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El poder del poder Opinión

El poder del poder

Marcel Oppliger
Por : Marcel Oppliger Periodista y co-autor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?” (2012)
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Surge la fuerte duda de hasta qué punto nuestra elite política y económica está acostumbrada a jugar en una cancha distinta al resto, con reglas fijadas por ella y que no valen para los demás. Y eso sí que es grave, porque contradice el concepto mismo de una sociedad basada en oportunidades iguales para todos, donde el éxito en la vida –económico, profesional, político o lo que sea– depende más que nada de lo que hacemos y no de quienes somos.


El crédito negociado entre la empresa Caval y el Banco de Chile se pareció mucho a uno de esos arreglines entre “los poderosos de siempre” que el Gobierno de la Nueva Mayoría aborrece y ha jurado combatir.

A un lado de la mesa se sentaba Sebastián Dávalos, hijo de la Presidenta y conspicuo miembro de la elite progresista; enfrente tenía a Andrónico Luksic, dueño del banco y figura emblemática del 1% más rico del país. El político bien conectado haciendo negocios con el capitalista megamillonario. Un cara a cara entre dos arquetipos, como sacado de una película.

De ahí que este sea un episodio tan incómodo –y quizás políticamente dañino, aún no se sabe– para la coalición gobernante, porque si hablamos de tráfico de influencias, la cita Dávalos-Luksic tiene todos los elementos de un caso de manual. A la vista de los detalles de la operación conocidos hasta ahora –el casi nulo capital de la empresa, su abultada deuda, su raquítico historial, la cuestionada reunión, etc.–, la mayoría de los entendidos coincide en que cuesta imaginar a cualquier Pyme de características similares obteniendo un préstamo de $ 6.500 millones.

[cita] En un escenario como ése, resulta hipócrita hablar de economía de mercado o de auténtica democracia, porque ambas exigen niveles efectivos (no simplemente nominales) de competencia, reglas parejas y mecanismos creíbles de rendición de cuentas. Llevado al extremo ese cuadro, los negocios y la política se convierten en privilegios de casta que impiden la movilidad social, a la vez que privan de sentido al conjunto de derechos y libertades que define a una sociedad democrática. [/cita]

A menos, claro, que alguno de sus socios –o de sus ejecutivos, como el gerente de Operaciones, por ejemplo– pudiese ofrecer al controlador del banco algo más que la oportunidad de un negocio rentable… y ese es el verdadero problema. No sólo que una figura del establishment político haya sido sorprendida en un acto éticamente cuestionable (por algo renunció a su cargo, después de todo), sino la posibilidad de que ese tipo de interacciones “de acceso privilegiado” se acerque más a la norma que a la excepción. En este caso la opinión pública tuvo la suerte de que un buen periodista diera un golpe noticioso que sacó el asunto a la luz, pero es imposible no preguntarse cuántas veces no se entera de cosas peores.

En otras palabras, surge la fuerte duda de hasta qué punto nuestra elite política y económica está acostumbrada a jugar en una cancha distinta al resto, con reglas fijadas por ella y que no valen para los demás. Y eso sí que es grave, porque contradice el concepto mismo de una sociedad basada en oportunidades iguales para todos, donde el éxito en la vida –económico, profesional, político o lo que sea– depende más que nada de lo que hacemos y no de quienes somos.

En su reciente libro La derecha en la Crisis del Bicentenario, el académico de la UDP Hugo Herrera sostiene que “en la situación actual, la concentración del poder económico y político, fruto de un sistema diseñado para otro contexto (…), en grupos pequeños de la capital, carentes de la amplitud comprensiva suficiente como para incluir al país entero, está alcanzando sus límites”. En nuestra economía, dice Herrera, “el oligopolio se ha vuelto la regla”, y en nuestra política, “la elite parece haber devenido oligarquía”.

Esa no puede ser una sociedad libre, porque determina de antemano quién tiene acceso a qué y en qué condiciones, con un amplio coto reservado para los grupos que actualmente detentan poder político, económico o ambos. En un escenario como ése, resulta hipócrita hablar de economía de mercado o de auténtica democracia, porque ambas exigen niveles efectivos (no simplemente nominales) de competencia, reglas parejas y mecanismos creíbles de rendición de cuentas. Llevado al extremo ese cuadro, los negocios y la política se convierten en privilegios de casta que impiden la movilidad social, a la vez que privan de sentido al conjunto de derechos y libertades que define a una sociedad democrática.

Esta debiera ser una preocupación acuciante para el conjunto de la ciudadanía, ya que difícilmente serán los grupos de poder los que tomen la iniciativa de impulsar una reflexión sobre cómo reducir su influencia en beneficio de otros actores. Parafraseando a Molotov (la banda mexicana, no el canciller de Stalin), si no se le ponen límites al poder del poder, más duro nos van a venir a joder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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