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De serpientes, lobbistas y otras maquinaciones ultramontanas

Andrés Estefane
Por : Andrés Estefane Investigador del Centro de Estudios de Historia Política UAI
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«En el fondo, las opiniones que el conservadurimo ultramontano echó a correr contra Taforó en 1879 no son muy distintas de las que Ezzati y Errázuriz de seguro han pronunciado contra los Berríos, los Puga, los Aldunate y de todo aquel que ha pretendido desafiar al infalible “Magisterio”. ¿Con qué propósito? Con el de costumbre: trabar cualquier asomo de promoción del adversario, acallar las críticas, invisibilizar las presencias indeseables. Toda esta experiencia debe precavernos de proyectar la misión pastoral de la Iglesia a la evaluación de la forma en que ejerce su poder».


Con sorpresa e indignación reaccionó parte importante de la ciudadanía ante la reciente filtración de la correspondencia electrónica entre el Arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, y su antecesor en el cargo, el cardenal Francisco Javier Errázuriz. Las misivas vienen a confirmar la exitosa intervención de ambas autoridades para obstruir el nombramiento en puestos clave de figuras que representarían visiones antagónicas al clima de impunidad que la Iglesia Católica ha intentado fijar en medio de la crisis instalada por los casos de abusos sexuales que comprometen a conspicuos miembros de su burocracia pastoral.

En los detalles de dicho intercambio circuló también el nombre de Enrique Correa, convertido a estas alturas en el factotum del lobby concertacionista, y que aquí aparece, de forma sintomática, como uno de los resortes a los que recurrió Errázuriz para trabar el eventual nombramiento del sacerdote Felipe Berríos como capellán de La Moneda. Aunque esa hebra ha tendido a diluirse en medio del curso que ha tomado la polémica, la sola mención da cuenta de la ecuménica transversalidad que ha inspirado a los altos operadores de la elite transicional, tendiendo puentes que hermanan a los ubicuos herederos de la dictadura con los círculos más reaccionarios del catolicismo local. Con esta conexión a la vista, la Iglesia reclama su justo lugar en la ecuación que hoy emparenta a empresariado y política.

Pero más allá de los pormenores de dicha correspondencia, conviene detenerse en los alcances de la indignación ciudadana, que expresa una peligrosa confusión entre los fines espirituales que persigue la Iglesia Católica y el tipo de acciones supuestamente correlativas a esa misión.

Aquí corresponde remitirse a la historia. Muy temprano, y sobre todo después de Constantino y Teodosio, los cristianos entendieron que el amor al prójimo y la salvación de las almas no eran precisamente los pilares a los que debía confiarse la proyección histórica de su fe. Tal constatación se reafirmó durante el medioevo, con las amargas tensiones entre hierocracia y cesaropapismo, y se confirmaría más tarde con los ríos de sangre que trajeron consigo las guerras de religión. Su rápido y eficiente acomodo a la diplomacia de los imperios modernos les confirió un nuevo aire, con amplias prerrogativas para la acumulación material y la expansión geográfica del credo.

Solemos olvidarlo, pero el ciclo revolucionario que se inicia en el siglo XVIII, en el que se inscriben la Revolución Americana y la Francesa, la Independencia de Haití –que tanto pánico generó en las elites blancas del Caribe– y el colapso del Imperio Español, tuvo en la Iglesia Católica un enemigo de grueso calibre. Basta recordar los reaccionarios propósitos de la Santa Alianza y su abierto compromiso con el absolutismo. A pesar que el advenimiento de la era de los Estados nacionales obligó a nuevos acomodos diplomáticos, la institución volvió a mostrar su astucia haciendo suyas las herramientas de la modernidad para combatir a liberales, primero, y a socialistas y anarquistas, después.

Ello explica, en parte, la fuerza que han mostrado organizando la resistencia –a estas alturas global– a la reciente oleada de ajustes institucionales promovida por la rehabilitación de la agenda de derechos civiles y las reformas políticas de las primeras décadas del siglo XXI. Si volvemos al plano local, descontando las distorsiones obvias que derivan de nuestro generalizado conservadurismo, no hay otra manera de entender los esfuerzos que el clero chileno ha realizado para neutralizar medidas que cuentan con alto respaldo popular, como el divorcio, la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual y, más recientemente, la desmercantilización de la industria educacional.

En esa perspectiva, las cartas de Ezzati y Errázuriz son un traspié incómodo, un contratiempo menor en una historia larga y oscura donde las maquinaciones eclesiásticas han estado a la orden del día. De hecho, podría afirmarse que estos correos son una versión deslavada, ramplona y patéticamente piadosa de las operaciones vistas en otros tiempos. Aquí la historia, esta vez la local, vuelve a asistirnos. El junio de 1878, tras la muerte del Arzobispo Rafael Valentín Valdivieso –quien fue para la Iglesia lo que Portales fue para el orden autoritario– se abrió un nuevo foco de tensión entre el Estado y el mundo eclesial. El Cabildo Eclesiástico quiso imponer al delfín ideológico de Valdivieso, el obispo Joaquín Larraín Gandarillas, como nuevo Vicario Capitular de Santiago.

Al tanto de las implicancias de la designación, las autoridades civiles dieron un golpe de fuerza promoviendo a otro reemplazante, el Prebendado Francisco de Paula Taforó, quien figuraba como histórico opositor a Valdivieso y había dado señales inconfundibles de afinidad con los mandarines del liberalismo, a estas alturas apoltronados en la comodidad del poder tras la transición que encabezaron en la década de 1860. La reacción conservadora no se hizo esperar. Destejiendo las gestiones diplomáticas desplegadas por el gobierno de Aníbal Pinto ante la Santa Sede, montaron una milimétrica campaña de desprestigio contra Taforó.

Uno de los frentes de intervención lo dirigió el mismo Larraín Gandarillas, haciendo circular un cuestionario entre 16 personas “temerosas de Dios” para registrar sus impresiones sobre la personalidad del candidato de gobierno. Por supuesto, la lista incluía a altos miembros de la burocracia eclesiástica y a reconocidos políticos del mundo conservador, todos parte de la patricia “sociedad católica” nacional.

Con esas respuestas Larraín Gandarillas redactó un sendo informe que hizo llegar al Delegado Apostólico para Chile, Mario Mocceni, poco antes del inicio de la Guerra del Pacífico. ¿Qué se dijo de Taforó en dicho informe? Que no había nacido de legítimo matrimonio; que no había tenido una niñez inmaculada, requisito ineludible para ser elevado al episcopado, pues había pasado sus primeros años “en compañía de las gentes de teatro”, que no era “la mejor escuela de costumbres”; que un sacerdote virtuoso aseguraba haberlo visto entregarse al placer sodomítico en sus primeros años de sacerdocio; que probablemente tenía hijos; que se reunía asiduamente con sacerdotes de vida sospechosa y con laicos de malas ideas y peores costumbres; que había figurado en política entre los liberales y “pasaba por tal”; que llevaba una vida afín a sus tempranos extravíos, persistiendo en su afición al teatro, leyendo “libros frívolos y periódicos malos”, perdiendo el tiempo en visitas y paseos que daban que hablar; que no mostraba amor por el estudio, cuestión que atestiguaban los insulzos “libritos” que había dado a la prensa, de nulo valor para las ciencias eclesiásticas; que sacaba aplausos entre incrédulos y masones y que, llegado al poder, de seguro cumpliría la amenaza que tenía hecha de destruir el legado de la “sabia administración del señor Valdivieso”.

El informe es extenso y contiene otras imputaciones de similar calibre. Quien quiera revisarlas, puede consultar el trabajo del historiador Zvonimir Martinic siguiendo este vínculo.

En el fondo, las opiniones que el conservadurimo ultramontano echó a correr contra Taforó en 1879 no son muy distintas de las que Ezzati y Errázuriz de seguro han pronunciado contra los Berríos, los Puga, los Aldunate y de todo aquel que ha pretendido desafiar al infalible “Magisterio”. ¿Con qué propósito? Con el de costumbre: trabar cualquier asomo de promoción del adversario, acallar las críticas, invisibilizar las presencias indeseables. Toda esta experiencia debe precavernos de proyectar la misión pastoral de la Iglesia a la evaluación de la forma en que ejerce su poder.

Ni la sorpresa ni la indignación deben tener lugar en la crítica de su conducta política. La historia del ultramontanismo chileno muestra que las estrategias a las que la Iglesia Católica chilena está dispuesta a recurrir no difieren de las que emplearía cualquier otra institución para defender su posición. Con ese criterio debe ser vista y con ese criterio debe ser combatida.

*Publicado en Redseca.cl

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