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Negocios y política: de la moralina a los desafíos

Pavel Gomez
Por : Pavel Gomez Analista Político
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¿Existirá alguna relación entre el escándalo de los correos entre el ex senador y ex ministro Pablo Longueira y el ex gerente general de SQM, por una parte, y una posible reducción de la libertad económica en Chile, por la otra? ¿Habrá algún vínculo significativo entre lo que ocurra jurídicamente con la señora Compagnon, o con el señor Orpis, y la posibilidad de que Chile tome un camino populista? Definitivamente sí. Las aventuras populistas suelen estar precedidas por procesos de pérdida de legitimidad del sistema político y del modelo económico conocido como el capitalismo de mercado.

Entendemos el populismo como un tipo de política económica que busca alcanzar objetivos redistributivos y, al hacerlo, subestima la reacción de los agentes económicos a agresivas políticas extramercado. Esta subestimación tiene efectos negativos sobre la productividad y el crecimiento de largo plazo. El populismo emerge cuando la mayoría de los votantes escoge programas políticos que le generen transferencias en el corto plazo y castiguen a los sectores percibidos como “los ganadores de siempre, en un juego arreglado”. El populismo sería una situación indeseable en la que quedan atrapados electores, políticos y empresarios: cada uno sabe que la cooperación, o el privilegio de objetivos de largo plazo, es el mejor escenario conjunto, pero cada uno tiene incentivos para comportarse de manera oportunista o cortoplacista. Cada uno es cortoplacista porque supone que los otros lo serán.

La más reciente versión del índice de libertad económica, elaborado por la Fundación estadounidense Heritage, señala que Chile ocupa el séptimo lugar entre los 178 países evaluados. Con 77,7 puntos, el país está a apenas tres décimas por debajo de Canadá, el líder del continente, y a 1,8 puntos por encima de los Estados Unidos. Sin embargo, hay tres elementos de la evaluación del país que llaman la atención.

El primero es que la puntuación global de Chile descendió 0,8 puntos en relación con el puntaje del año anterior, y 1,3 puntos desde el máximo alcanzado en el año 2013. El segundo es que los subíndices en los que el país tuvo los mayores descensos interanuales fueron “derechos de propiedad” y “libertad para la inversión” (-5,0 puntos en cada uno). El tercero es que las principales preocupaciones apuntan a la gerencia de las finanzas públicas y a la libertad (flexibilidad) laboral. ¿Es esto evidencia del inicio de un cambio en el modelo económico chileno? No lo sabemos, ya que las observaciones son aún insuficientes. Pero sí podemos aventurar algunas hipótesis sobre el creciente malestar con “el modelo”.

El modelo económico conocido como capitalismo de mercado ha demostrado poseer ventajas competitivas claras frente a sus alternativas: mayor innovación, mejoras sostenidas en estándar de vida de la población y reducciones significativas de la pobreza. Pero el gran talón de Aquiles del modelo es la desigualdad. O, mejor dicho, la manera como las mayorías perciben a la desigualdad. Cuando percibimos que las diferencias en los resultados de ingreso o riqueza se deben a diferencias en talento, esfuerzo o disposición a tomar riesgos, aceptamos la desigualdad de los resultados. Incluso podemos encontrar virtudes en esta: mejores posiciones en la escala social serían el premio (y, al mismo tiempo, el motor) de la innovación. Pero el malestar y el resentimiento se alimentan cuando percibimos que el proceso es injusto y que las oportunidades se distribuyen de manera desigual. Y en este punto, uno de los elementos cruciales es la relación entre negocios y política.

[cita tipo=»destaque»]Cuando la mayoría de la población percibe que las grandes empresas han capturado a los políticos, entonces crece la idea de que el sistema es tramposo, de que las leyes y regulaciones son artificios para favorecer a algunos intereses, durante largos períodos.[/cita]

En una sociedad puede haber protección de los derechos de propiedad y estabilidad de las reglas de juego. Puede haber flexibilidad laboral y bajos aranceles. Puede haber disciplina fiscal y baja inflación. Puede haber pocos trámites para iniciar empresas y bajas tasas de interés. Puede haber efectivas agencias calificadoras de riesgo y buena regulación financiera. Pero cuando la mayoría de la población percibe que las grandes empresas han capturado a los políticos, entonces crece la idea de que el sistema es tramposo, de que las leyes y regulaciones son artificios para favorecer a algunos intereses, durante largos períodos.

¿Por qué puede extenderse esta percepción de “juego-comprado”? Porque hay opacidad en la relación entre negocios y política, y pareciera que para las grandes empresas es muy fácil obtener “regalos regulatorios”. Porque, desde el punto de vista regulatorio, no hay transparencia y limitaciones controlables en el financiamiento de las campañas electorales. Porque no hay transparencia y rendición de cuentas en el lobby o cabildeo. Pero también, porque las élites empresariales están atrapadas en el cortoplacismo y en las fallas de coordinación. Hay falencias en el gobierno corporativo, con incentivos que magnifican los resultados de corto plazo, y que conducen, indefectiblemente, a que los gerentes traten de aprovechar las oportunidades en la penumbra de la ilegalidad. Pero también hay fallas de coordinación, porque cuando florece la competencia, quien se autorregula tiene desventajas frente a los más osados y termina segregado, desventajado o quebrado. Invertir en instituciones de coordinación tendría visos de subsidio, ya que quien invierte no captura todos los beneficios de la inversión.

En mayo de 2013 se publicó un reportaje que señalaba que la diputada, independiente de derecha, Marta Isasi (quien tuvo un rol clave en la comisión que redactó la última versión de la Ley de Pesca), habría supuestamente recibido pagos por parte de Corpesca para financiar su campaña. En enero de 2016, la Corte de Apelaciones de Santiago desaforó al senador Jaime Orpis (UDI) por el caso Corpesca. La fiscal que lleva este caso señaló que el legislador “era un funcionario de la empresa Corpesca en el Senado”.

En los últimos días la prensa reveló algunos detalles de las comunicaciones entre el ex senador y ex ministro Pablo Longueira y el ex gerente general de SQM Patricio Contesse, fechadas en agosto de 2010. En estas, el ex senador le comunicaba a Contesse sobre las opciones para un royalty a la minería, que permitiera financiar la reconstrucción posterremoto; y Contesse argumentaba sobre las virtudes de un royalty sobre las utilidades de las empresas mineras, frente a uno calculado sobre sus ventas. Al final, en un acuerdo bastante transversal, el Parlamento se decidió por un royalty sobre las utilidades. Más allá de las evaluaciones sobre la eficiencia de largo plazo de ambas opciones, estas revelaciones han alimentado las sospechas sobre las oportunidades que tienen las grandes empresas para “comprar” políticas favorables.

En un reciente artículo de prensa del señor Longueira, como respuesta a la revelación de estas comunicaciones, señalaba lo siguiente: “Me duele ver a la mayor parte de los dirigentes políticos tratados como delincuentes, atacados y escarnecidos. (…) Pedí conocer todos los puntos de vista, porque creo en el diálogo, y conversé con todos, sin imaginar que años más tarde esa búsqueda de información transversal para lograr consensos sería mirada por algunos como algo sospechoso o indebido”.

¿Qué podemos concluir? En el dominio empresarial, las empresas deben buscar construir instituciones que les permitan reducir sus fallas de coordinación y el inherente cortoplacismo de las personas que las dirigen circunstancialmente. Esto requiere avances en políticas comunes de gobierno corporativo, que incrementen el valor del largo plazo para los gerentes y que aumenten los costos judiciales individuales de los directores, ante fallas de supervisión de la labor gerencial. Las amenazas populistas deberían catalizar estos acuerdos.

En la arena de los políticos habría dos aristas clave. Primero, debe haber acuerdos transversales para aumentar la transparencia del lobby y del financiamiento electoral. Esto con el objetivo de facilitar la conexión entre el origen del dinero y las políticas y candidatos favorecidos. El mejor escenario es el de una competencia abierta y transparente entre intereses alrededor de las opciones de política. Lo segundo es la aceptación, promoción y protección de la labor de una prensa libre, de un sofisticado periodismo de investigación, que ejecute y renueve permanentemente la amenaza de la revelación, de sacar a la luz la información, de publicar secretos, como un elemento que disciplina a la intermediación política. Es cierto que para los políticos hay costos reputacionales que pueden ser inmerecidos, pero este sería el “mal menor” en la provisión de legitimidad para el capitalismo de mercado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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