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Moralismo político e igualdad

Claudio Santander
Por : Claudio Santander estudiante de Doctorado en Filosofía,  Política y Economía. Universidad de York, Reino Unido. Becario Conicyt. Twitter: @clausantan
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Un comentario a la crítica de Hugo Herrera al socialismo de Fernando Atria

En el último tiempo, se ha venido acusando a los defensores de la igualdad de pretender ostentar cierta “superioridad moral” o de querer erigirse en “justicieros igualitaristas”. Es probable que esto se deba a que buena parte de los columnistas antiigualdad entienden la política, en la práctica, como un marco regulatorio que busca responder a la pregunta sobre cómo debemos conducir nuestras vidas.

Si la política es eso, entonces hacer política se reduciría simplemente a una pugna entre valores morales cuyo vencedor está llamado a organizar la vida de las personas. En nuestro país, habría al menos dos formas de entender esta crítica sobre la pretendida “superioridad moral” de los igualitaristas: la primera es un reclamo que apela a una “mala fe”: los justicieros igualitaristas son aquellos que, por circunstancias políticas e históricas,  pretenden establecer la medida de lo correcto en materias de políticas públicas, habida cuenta de un capital moral adquirido. La crítica también esconde una desconfianza hacia este segmento de la elite política, habida cuenta del estatus de elite del que gozan, mientras que al mismo tiempo blanden la espada de la igualdad. En el fondo, se trata de un reclamo a un sector político que cree poder dictar las pautas de la moralidad y que, en razón del rol jugado en el pasado, creen tener las credenciales éticas para imponer su punto de vista normativo. Dicho sin ambages, este reclamo lo dirige la derecha contra los miembros de cierto sector de la izquierda, que incluye a una parte de la Nueva Mayoría.

También, y ligado de cierta manera al primero, hay un segundo tipo de reclamo. Este segundo tipo se mueve directamente en el debate de las ideas y ya no apela a una mala fe psicológica. En una sociedad plural, pareciera querer decirse, no es aceptable imponer concepciones morales (como el ideal de la igualdad, por ejemplo) a una sociedad democrática y diversa conformada de adultos responsables y autónomos. El objetivo de esta columna es revisar particularmente esta segunda crítica, que encuentra su expresión más sofisticada en la crítica que Hugo Herrera ha venido haciendo en este medio contra el socialismo de Fernando Atria.

[cita tipo=»destaque»]El punto de vista de Herrera en la crítica a Atria parece no estimar que la vida institucional también debe estar expuesta a un escrutinio moral. Es extraño que no haya evaluado el socialismo de Atria con los mismos parámetros que notablemente usó en su crítica al interés de la derecha chilena por ser majaderamente dependiente del escrutinio de la racionalidad técnica y al del realismo pragmático, crítica que esbozara en este medio tanto como en sus habituales columnas.[/cita]

En una de las primeras entregas que Herrera le dedicara a Atria, el primero acusa al segundo de un intento de “moralización política”. En lo que sigue no se van a defender las ideas de Atria, que puede defenderlas él mismo,  sino centrarse en cómo Herrera articula su argumentación contra un supuesto “moralismo” político, que intentaría normar las bases morales de las personas en las interacciones que despliegan económica, social y políticamente. En este contrapunto a las tesis políticas de Atria, la crítica de Herrera es un buen ejemplo de cómo ciertos argumentos alineados con el espectro político de derecha no pueden sino entender el debate político en términos de moralización de la vida.

Herrera acusa a Atria de querer moralizar la política cuando éste describe las conductas esperables de los agentes económicos en el contexto de relaciones de mercado. Sirviéndose de la distinción kantiana entre legalidad y moralidad, Herrera sostiene que el socialismo de Atria intentaría prescribir que la motivación de los agentes debe transitar desde la “motivación del propio interés” a la motivación del “interés por el otro”. En este intento, denuncia Herrera, consiste la moralización política del socialismo de Atria. La conclusión que extrae el crítico a partir de la distinción kantiana es que, en efecto, lo que motiva a los agentes a actuar es o bien la prohibición o permisividad legal por una parte, y la acción conforme al deber (o a fines) que el agente se ha impuesto a sí mismo, por otra. Atria, que no habría atendido a esta distinción, fuerza ilegítimamente la motivación moral de las personas para llevarlas a actuar de determinada manera. Luego, a partir de lo que revelaría tal distinción, Herrera considera que las contracciones internas y externas que motivan moralmente a las personas a actuar, y que son ciertamente indispensables para una teoría de la acción, son de primera relevancia también para la discusión sobre la moralidad pública que atañe a la institucionalidad económica, social y política. En esta forma de articular su crítica, reside su error.

Herrera cree que Atria trae lo moral a un terreno que debe quedar libre de tal influencia. La preocupación de Herrera es que, si la defensa del diseño de cierta institucionalidad pública, la provisión de derechos sociales por ejemplo, apelara, como cree Herrera que hace Atria, a la descripción de modos de actuar de las personas que están moralmente inclinados, por más que se declare que está simplemente “describiendo”  conductas típicas en contextos específicos, tal descripción no puede escapar a una carga moralizante. Herrera al tomar este camino de interpretación, no diferencia entre el punto de vista normativo que pueden adoptar los agentes y una evaluación moral sobre las acciones, ambas en sí mismas concepciones morales, pero que sin embargo tienen consecuencias prácticas distintas e importantes. Por ejemplo, el juicio moral que afirma que el régimen de lucro en un sistema universitario es injusto corresponde a la adopción de un punto de vista normativo, a saber, que tal régimen es inaceptable para las reglas que deben organizar el acceso a la educación superior. Ello es totalmente distinto a sostener que debemos avanzar a un régimen de acceso universal debido a que de ese modo los agentes se van a ver obligados a “corregir” sus conductas autointeresadas para comportarse según el “interés del otro” o desinteresadamente. Esto es paralelo a la idea equivocada de mucha intelectualidad de derecha que critica el régimen de lo público en razón de endilgar a la izquierda la posición de que lo público se justifica dado que de ese modo se “captura” la motivación desinteresada que debe guiar moralmente a los individuos.

Del mismo modo, lo “inaceptable”, concepto que también Herrera le critica a Atria en el contexto de la legitimidad de la deliberación pública, no tiene directa relación con la constatación empírica de la existencia de intereses parciales que conforman las posiciones individuales y concretas de las personas en la práctica deliberativa. Lo inaceptable es que esos intereses singulares y concretos que legítimamente regulan la vida individual o corporativa quieran también regular los principios que guían a las instituciones públicas. Es decir, que ciertos valores sean aceptables para las instituciones públicas es en la práctica diferente a cómo se evalúa el valor moral de una acción. Mientras lo primero es adoptar un punto de vista moral sobre qué es justo para la vida pública, lo segundo es una concepción moral sobre qué hace a una vida buena. Que Herrera adopte la perspectiva según la cual lo que la deliberación hace es intentar “someter” al que, por razones singulares y concretas, no entra al acuerdo que debe alcanzar la deliberación política se explica por el supuesto que anunciaba al principio de esta columna, a saber, que se entiende a la política como la actividad que tiene por fin guiar nuestras propias vidas hacia una idea de vida buena.

Más allá de Hugo Herrera, esto es una preocupación general de ciertos apologistas de la subsidiariedad. Si a la frase final del párrafo anterior se le cambia la palabra “política” por “Estado” se puede ver claramente la fuente de los miedos de un amplio espectro de la derecha chilena. Lo que temen, pues, es que en la práctica no sea esa “entelequia” que es la “política” sino que sea el mismísimo Estado –y sus cuadros de funcionarios rapaces, agregan–, quienes intenten “someter” el curso de nuestras vidas. Hay una forma no integrista de entender la política, sin embargo: si uno la concibe no solo como la toma del poder del Estado sino que también como la toma de posiciones en el debate público y las demandas que la sociedad civil dirige a las prácticas de la convivencia social así como también la exigencia en la rendición de cuentas, tenemos una imagen más comprehensiva y adecuada de la vida política. Y útil, porque también se concibe como un ejercicio de responsabilidad pública, que nos da autoridad para exigir cuentas al estamento funcionario.

Por ello, en lo que no se repara, volviendo a la crítica de Herrera al socialismo de Atria, es en la distinción entre el orden de la normatividad moral que debe organizar las instituciones públicas y el orden de los valores éticos que las personas consienten en adoptar. Allí reside la distinción principal que distingue la vida privada y social de las personas respecto de las concepciones morales que están a la base de las reglas que articulan la vida política. Así, por ejemplo, el interés de unas personas por los proyectos educativos privados es perfectamente compatible con un régimen de educación pública. Es totalmente aceptable que instituciones de la sociedad civil se organicen en torno a asociaciones que persigan valores que satisfagan sus intereses privados, siempre y cuando no atenten contra valores de la moralidad pública, que generalmente están constitucionalmente garantizados. Es el ideal de igualdad de trato que hay detrás de la reciente “Ley de Inclusión” en la educación, por ejemplo, ley que intenta priorizar valores como la tolerancia y la discriminación arbitraria, como piso moral básico para los valores éticos que articulan cada proyecto educativo.

Y es que, en principio, no hay nada de inaceptable en el hecho de que organizaciones de la sociedad civil adopten una normatividad no asociada con la vida democrática. Que la Iglesia católica, por ejemplo, elija a sus obispos en cónclaves en el que la feligresía no tiene acceso ni voto es totalmente compatible con una sociedad pluralista. Una democracia que defiende el valor de la igualdad política no se ve violentada porque una organización religiosa, un gremio empresarial o un club deportivo eligen a sus dirigentes por criterios que serían inadmisibles en una elección política.

Ante la posible objeción que sostiene que, en la práctica, la moralidad pública no tiene al final del día otro fin más que interiorizarse, por medio de un sometimiento, en las motivaciones individuales y que, por ello, siempre asoma la presencia peligrosa de una arbitrariedad, esta objeción asume que las opciones de la vida práctica están limitadas a una instante de la vida institucional de una democracia. Porque no es cierto que nuestras demandas morales se acaban allí donde se acaba la deliberación pública, se dicte una ley o se instaure una política pública. La discusión sobre estas cuestiones, base de la democracia, es el ejercicio activo de la vida política que, por una parte, exige compromisos, obligaciones y estándares morales para las instituciones públicas, y por otra, es la expresión de las convicciones morales que circulan en la sociedad civil como marco regulatorio para las condiciones de vidas individuales autónomas.

Piénsese, por ejemplo, en la lucha por los derechos civiles. Quienes pensamos que es justo que las instituciones sociales tengan el deber moral de tratar a hombres y mujeres como iguales no tratamos de prescribir (¿podríamos?) que en la práctica las personas se comporten motivados por la creencia según la cual las diferencias biológicas o históricas entre los géneros no justifican un trato desigual. Enhorabuena que aquellos que alguna vez creyeron que se merecen ventajas sociales, políticas y económicas en razón de su género, posición social o grupo étnico se persuadan de lo contrario en virtud de la deliberación pública. Pero a menudo no es el caso. El terreno íntimo de las convicciones personales es insondable, y es relevante, políticamente hablando, que así se mantenga y, por ende,  que establezcamos deberes para su protección. En cambio, lo que los igualitaristas tratamos de prescribir es, ni más ni menos, que las reglas que organizan las instituciones públicas estén informadas por el valor de la igualdad. Hoy parece haber un acuerdo generalizado de que la lucha por la igualdad de derechos fue –y es– una lucha justa, y en general, salvo poquísimas y lamentables excepciones, muy pocos deciden entender el triunfo de esta lucha como un “sometimiento” de su voluntad para respetar los derechos de las mujeres, de la comunidad afrodescendiente o de los homosexuales.

El punto de vista de Herrera en la crítica a Atria parece no estimar que la vida institucional también debe estar expuesta a un escrutinio moral. Es extraño que no haya evaluado el socialismo de Atria con los mismos parámetros que notablemente usó en su crítica al interés de la derecha chilena por ser majaderamente dependiente del escrutinio de la racionalidad técnica y al del realismo pragmático, crítica que esbozara en este medio tanto como en sus habituales columnas. Las concepciones morales no solo le dan sentido y valor a nuestras vidas singulares y concretas sino que también, puestos en la posición de personas política y socialmente libres e iguales, dotan moralmente de sentido y valor a las reglas que constituyen a las instituciones de la vida pública, no como la determinación a cómo debemos conducir nuestras vidas, sino que como las condiciones institucionales que hacen que las personas, las comunidades y las organizaciones de la sociedad civil puedan desarrollarse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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