«Ser parte de una coalición tiene ventajas electorales, pero constituye un grillete para quienes alzan las banderas de la pureza política, y así lo testimonia la trayectoria de la Falange Nacional».
Una sola razón explica las tensiones de los partidos políticos de cara a las elecciones de 2016: a diferencia de las municipales anteriores, la del próximo año estará libre del sistema binominal que durante un cuarto de siglo determinó la formación, funcionamiento y estabilidad de las coaliciones políticas, así como la predictibilidad de las urnas, cuya regularidad ni siquiera pudo ser alterada por las profundas mudanzas habidas en la cultura política y en la conciencia del elector.
Desembarazada de este factótum, la incertidumbre de hoy ha quedado embebida en el temor al derrumbe y al ocaso, en una medida que no tiene precedente ni en la peor hora de la derecha, como fue la sufrida en 2012, ni en la mayor crisis de la Concertación, como fue la de 2008.
Podría incluso afirmarse que las inseguridades del presente se hallan fuera del juego de las coaliciones, como fuera del mismo operaron durante veinticinco años sus garantías de continuidad.
De ahí que la principal amenaza a los partidos actualmente coaligados no provenga de ellos, sino de formaciones políticas emergentes capaces de sustraer al elector de su secular abstención, que es el dato realmente anómalo del comportamiento electoral y que explica la estabilidad mostrada hasta ahora por las coaliciones y la fuga hacia el desencanto de ciudadanos con identidades y proyectos de vida no representados.
Ser parte de una coalición tiene ventajas electorales, pero constituye un grillete para quienes alzan las banderas de la pureza política, y así lo testimonia la trayectoria de la Falange Nacional.
¿Cómo vencer la incertidumbre? De entrada, templando la obsesión por los gobiernos de mayoría y disipando los miedos asociados a sus insuficiencias —inestabilidad e ingobernabilidad—; aceptando que de hecho los gobiernos han venido actuando como si fueran de minoría.
Luego, abandonando el modelo anacrónico de negociación que impone exigencias irrealizables a los partidos pequeños sin valorar el aporte de éstos al equilibrio de las coaliciones, como lo confirman CIU y el PNV en España. Por último, dejando de ver entidades monolíticas en los partidos y asumiendo que, lejos del faccionalismo, lo que hay es una pluralidad que reclama ser reconocida.