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Libertad de expresión: el derecho a subirse al avión

Matías Silva Alliende
Por : Matías Silva Alliende Abogado y Profesor Derecho Constitucional
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Hemos tenido una semana en que la libertad de expresión ha vuelto a salir a la palestra. Pasa en nuestro país que cada cierto tiempo esta libertad es puesta a prueba. Ahora la discusión no dice relación con la exhibición de ninguna obra artística o difusión de un libro, como era hasta hace pocos años. La discusión es sobre quién se sube al avión presidencial. Así, el veto que el gobierno ha realizado esta semana a algunos medios, basado fundamentalmente en Caso Caval, me parece no acertado.

Aun cuando es un derecho muy preciado, la libertad de prensa es distinta de otras libertades del pueblo, por cuanto es a la vez individual e institucional. Su aplicación no se limita al derecho de una sola persona a publicar ideas, sino también al derecho de los medios impresos y electrónicos para divulgar opiniones políticas y cubrir y publicar noticias. Por lo tanto, la prensa libre es uno de los pilares de una sociedad democrática.

No hay acción política sin palabra. Cuando en la vida pública no se abre paso a un discurso en el que se explicite y articule el sentido de las decisiones por las que se rige, entonces dicha vida deja de ser propiamente política para situarse de suyo en el terreno de la negación de la política. Es inconcebible una acción política muda.

En democracia, la acción política requiere de la palabra de todos, al menos debe contar con la posibilidad de que cada uno pueda decir su palabra. La desacralización del poder y la secularización de la vida pública, implican la participación no solo en los mecanismos de decisión sobre las cuestiones que afectan a todos, sino también, y previamente, la participación en el debate público a través del cual se configura la voluntad colectiva que luego se plasma a través del ejercicio del voto. ¡Sí!, la participación en la vida pública exige el reconocimiento del pluralismo de pensamientos, ideas y opiniones que han de poder expresarse y difundirse libremente mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.

[cita tipo=»destaque»]La colusión entre grandes poderes económicos y potentes grupos mediáticos apenas si deja espacio para que la ciudadanía pueda jugar su papel en la conformación democrática de la opinión pública. No la negación directa de los hechos, pero sí su escamoteo a través de una presentación interesada de los mismos, la cual en muchos casos se ve impulsada desde un cinismo político absolutamente descarado.[/cita]

La opinión pública, sutilmente institucionalizada, forma parte de la democracia, porque, como dice Habermas, en ella también corre la soberanía del pueblo. La opinión pública no es meramente el conjunto de opiniones sobre los más dispares asuntos de un pueblo, cuyos pareceres pueden ser objeto de distintos análisis, sino que por el contrario, es el juicio crítico operante por parte de una ciudadanía activa acerca de los asuntos que le importan.

Como tal, y habida cuenta de ese sentido del concepto de opinión pública, la opinión ciudadana relevante en la política de veras democrática es la opinión correspondiente a lo que Kant entendía como un “uso público de la razón”. De él depende la capacidad de darnos mutuamente razones de las posiciones defendidas en el espacio público, tanto para justificar las instituciones y procedimientos de los que en él nos dotamos para organizar la vida en común, como para dar cuenta del por qué de las decisiones que colectivamente adoptamos. Estas no pueden sostenerse sobre la mera apoyatura de una mayoría numérica sino que requieren la justificación razonada de aquello sobre lo que se ha deliberado y decidido. Este trámite reclama someterse al filtro de la universalidad para poder argumentar que se pueden defender ante todos, aun correspondiendo a una parte de la sociedad.

Ahora bien, en Chile el férreo control mediático que mantienen los poderes fácticos, ha cultivado una hegemonía. Esa herramienta ideológica le ha permitido a la derecha local manipular las percepciones de grandes sectores de la población orientándolas, muy a menudo, hacia la asunción de la defensa de sus intereses particulares como si fueran los de toda la nación.

La libertad de expresión, consustancial a la democracia, no solo hay que defenderla desde su apoyatura ética y protegerla jurídicamente. Estamos obligados a dar la batalla política para sacarla adelante en las condiciones que una democracia cabal y una sociedad decente exigen. Pero, de poco sirve un planteamiento formalmente inmaculado respecto a la libertad de expresión si luego los ciudadanos se ven de hecho muy recortados en la capacidad para ejercerla.

No es otra la situación ante un panorama social en el que la colusión entre grandes poderes económicos y potentes grupos mediáticos apenas si deja espacio para que la ciudadanía pueda jugar su papel en la conformación democrática de la opinión pública. No la negación directa de los hechos, pero sí su escamoteo a través de una presentación interesada de los mismos, la cual en muchos casos se ve impulsada desde un cinismo político absolutamente descarado. Es el problema al que se enfrentan ciudadanos mediáticamente desarmados ante quienes tienen fuerza para imponer su visión de las cosas y con ella la justificación ideológica de lo que sucede en el mundo. Por ejemplo, los análisis acerca de la tramitación de la reforma laboral por parte de la elite, se han convertido en dominantes y vendrían a confirmar este diagnóstico.

Como buena parte de la población permanece ajena al conocimiento del manejo de los asuntos públicos, los poderes fácticos y su aparato mediático disponen de una gran dosis de calma para el ocultamiento de muchas de sus acciones, unas actuaciones que les resultan además ventajosas para su manejo, dado el hecho de que no pueden ser comprendidas en toda su significación y alcances si no se acude al análisis de los datos en la perspectiva del largo plazo, algo que está muy lejos del horizonte de los ciudadanos de la calle.

Una palabra requiere el terremoto mediático provocado por WikiLeaks, el cual ha causado, sin duda que muchas cuestiones relativas a la libertad de expresión estén de nuevo en el escenario del debate público. Al invento de Julian Assange debemos el conocimiento de las incontables actividades bancarias, así como de números recovecos políticos. Chile no ha estado ajeno a esto, y algunos medios han colocado frente al espejo la poco presentable conducta de la elite en casos como Penta, Soquimich, Caval, Corpesca, ANFP y todas las demás colusiones.

¿Hemos llegado a la Sociedad Transparente de Vattimo? Todas las nuevas revelaciones han demostrado también nuevas formas de opacidad que tiene la elite dotada de poderes y que no está dispuesta a la transparencia. Nuestra democracia necesita verse reforzada por los caminos de la libertad de expresión, la libre información y la formación del juicio crítico de la ciudadanía. La sociedad chilena requiere de ciudadanos emancipados, personas que no se abstengan de formular preguntas clave por miedo a llevarse una decepción. Necesitamos de sujetos despiertos, que no deleguen sus responsabilidades en mesías, caudillos o machos alfas, sino que estén en posición de distinguir la buena de la mala información, para tomar buenas decisiones. Se trata pues de la libertad de expresión, y con ella de nuestros derechos como ciudadanos. Se trata de un avión al que todos tenemos derecho a subirnos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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