Mucho caudal se ha hecho de los problemas que acarrearán las reformas que el actual gobierno está llevando a cabo y se destila una conclusión que, disfrazada bajo el ropaje de que no están bien hechas, esconde el deseo real de que no se hubieran hecho.
Los procesos de reforma, y ni hablar de las revoluciones, traen siempre aparejado el temor al cambio, y por cierto, siempre traen problemas porque no hay cambios que dejen todo igual.
Pensemos en los últimos 100 años de Chile. En Alessandri e Ibáñez en la década de 1920, que hicieron reformas importantísimas, a tal punto que tensionaron la sociedad de tal modo que se provocó una ruptura institucional, que devino en una nueva Constitución Política, la de 1925. Ciertamente la existencia de un Código Laboral, un Banco Central, la definitiva separación de la Iglesia y el Estado y otros aspectos, fueron reformas complejas y muy resistidas.
Saltemos unos años en la historia y situémonos en la década del 60, y nos encontraremos con la Reforma Agraria, la reforma educacional que terminó con el analfabetismo y el cambio de propiedad de la gran minería del cobre. Estos procesos llevados a cabo antes de la pérdida del control en el corto gobierno de Allende, causaron gigantescas tensiones sociales, ya que se tocó una de las fibras más íntimas de la estructura social agraria de Chile y el poder del capital extranjero.
[cita tipo=»destaque»] El gobierno actual se entronizó en el poder con una enorme votación y con un programa reformista que denominó, como el acto fundacional de un nuevo ciclo. Sin embargo, a pesar de tener mayorías en las cámaras legislativas, se limitó a reformas que no podríamos considerar piedras angulares de un nuevo ciclo, porque la gran reforma constitucional quedó en el limbo, solo bajo la atenta mirada del llamado “observatorio constitucional”.[/cita]
A tal nivel de tensión se llegó, que hay buenas razones para que pensemos que hay una cierta relación causal entre todo aquello y la contrarrevolución militar-neoliberal. Esta última, a pesar de la unidad de mando que se supone de un Gobierno Militar, debió sortear múltiples y complejos momentos en su proceso por instalar un entramado omnicomprensivo de todas las actividades, políticas, económicas y sociales del país, para imponer una nueva Constitución Política.
Las reformas de los gobiernos de la Concertación se llevaron a cabo en un marco institucional en que la derecha mantuvo un poder de veto y eso hizo que esas reformas tuvieran grados de consenso muy altos, lo que no les resta necesariamente mérito, pero también la derecha la demonizó. Y lograron su momento culminante con una seria y profunda reforma constitucional, que incluso dio en su época por terminado el reformismo constitucional, lo que siempre nos pareció extraño.
El gobierno actual se entronizó en el poder con una enorme votación y con un programa reformista que denominó como el acto fundacional de un nuevo ciclo. Sin embargo, a pesar de tener mayorías en las cámaras legislativas, se limitó a reformas que no podríamos considerar piedras angulares de un nuevo ciclo, porque la gran reforma constitucional quedó en el limbo, solo bajo la atenta mirada del llamado “observatorio constitucional”, sin conocerse qué se pretende realmente hacer en este tema, salvo que sea “no hacer nada”, en un gatopardismo pseudoconstitucional o, como dicen los jueces a veces, no ha lugar, por ahora.
La reforma tributaria, siendo importante, no afectó el derecho de propiedad y en la realidad sus mayores efectos se harán sentir en las rentas del capital, lo que no afecta a la mayoría de la población muy fuertemente, pero sí a otras variables y podría lesionar el proceso de inversiones.
La reforma educacional, actualmente en proceso, solo será estructural si se logra la desmunicipalización, ya que en las restantes materias se ha hecho un necesario ordenamiento de los aportes del Estado, impidiendo lucros no deseados. Los proyectos no han afectado la libertad de enseñanza, pero todo se ha hecho un poco a tientas, sin mucha claridad en los procedimientos.
Las reformas al sistema electoral y al sistema de partidos, no siendo menores, tampoco son estructurales, ya que un sistema más proporcional y partidos más transparentes son adelantos obvios para empezar etapas mínimas para avanzar en una democracia en desarrollo. Sin embargo, los partidos políticos, de comunidades de hombres y mujeres libres, pasaron en la práctica a ser órganos del Estado. Así se abre el camino a nuevos autoritarismos y corruptelas.
Dicho lo anterior, no cabe sino concluir que, más allá de la premura o imperfección de algunos proyectos que, en la mayoría de los casos se han aprobado con votos incluso de la oposición, en un primer examen, no dan mérito para un mal augurio respecto de la marcha institucional del país. Ello siempre y cuando se respete el Estado de derecho y no se siga la fácil ruta de desmontarlo, ya que cuando se mira más a fondo, se comienza a ver que cuando se opera así, los países han terminado frustrando las aspiraciones del pueblo soberano, que aún no recibe explicaciones de tantos dislates, ya que a ratos pareciera que gobierna el Ministerio Público y los jueces y no quienes tienen la función pública de hacerlo.