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Educación, lenguaje y dictadura: la inopia de nuestro castellano

Daniel Tillería Pérez
Por : Daniel Tillería Pérez Magíster en Educación Artística
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Pertenezco a una generación de compatriotas que en su infancia creció leyendo libros de cuentos, no solo de autores chilenos sino también de los grandes clásicos de la literatura universal. Luego, ya adolescente, serían novelas de autores diversos y también teatro. Nada extraño para la época, era el común denominador, pues la literatura estaba dentro de los planes de estudio de la Enseñanza Media y aquellos textos que no aparecían en los manuales, los recomendaban los docentes como lectura adicional. Corrían los años setenta, era el Gobierno de la UP y la Editorial Quimantú nos estimulaba con sus publicaciones maravillosas a bajo costo.

Como hago todos los días de mi vida y cada mañana, abrí uno tras otros los diarios en mi habitual rutina, pero un artículo de El Mercurio me sorprendió para mal y me llevé una sorpresa ingrata luego de leer «las nuevas palabras que dicen nuestros niños influidos por la tv», citado en el cuerpo A, página 12, del domingo 13 de este mes; en él la periodista menciona varias palabras, que tal vez para ella y sus entrevistados resulten ser nuevas, extrañas o desconocidas, pero para los que pasamos la barrera de los 60 años son palabras cotidianas, como por ejemplo césped, que ella cita como novedosa, pues tal vez ella no leyó jamás El gigante egoísta, de O. Wilde, donde en uno de sus primeros párrafos podemos leer «Era un jardín grande y solitario, con un suave y verde césped». Extraño, por decir lo menos, ¿no? Nuestros niños y niñas en Chile, ¿ya no leen a Wilde?

Pero la periodista luego indica como rareza la palabra brincar, como si esta también fuese ajena a nuestro léxico y se advierte que poco sabe de Marta Brunet, chilena y autora de una obra infantil prolífica, en Historia del sapete que se enamoró del sol, puede leerse «dando un brinco prodigioso, pudo librarse del zapato que amenazaba reventarlo». Luego la periodista sigue su texto y cita la palabra fabuloso (¿?), sabiendo que la Mistral en La que camina, dice: «Y tanto se la ignoran los caminos que suelo comprender, con largo llanto, que ya duerme del sueño fabuloso, mar sin traición y monte sin repecho, ni dicha ni dolor, nomás olvido». Ah, ojalá repecho no resulte sospechosa, subversiva o infamante para nadie.

Sigue el artículo y cita deprisa, palabra que aparece en Pinocho: «Así lo hicieron y salieron nadando muy deprisa hacia la orilla. El papá del muñeco no paraba de abrazarlo». La palabra lodo continúa dentro ranking de extrañezas para la periodista; sin embargo, en los Cien sonetos de amor, de Neruda, en el N° XII, podemos leer: «Plena mujer, manzana carnal, luna caliente, espeso aroma de algas, lodo y luz machacados, qué oscura claridad se abre entre tus columnas? También aparece en la Oda al libro II, cuando expresa: «Rimbaud como un herido pez sangriento palpitando en el lodo, y la hermosura  de la fraternidad (…)¿Alguien podría reírse al oír la palabra lodo, como se expresa en El Mercurio? Pongo en duda que seamos ¡tan burros!

[cita] Si nuestro léxico es mediocre y también el de nuestros niños y niñas, es simplemente el resultado de años de escasez de lectura, he allí la inopia. Nuestros niños hoy leen poco y, si lo hacen, lo hacen sólo por cumplir, como un trámite y la escuela no puede hacer más, porque falta el apoyo y el interés de los padres que no los incentivan al ejercicio de la lectura, no leen con ellos, no les cuentan cuentos, no les regalan libros, prefieren regalar barbies y juguetes bélicos, tampoco les enseñan a buscar lecturas en las tablets. [/cita]

Otro vocablo puesto en cuestión es charco, sin embargo, él mismo se menciona en un sinnúmero de textos chilenos, poemas, mitos y leyendas, pero también en cuentos, como por ejemplo en la obra ADIÓS RUIBARBO, de Guillermo Blanco: «todo aquello de quizá cuántos años, venía secándolos, vaciándolos, lo mismo que si fuesen un par de charcos secos en verano». También Graciela Montes la utiliza, está en el cuento Sapo verde: «Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del charco». A los entrevistados en el artículo del citado diario, les recuerdo que los libros no muerden, si como sociedad hiciéramos un pequeño esfuerzo y leyéramos un libro, aunque sea una vez a la semana, no estaríamos hoy tan deslumbrados con nuestro idioma.

En Chile tenemos –capaz que más de alguno de los entrevistados no lo sepa– dos premios Nobel y con orgullo ostentamos de un sinfín de escritores, poetas y un maravilloso antipoeta, ni hablar de la cantidad de novelistas y cronistas, cuentistas y dramaturgos, que han enriquecido el pensamiento universal y latinoamericano, y han ennoblecido nuestro lenguaje. Chile se lee en el mundo entero, pero no en Chile, puedo advertirlo con desazón. El apagón cultural de la dictadura se niega a retroceder y la escuela se ha quedado sola ante la pasividad de los padres, que no ven la importancia de la lectura en la vida escolar como fuente de aprendizaje y de entretención en los hogares.

Señores y señoras: ninguna de las palabras citadas en artículo de El Mercurio es palabra extraña o ajena. Tampoco son palabras cursis, rebuscadas ni son parte del castellano neutro, ¡son nuestras y cotidianas! Esto es únicamente producto de la ignorancia supina y de la flojera intelectual de toda una generación, que prefirió cambiar el libro por el entretenimiento banal, por el facilismo anquilosante, ese que atrofia el léxico y el pensamiento, primero de un conglomerado de entrevistados que, al parecer, poco han leído a nuestros escritores nativos, que se sorprenden ante el uso de palabras ricas y poderosas de nuestra lengua castellana.

Si algo tiene nuestro idioma y lo caracteriza frente a otros, es su abundancia, su multiplicidad de vocablos y conceptos, ¿necesitamos empobrecerlo más con todo lo que nos lo cercenaron durante la dictadura pinochetista, con todos los libros prohibidos y con la banalidad como estandarte, presente hasta nuestros días? Se perdió el ejercicio de la lectura por el placer de leer, la dictadura lentamente fue sacando de nuestro currículo educativo libros fundamentales y aún estamos pagando las consecuencias, porque esos libros desaparecieron de las listas de «lo que había que leer» y eran textos necesarios, imprescindibles, magníficos. Habrá que salir a rescatarlos y ponerlos a la vista de todos y todas, en las bibliotecas de las escuelas, en la del hogar, en la del Metro y en todas aquellas que quieran abrirles sus puertas para enriquecernos, deleitarnos y hacernos soñar.

Es hora de reivindicar nuestros libros y a nuestros autores y con ellos nuestro lenguaje, nuestras ideas, nuestro pensamiento, no les tengamos miedo a las palabras, están para usarlas y ponerlas en contexto. Es hora de que los padres, donde hallamos a un conjunto importante de posmodernos peleados con los libros que, seguramente, leen poco o directamente no leen, tomen la posta de hacerse cargo del desarrollo cultural e intelectual de sus hijos y no dejarlos a la deriva, solos con la TV y los juegos electrónicos.

La lectura estimula la creatividad e invita a pensar, a debatir, ofrece un universo rico y único de posibilidades de crecimiento cognitivo, emocional, social y ético. Hoy, más que nunca, necesitamos un pueblo culto, crítico, reflexivo y cuestionador. La mansedumbre y la pasividad se manifiestan con un lenguaje exiguo, pobre: al no tener palabras para expresar las ideas no podemos defendernos de la dominación impuesta por los medios masivos y su mensaje idiotizante.

Si nuestro léxico es mediocre y también el de nuestros niños y niñas, es simplemente el resultado de años de escasez de lectura, he allí la inopia. Nuestros niños hoy leen poco y, si lo hacen, lo hacen solo por cumplir, como un trámite y la escuela no puede hacer más, porque falta el apoyo y el interés de los padres que no los incentivan al ejercicio de la lectura, no leen con ellos, no les cuentan cuentos, no les regalan libros, prefieren regalar barbies y juguetes bélicos, tampoco les enseñan a buscar lecturas en las tablets. Y si nuestros niños y niñas no leen y no tienen el hábito de la lectura, resulta imposible que adquieran un lenguaje propio, rico, diverso y complejo, si no leen es difícil que piensen y un pueblo que no lee ni piensa y solo consume, es un pueblo manejable y dominado por la estupidez y la mediocridad. Nunca es tarde para revertir y dar el gran salto innovador, pero es ahora, es ya, es hoy. Ah, si el libro es caro, en Internet hay muchos para elegir y son gratuitos. No hay excusas válidas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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