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Anders Breivik: el genocida de Utoya

Giovanna Flores Medina
Por : Giovanna Flores Medina Consultora en temas de derecho humanitario y seguridad alimentaria, miembro de AChEI (Asociación chilena de especialistas internacionales).
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«Ciertamente, los hechos no constituyen un crimen de lesa humanidad en tanto no es un aparato del Estado ni autoridad alguna quien los ejecuta, pero está lejos de ser un simple homicidio. El terror que aún infunde es también una triste evocación de las atrocidades de la época de Quesling y su funcionalidad a la limpieza étnica del Tercer Reich».


Los atentados del 22 de julio del 2011 en Noruega marcaron la aparición de un nuevo paradigma de violencia política en Europa, cuyo poder de destrucción excedía los conceptos vigentes de terrorismo: el lobo solitario. Un criminal caracterizado por sus alardes mesiánicos a través de internet y su tecnología publicitaria, y que desprecia las jerarquías de grupos extremistas establecidos, pues lo suyo es una gloriosa cruzada fundacional que libere a los elegidos.

En este caso, la islamofobia de Anders Breivik conmocionó al mundo, develando las debilidades de una democracia liberal y monárquica que no puso límites a un fanático neonazi con canal propio en Youtube y una pequeña fortuna malgastada en armamento de guerra: hijo de la clase alta en una sociedad que lidera el índice de desarrollo humano, deseaba, según su confesión, erradicar al Islam de su continente. Para ello, no exterminaría a los musulmanes, seres inferiores —fuesen ricos o pobres—, sino a sus aliados políticos y promotores cristianos: los jóvenes militantes laboristas.

Aquellas fatídicas 5 horas, cobraron la vida de 77 personas: 8 adultos heridos por un coche-bomba instalado en el centro cívico de Oslo y 69 adolescentes que participaban de la escuela de formación para nuevos militantes del Partido Laborista en Utoya, quienes fueron heridos de bala. Ciertamente, los hechos no constituyen un crimen de lesa humanidad en tanto no es un aparato del Estado ni autoridad alguna quien los ejecuta, pero está lejos de ser un simple homicidio. El terror que aún infunde es también una triste evocación de las atrocidades de la época de Quesling y su funcionalidad a la limpieza étnica del Tercer Reich.

El juicio seguido en contra del llamado genocida de Utoya terminó condenándole a una cadena perpetua efectiva de 21 años, la mayor sanción en el sistema noruego. Mas, también abrió el debate en el derecho penal internacional al expresar en su testimonio una estética política totalitaria similar a aquella que hiciera famoso a Adolf Eichmann y la banalidad del mal que acusara Hannah Arendt. Hoy, enciende la polémica nuevamente, pues ha ingresado a estudiar Ciencias Políticas en un sistema semiabierto, ya que desea ejercer su derecho a la educación y fundar su propio partido.

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