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“Es la ética, estúpido”

Nicolás Mena Letelier
Por : Nicolás Mena Letelier Ex Subsecretario de Justicia
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Las nuevas generaciones no valorizan la importancia de la vida en sociedad, no vislumbran la relevancia de la política como espacio de deliberación social y no advierten lo esencial de tener una sociedad fundada en valores; no en los valores de tal o cual religión o credo en particular, sino que en valores compartidos y consensuados, valores que hagan innecesario extremar las capacidades del derecho para disciplinar la convivencia social, estatuyendo acuerdos básicos respecto de cómo debemos conducir nuestros actos para avanzar en armonía y paz social.


Ante los conflictos entre dinero y política que han venido develándose en el último tiempo, vale la pena detenerse a reflexionar  respecto del trasfondo que hay detrás de esta crisis de credibilidad por la que atraviesa todo nuestro sistema democrático.

Así como James Carville acuñó a principios de los 90 la frase “It’s the economy, stupid”, como concepto estratégico para afrontar la campaña presidencial con la que Bill Clinton derrotó a Bush padre, podríamos decir que la frase que mejor ilustra la crisis en la que estamos inmersos como sociedad en la actualidad es: “It’s the ethics, stupid”.

Me explico. Tras el retorno a la democracia, la política abarcó prácticamente todos los ámbitos de nuestra cultura cívica, en donde a partir del clivaje democracia y autoritarismo, durante gran parte de los 90 nos vimos supeditados al proceso de transición desde lo militar hacia lo cívico. Con Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército, con el drama de las violaciones a los Derechos Humanos latente y con una sociedad dividida en torno al rol jugado por los militares durante la dictadura y el papel que les cupo a los partidos políticos en la crisis institucional pre-73, podría decirse que nuestra sociedad vivió esa década de manera prácticamente exclusiva en torno a dicho conflicto, que a esas alturas estaba muy lejos de resolverse, si es que puede considerarse ya resuelto.

[cita]Las nuevas generaciones no valorizan la importancia de la vida en sociedad, no vislumbran la relevancia de la política como espacio de deliberación social y no advierten lo esencial de tener una sociedad fundada en valores; no en los valores de tal o cual religión o credo en particular, sino que en valores compartidos y consensuados, valores que hagan innecesario extremar las capacidades del derecho para disciplinar la convivencia social, estatuyendo acuerdos básicos respecto de cómo debemos conducir nuestros actos para avanzar en armonía y paz social.[/cita]

Paralelamente, en el plano económico, con altos índices de crecimiento y con un modelo neoliberal con incrustaciones de políticas sociales distributivas, el prototipo social fue mutando hacia una concepción de vida en donde el consumo fue visto cada vez más como un fin en sí mismo, degradándose paulatina pero consistentemente las concepciones más republicanas que habían sido predominantes durante gran parte de nuestra vida democrática previa al golpe de Estado.

El individualismo empezó a campear, la aspiración de tener más y mejores bienes se convirtió en el principal motor por el cual se levantaban millones de chilenos cada día a trabajar, y cada vez más la cultura solidaria se pervirtió, emergiendo, muy influenciada por los medios de comunicación, una sociedad cortoplacista, hedonista, exitista, exigente y demandante, lo que se ha dado en llamar, hoy en día, una sociedad más “empoderada”.

En este proceso, y ya entrado el presente siglo, el clivaje del SÍ y el NO perdió vigencia, las crisis económicas del 98 y del 2008 pusieron en la palestra nuevamente la economía, y los movimientos sociales del 2011 pusieron de manifiesto de manera violenta la gruesa falla del modelo neoliberal imperante: la desigualdad. No obstante la modernización del país y el haber superado de manera exitosa parte importante de los problemas de marginalidad y de pobreza con que Chile convivió a lo largo de su historia, durante los últimos 30 años se agudizó la distancia entre las clases sociales, a niveles similares a los existentes en el Chile de las primeras décadas del siglo pasado, en pleno periodo de auge del salitre y con la “cuestión social” generando fuertes movimientos sociales.

Es este contexto, y en gran medida gracias a la revolución de las comunicaciones, que hace que prácticamente nada susceptible de ser conocido quede sin serlo, empiezan a salir a la luz escándalos que abarcan gran parte de las instituciones que estructuran nuestra sociedad.

La sensación de crisis que en estos días se ha dado por asociar exclusivamente al vínculo entre dinero y política, es mucho más profunda y extendida. Vivimos en tiempos en que la credibilidad de todos los estamentos de la sociedad está en entredicho. Las iglesias, los empresarios, los medios de comunicación y los políticos son vistos por la sociedad con sospecha y, como bien señaló el Presidente de la Corte Suprema, esto no se resuelve con más y mejores leyes.

Cuando en una sociedad se ha instalado la exacerbación del ánimo de lucro y de ganancia personal por sobre cualquier otro valor, y cuando los referentes morales son sustituidos por ídolos asociados a la riqueza y al éxito económico, sumado todo ello a una desigualdad en donde los ricos son inmensamente ricos, no es de extrañar que prevalezcan conductas que, motivadas en la inmediatez del éxito y la ganancia fácil, promuevan comportamientos que tienden a relativizar la concepción de lo que está bien y de lo que está mal, poniendo en entredicho valores que hasta hace unos años eran parte de una pacto social tácito, aceptado como mínimo de conducta por la gran mayoría de nuestra sociedad. Al final del día, la pregunta que la gente se hace es: ¿si todos lo hacen, por qué yo no?

A esto agrego otro argumento. Si bien Chile mejoró sus niveles de ingresos y más compatriotas salieron de la pobreza, siendo las condiciones actuales de vida evidentemente mejores que las de hace 40 años, el nivel de avance cultural no ha ido de la mano de ello. La educación no fue provista para formar ciudadanos, sino para preparar individuos aptos para una sociedad en que prácticamente el único sentido consiste en mejorar sus condiciones materiales.

Como consecuencia de ello, las nuevas generaciones no valorizan la importancia de la vida en sociedad, no vislumbran la relevancia de la política como espacio de deliberación social y no advierten lo esencial de tener una sociedad fundada en valores; no en los valores de tal o cual religión o credo en particular, sino que en valores compartidos y consensuados, valores que hagan innecesario extremar las capacidades del derecho para disciplinar la convivencia social, estatuyendo acuerdos básicos respecto de cómo debemos conducir nuestros actos para avanzar en armonía y paz social.

De esta forma, sucesos como los vividos recientemente deben hacernos reflexionar más allá de la ventaja política inmediata, respecto de cómo construimos una sociedad más desarrollada, lo que no necesariamente significa una sociedad de mayores ingresos. Junto con mejorar el crecimiento económico, como nos advierten Acemoglu y Robinson, se hace imperioso estructurar instituciones inclusivas, que solidaricen los beneficios del progreso material, y este tipo de marco requiere de un nuevo pacto que le dé un contexto ético a nuestro desarrollo económico, marco que debe materializarse en una nueva Carta Fundamental que, además de organizar políticamente el Estado, promueva valores.

Sin valores, las sociedades se socavan, pierden identidad y se erosiona su convivencia, corriéndose el peligro de que retornen a su estado de naturaleza. Por eso, nuestro desafío consiste en rearticular las bases que sustenten nuestra unión social y, para ello, en el nivel de desarrollo en que nos encontramos, un gran acuerdo respecto de los valores que deben guiarnos se hace imprescindible en pos de seguir avanzando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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