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Después de Bachelet II: ¿qué será de las palabras? Opinión

Después de Bachelet II: ¿qué será de las palabras?

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Para rematar el zigzagueo cantinflesco, Eyzaguirre concluyó que “estábamos en una vorágine de reformas que no íbamos a ser capaces ni de diseñar apropiadamente ni de tramitar políticamente, sin provocar excesivos conflictos», convirtiéndose él mismo en una verdadera antología para explicar la lógica de la improvisación con la que probablemente será recordado en el futuro este gobierno.


La Presidenta acaba de anunciarnos el camino que se recorrerá para concretizar su tercer eje de reformas (la nueva Constitución), y cuya primera constatación es que las medidas anunciadas no se condicen con el nivel del diagnóstico de la Presidenta –la actual Constitución, además, de sus fallas de origen no da cuenta de las demandas democráticas– ni de lo que antes se señaló en su programa: “Chile merece que el texto constitucional vigente reconozca y se base en un sistema plenamente democrático”.

Por el contrario, nos ofrece una respuesta muy difusa para el inicio del “proceso participativo y constituyente” que nos había prometido en abril. En verdad, si uno se atiene al camino propuesto –comunicado justo horas antes del inicio del partido Perú-Chile en Lima que concentró la atención mayoritaria de los chilenos– este no tiene nada de constituyente y muy poco de participativo. Será la oligarquía política, como se ha acostumbrado en nuestra historia –y si ella así lo resuelve–, la que decida por 17 millones de chilenos en un formato que, como lo decía un analista, “ha instalado entre nosotros una curiosa idea: los gobiernos actuales deciden lo que tienen que hacer los gobiernos futuros (por ejemplo en materia tributaria o educacional), lo que ahora se quiere extender al Parlamento» (Voces/Gonzalo Martner).

Igual cosa sucedió hace bastante poco con la comisión para la reforma previsional también difundida en la antesala de Fiestas Patrias. Recordemos lo que el propio programa presidencial señaló sobre este punto: “Existe un importante descontento respecto de la calidad de las pensiones, ya que luego de años de esfuerzo en el mercado laboral, los trabajadores ven como el nivel de la pensión que reciben, no se condice con sus expectativas, es decir, es muy bajo el monto de su pensión… [sic] Adicionalmente, la credibilidad del sistema de capitalización individual se ve aminorada por la existencia de ganancias extranormales de las AFPs”. Sin embargo, al momento de ofrecer una respuesta, la mayoría de la comisión –las comisiones temáticas nombradas a dedo, como lo hemos dicho siempre, son otra figura recurrente del curioso método difuso de gobierno de Bachelet– consideró adecuado continuar con el modelo y propuso para mejorar las pensiones fortalecer el aporte solidario del Estado, aumentar la edad de jubilación de las mujeres y subirnos la cotización en un 4% adicional. ¿Y el cuestionamiento a las AFP? Muy bien, gracias.

Para qué profundizar sobre la propuesta tributaria ofrecida en el programa de gobierno y donde, expresamente, se dijo que el país necesitaba urgentemente “avanzar en equidad tributaria, mejorando la distribución del ingreso. Los que ganan más aportarán más, y los ingresos del trabajo y del capital deben tener tratamientos similares». Y que se velaría “por que se pague lo que corresponda de acuerdo a las leyes, avanzando en medidas que disminuyan la evasión y la elusión”, y que una vez acordada fue criticada transversalmente por economistas porque, precisamente, recaudaría menos de lo anunciado, se abrían más mecanismos para la evasión, porque el grueso de sus medidas iban a comenzar a aplicarse una vez que este Gobierno hubiese cumplido su mandato. Y, también, porque atenuó su progresividad luego de su paso por la cocina de Zaldívar. El hecho de que el ministro Valdés, apenas asumió el cargo, hubiese reconocido que la reforma no recaudaría lo suficiente para las reformas educativas, es la prueba fehaciente de sus fallas de diseño y que fueron advertidas en su momento.

[cita]Algunos creemos que también las reformas no tuvieron ni convicción ni fondo histórico, en tanto otros señalan que es la consecuencia natural de una administración inconsistente y difusa cuyo paroxismo representa mejor que nadie Nicolás Eyzaguirre, o donde tampoco faltan los desconfiados que creen que este es el verdadero rostro de un Gobierno que usó su propia máscara en campaña y que solo cuando entró en escena develó su verdadero rostro, plegado de arrugas, o que se trata simplemente del poder al desnudo. Más allá de sus frases, lo cierto es que, también, las palabras mudaron de sentido.[/cita]

Ni hablar de la reforma educativa anunciada como “el gran desafío de Chile para convertirse en una sociedad verdaderamente desarrollada”, que restituiría el rol del Estado en la educación pública y acabaría con la segregación, mejoraría la calidad educativa y concretaría la gratuidad universal de la misma.

Luego de la improvisación de un ministro disperso que no sabía nada de la materia –partió, haciendo méritos para ser nombrado en esa cartera, con frases rimbombantes como que sus compañeros de curso, muchos gerentes debido a su procedencia social, eran unos “idiotas”, y que luego entregó cuatro explicaciones distintas para dar cuenta de por qué partió el proceso inyectando muchos recursos para incentivar la reconversión a la gratuidad de los particulares subvencionados (entre ellas una realmente inverosímil para un gobierno que, desde el inicio de la campaña, se postuló como reformista: “Cuando llego al Mineduc no había un solo paper que sirviera de orientación para implementar la reforma”)–, concluyó cuando se mudó de cartera que “el programa educacional padeció de exceso de ambición» y que mientras estuvo a cargo de la reforma «no tuve la conciencia que hoy tengo de cómo las cosas se estaban crispando». Para rematar el zigzagueo cantinflesco, concluyó que “estábamos en una vorágine de reformas que no íbamos a ser capaces ni de diseñar apropiadamente ni de tramitar políticamente, sin provocar excesivos conflictos», convirtiéndose él mismo en una verdadera antología para explicar la lógica de la improvisación con la que probablemente será recordado en el futuro este Gobierno.

Un destino incierto, al parecer, tendrá por su parte la reforma laboral prometida en la plataforma programática de Bachelet: “Para reducir la desigualdad es necesario superar las diferencias que existen en las relaciones entre trabajadores y empresarios… [y] para aumentar los ingresos de los trabajadores también es necesario aumentar su poder de negociación al interior de la empresa”, lo que implicaba que durante su administración se tomarían un conjunto de medidas que, finalmente, no fueron incluidas en el proyecto que se debate en el Senado y que la han llevado a ser caracterizada como “una reforma laboral gatopardiana”, en que se impide la negociación por rama, se refuerza a los “sectores estratégicos” sin derecho a huelga y se incluyen pactos de flexibilidad que restringen el acceso de un grueso número de trabajadores a los eventuales beneficios que se derivarían de las medidas positivas que sí se incluyen en el prospecto de reforma que está en la Cámara Alta.

Foucault nos decía en El Orden del Discurso que “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad». El filósofo de la desesperanza había comprendido rápidamente lo que a otros nos lleva muchos años de observación y análisis: definitivamente una parte esencial para conseguir, mantener y perder el poder, es el discurso. De allí el ejemplo de Borges en la introducción a su clásico Las palabras y las cosas: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude al leerlo, todo lo familiar al pensamiento”, pues con él aprendimos que conceptos como la sexualidad, el castigo, la locura, y también las reformas no caminan de manera independiente del contexto donde surgieron (el orden discursivo) y que están mediadas por las relaciones de poder. Bachelet, quizá sin saberlo, nos ofreció la más contundente ratificación de ese modelo.

En la notable novela de Vasili Grossman (Vida y Destino), su protagonista, el científico Víctor Shtrum, describe bastante bien el clima de duplicidad discursiva imperante en la Rusia soviética, donde todos entendían que las palabras tenían un doble sentido –como la propia personalidad dual de Stalin–  y así se lo hacía saber permanentemente a su hija Nadia (“vigila bien lo que dices por ahí. Mira que no te buscas solo tu ruina, sino la de todos”). Es decir, las palabras no se invocaban por su nombre propio, sino a través de frases elípticas que evitaban designar las cosas como son. Nadie podía darse el lujo de ser sincero ni honesto y correr el riesgo de ser acusado de “estar distanciado de la vida” e iniciar un largo viaje sin regreso. Allí era la hipocresía de la palabra. Aquí, por el contrario, las palabras se dijeron con franqueza y sin excesiva reticencia, pero al revés del caso ruso, terminaron significando mucho menos de lo que realmente eran. Las palabras entonces se vaciaron y luego mudaron de sentido.

Tradicionalmente, y hasta Bachelet –aunque en el gobierno de Piñera se observó un giro entre las palabras y las cosas mediante la conocida letra chica– los enunciados significaban más o menos lo que eran y no andaban separados de los discursos que los materializaban. Se pensaba que Bachelet II seguiría por esa senda cuando ratificó en la presentación de su programa de gobierno: “Hacer realidad las ilusiones, las esperanzas, los propósitos de la gran mayoría, requiere que llevemos a cabo transformaciones profundas en materia educacional, constitucional y tributaria. Estos cambios solo podremos realizarlos si propiciamos y exigimos que los actores políticos estén a la altura del reto. No podemos defraudar las ilusiones y las esperanzas de las personas. Chile necesita de una buena política y de un buen gobierno”.

Cuando estas transformaciones se pusieron en marcha, las formas materiales de las palabras se alejaron de aquello que simbólicamente quisieron representar. Unos indican que ello fue efecto de la crisis de representación política que se agravó luego de la explosión de los casos Penta, SQM y en especial Caval, en que el discurso presidencial sobre la igualdad –“son las desigualdades que observamos cuando muchas familias ven que el enorme esfuerzo por educar a sus hijos no es retribuido en el campo laboral. O las desigualdades que vemos en el acceso a los bienes y servicios”– se vino a pique cuando su hijo y nuera aparecieron accediendo a un crédito concedido por el propio dueño de un banco y cuyo monto solo se sustentaba en su parentesco presidencial. Bachelet, entonces, habría entregado el reino a cambio de salvar a su hijo. Y Bachelet pudo haber rescatado su significancia tan solo insistiendo en sus promesas de campaña, aunque hubiese fracasado en el intento por imponer sus reformas, pues para la gente que se ilusionó con ella, estas no habrían cambiado de significado. Pero prefirió lo otro: vaciarlas y luego cambiarlas de sentido.

Y si bien hay otras explicaciones plausibles para describir lo ocurrido –algunos creemos que también las reformas no tuvieron ni convicción ni fondo histórico, en tanto otros señalan que es la consecuencia natural de una administración inconsistente y difusa cuyo paroxismo representa mejor que nadie Nicolás Eyzaguirre, o donde tampoco faltan los desconfiados que creen que este es el verdadero rostro de un gobierno que usó su propia máscara en campaña y que solo cuando entró en escena develó su verdadero rostro, plegado de arrugas, o que se trata simplemente del poder al desnudo, más allá de sus frases–, lo cierto es que, también, las palabras mudaron de sentido.

Sea cual fuere la explicación que más acomode a unos u otros, desde ahora en adelante las palabras tal cual como las aprendimos ya no significarán lo mismo. No solo las épocas de cambio, las revoluciones, sino también los gobiernos rutinarios afectan y transforman irremediablemente el discurso. Irónicamente, tal vez, esa sea la mayor transformación y herencia de un Gobierno que alguna vez tuvo “una ilusión, una esperanza y un propósito”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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