísimo sin duda, pero como brújula ética es rematadamente equívoca. Si se trata de las enseñanzas vaticanas, tampoco queda claro que sean fuente cristalina. Por cada actuación digna de elogio podemos encontrar un episodio merecedor de reproche. Si se trata del testimonio de aquellos que perdonan pecados en nombre de Dios, estaremos de acuerdo en que tampoco tenemos motivos para confiarnos. En consecuencia, aun si los colegios católicos de elite transmitieran correctamente los fundamentos de su credo, no hay razones convincentes para sostener que las niñas y los niños de Chile recibirán una mejor instrucción moral de la mano de una congregación religiosa que la que podrían obtener al interior de establecimientos laicos que desarrollen un programa de formación típicamente humanista.

Esta es una discusión que quedó relativamente zanjada en el debate político chileno, cuando el entonces candidato Lavín sacó a colación su religiosidad personal como carta de presentación “valórica” en las presidenciales del 99. El entonces candidato Lagos le respondió que sus valores eran los de la clase media laica chilena, educada en el Instituto Nacional y la Universidad de Chile. En efecto, el campo de los valores es un terreno disputado que no tiene nada que ver con la misa dominical: no hay que vacilar en disputar la nefasta pretensión de superioridad moral del catolicismo. Por todo lo anterior, me parece infundada la noble pretensión de Benito. Si la crítica es a la educación de elite por su incapacidad de producir líderes aptos para Chile, vale. Si la crítica es a la educación religiosa por no formar mejores personas, se excede: no hay nada que un establecimiento humanista no pueda igualar en la tarea de forjar carácter y virtudes.

Mi intuición es que Benito Baranda tiene una lectura de su fe que no se corresponde con la realidad. Eso no es pecado – quizás yo también tengo una lectura idealizada del liberalismo, pero me cuesta darme cuenta desde adentro–. Sin embargo, es importante hacer notar sus presupuestos para entender mejor su discurso. Hace un tiempo, Baranda llamó la atención acerca de lo contradictorio que le parecía habitar en el subcontinente más desigual del planeta y al mismo tiempo el más católico de todos. En su dibujo mental, nuestro catolicismo debería llevarnos inexorablemente a reducir la brecha en nombre de la solidaridad y la justicia social. Pero no hay contradicción alguna. Por el contrario, es lo que uno esperaría al observar las tendencias globales: la religiosidad florece en contextos sociales vulnerables y retrocede cuando las instituciones sociales y políticas reducen la incertidumbre. Dicho en crudo, cuando los pobres dejan de ser pobres, el aparato terapéutico de la religión se vuelve prescindible. Mejor calidad de vida material, introducción de derechos sociales y generaciones más educadas anticipan tiempos difíciles para la religiosidad popular. Lo anterior sugiere que Benito no puede quedarse con ambas: si Latinoamérica se desarrolla –como lo están haciendo Chile y Uruguay–, el proceso secularizador se profundizará y el catolicismo se debilitará.

Por supuesto, la ilusión de Benito acerca de lo que es el verdadero catolicismo no afecta ni remotamente la sinceridad y trascendencia de sus obras. Quizás es esa misma ilusión la que lo alimenta a continuar. En ese caso, bienvenida la ilusión. Pero no deja de ser una ilusión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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