«Sólo se justifica en una democracia consolidada, y sólo porque su jurisdicción institucional puede llegar a ser una contribución a la cultura democrática, pero no su garante».
La respuesta a esta pregunta fue la primera que arriesgaron, desde posiciones opuestas, dos senadores oficialistas frente al fallo del Tribunal Constitucional sobre la glosa presupuestaria de educación.
Jaime Quintana, presidente del PPD, abogó por la supresión de la institución. Nada insólito si se tiene en cuenta que durante 180 años de vida republicana hemos vivido sin ella y que no existe, ni parece ser requerida, en democracias sólidas y estables como las de Holanda, Suecia y Dinamarca.
Podría incluso decirse que la del legislador encarna la visión ampliamente compartida en nuestra cultura política de que la soberanía popular debe primar sobre el juego de vetos institucionales.
Tampoco es extraño que Ignacio Walker, para quien lo único permanente es la democracia de las instituciones, redima al Tribunal Constitucional como un continuador del creado por Eduardo Frei Montalva e inaugurado por Salvador Allende, no obstante éste haber sido disuelto en 1973 junto con el Congreso, y la Constitución de 1925, que fijaba su jurisdicción, haber sido reemplazada por la de 1980 que aún nos rige.
¿Por qué persisten estas posturas tan contrapuestas? Porque no tenemos una democracia constitucional consolidada. Porque, aunque hemos afianzado nuestra democracia representativa —y el cambio del sistema binominal es su signo más elocuente—, el Estado constitucional de derecho sigue siendo una aspiración.
Es evidente que no nos hemos adaptado a las reglas del juego impuestas en los años ochenta, como sí lo ha hecho la Constitución que, procurando ajustarse a nuestro talle, ha terminado ofreciéndonos una estética donde predominan los parches sobre la investidura.
Es indudable que, en vez de encomiar estos cientos de enmiendas constitucionales, nos hallamos inmersos en un proceso constituyente. Y que, en lugar de exaltar el Estado subsidiario, que envía a las personas a transar su educación y su salud en el mercado, estamos debatiendo sobre garantías de derechos. En suma, todavía aguardamos una Constitución acorde con el espíritu de Chile, con el alma permanente de Chile.
El Tribunal Constitucional sólo se justifica en una democracia consolidada, y sólo porque su jurisdicción institucional puede llegar a ser una contribución a la cultura democrática, pero no su garante. Puede ser, como el Falso Espejo de Magritte, una ventana hacia la realidad política del país, o una representación imaginaria de lo que nunca hemos sido; el ojo donde se refleja el cielo azul que anhelamos.