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Patricio Aylwin: tu historia no me convence

Javier Zuñiga
Por : Javier Zuñiga Colectivo La Savia
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Patricio Aylwin ha muerto. Inmediatamente, su nombre evoca historia, quizás distancia y a la vez proximidad con ella. Por lo mismo apasiona, convoca a detractores viscerales en su contra y a defensores de “la persona y su obra”. Lo paradójico es que ambas posiciones comparten una matriz común: hacen del individuo el centro de la historia. Olvidan fácilmente, aunque parezca obvio recordar, que los procesos sociales no dependen solo de la voluntad de los “grandes hombres” (si fuera por eso, el destino de S. Allende o de M. Enríquez habría sido distinto) y que, por el contrario, para explicar nuestra historia reciente necesitamos remitirnos a elementos más esenciales que pongan los hechos en perspectiva.

No es posible comprender a Aylwin sin situarlo en un proceso mayor: la refundación capitalista operada tras el golpe de Estado de 1973. Si bien al momento del golpe las diferentes fuerzas sociales y políticas que participaron en él no tenían un proyecto homogéneo –compartían a lo menos ser “anticomunistas”–, prontamente la dictadura dio un golpe de timón hacia un proyecto refundacional neoliberal desarrollado por los Chicago Boys, y una democracia restringida y autoritaria, diseñada por Jaime Guzmán y compañía, plasmada desde 1980 en la Constitución.

Desde 1983 la masividad y radicalidad de las jornadas de protesta nacional podían eventualmente desembocar en un escenario de ingobernabilidad e incluso insurreccional por medio de la acción de grupos armados. Era necesario actuar. La Dictadura era, en ese sentido, una traba en la contención de la movilización social. El expediente del terrorismo de Estado y la represión no solo no eran suficientes sino que podían, en el mediano plazo, terminar siendo contraproducentes a la refundación capitalista que ya comenzaba a imponerse en esos años. Paralelamente, el mundo prendía las señales de alerta: eran posibles “salidas por izquierda” de las dictaduras (como fue el caso de Nicaragua, pero también de Portugal o Irán). Quien mejor percibió esta alarma fue, como en otras oportunidades, Estados Unidos

En ese escenario, los grupos económicos tradicionales, los que nacieron a partir de la crisis de 1982 y al alero de la segunda ola de privatizaciones y el capital internacional, no veían suficiente estabilidad para invertir con más fuerza en Chile. Por ello los partidos políticos, que poco a poco volvían a escena, necesitaban orden y contención. Así, en 1985 se llega a puerto con el llamado “Gran Acuerdo Nacional para la Transición Plena a la Democracia”, el cual fijaba las bases proyectuales y programáticas y un itinerario para la transición. ¡En 1985!

Se configuraba así un nuevo bloque de poder, con el apoyo a esas alturas de Estados Unidos, que luego de apoyar a Pinochet, veía en el dictador, tanto a nivel nacional como internacional, más riesgos que aportes. Era por tanto necesario legitimar el proyecto neoliberal. Se delimitaba un escenario mucho más efectivo para la contención social: la promesa, siempre futura, de paz y democracia. Patricio Aylwin, por supuesto, estuvo entre los gestores del “Gran Acuerdo”.

[cita tipo=»destaque»]Hoy muere Aylwin y la política que él encarnara –su “legado”– vive una crisis. A partir de ella puede emerger nuevamente una alternativa de sociedad para las trabajadoras y los trabajadores y los pueblos. Nosotros(as) queremos que lo viejo termine de morir y lo nuevo comience a nacer.[/cita]

Así fue como, tras el triunfo del “No” en el plebiscito de 1988, fue a elecciones presidenciales y las ganó en 1989. Pero Aylwin, como se puede apreciar, no se representaba a sí mismo y era, por el contrario, actor que expresaba un bloque de poder político-empresarial, por lo que defendió –como es natural– muy efectivamente sus intereses.

En solo cuatro años comenzó la política de desnacionalización del cobre y la apertura del sector a empresas transnacionales. Aceleró el proceso de bancarización (“endeudamiento”) de la población y el aumento radical de la incidencia de las AFP como uno de los núcleos financieros de la economía. Inició el proceso de privatización del agua y su entrega a merced del mercado. Se consagró la precarización, flexibilidad y desregulación laboral. Se privatizaron o, al menos, se inició el camino de privatización de servicios públicos estratégicos como la energía, electricidad, transporte, salud y, sobre todo, la educación asociada al lucro, la calidad precaria y la difusión del pensamiento que la concibe como bien mercantil.

Además, su escasa voluntad de justicia ante los responsables, militares y/o civiles, del terrorismo de Estado, la creación de “La Oficina”, que torturó, asesinó, infiltró y desarticuló a militantes y organizaciones políticas que tuvieron el atrevimiento de cuestionar el proyecto transicional hegemónico.

La alegría nunca llegó. Ni se molestó en hacerse notar y “la medida de lo posible” o la “democracia de los acuerdos” fue expresada como la única salida posible. La Concertación manipuló con la idea de democracia frágil y regresión autoritaria, hizo del “No” una gesta de publicistas que luego se plasmaría en una película hollywoodense. Así se escondió la verdadera historia, esa de la transición pactada, esa que escondió que todas las dictaduras cayeron en un marco geopolítico diferente al de Guerra Fría; esa que no reconoce que los intereses norteamericanos y del capitalismo céntrico demandaba la salida de Pinochet porque era disfuncional; esa que invisibilizó a los actores populares que lucharon contra el régimen poniéndolo en jaque.

En definitiva, el llamado proceso de “transición a la democracia”, con Aylwin a la cabeza del gobierno, jamás se propuso derrotar al régimen, pactó con él y una vez en el “poder” profundizó la refundación capitalista conformada en los años de dictadura. Pudo haber cambiado el régimen político en lo formal, pero en los hechos, se mantuvo la iniciativa política, económica y social de un mismo bloque de poder.

La historia siempre tiene un componente dramático. Una estética de lo urgente; un llamado desde lo contingente. Lo peculiar de la muerte de Aylwin es que aún después de muerto continúa ejerciendo su papel ideológico: es la figura arquetípica que, por un lado, trazó el camino que de algún modo prefigura lo que han sido todos los gobiernos que le sucedieron y, por otro lado, oculta el hecho de que detrás (y quizás también al lado y adelante) de los “grandes hombres” de nuestra historia siempre hay intereses y una racionalidad que los hace movilizarse y constituirse como clase social.

Lo dramático para nosotros(as), los que estamos, por usar otra metáfora espacial, frente y en contra del bloque de poder, es que ellos son los que dominan.

Tanto esos históricos empresarios, que estaban antes, durante y después del golpe de Estado, como son los Matte o Edwards; como las nuevas castas de empresarios beneficiados con las privatizaciones de los 80 (el saqueo), como Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín, Julio Ponce Lerou y la familia Luksic. Todos ellos circulan por tribunales y por la prensa como Pedro por su casa, invitan a autoridades a encuentros empresariales pidiéndoles explicaciones sobre las decisiones y el ritmo que debe tomar el país, financiando las campañas; a la vez que los partidos de ese “acuerdo nacional” de 1985, como los renovados socialistas y la Democracia Cristiana, se encuentran cada día más enquistados en el Estado y confundidos entre las oficinas de los grandes grupos económicos. En suma, siguen siendo el bloque que ejerce hoy el poder.

Tal vez todo eso es Patricio Aylwin. La historia hizo al personaje.

Mientras tanto, como siempre, las mismas fuerzas que fueron masacradas el 73, de las que Patricio fue un muy distinguido adversario, también las que acallaron en los 80 y que contuvieron en los 90, hoy resurgen. El “viejo topo” de la historia aparece. Calmo, sin pausa, pero avanzando. Tomó fuerza el 2001 con los estudiantes; se potenció el 2006 con el inicio de las protestas sindicales en todos los sectores estratégicos de la economía y, paralelamente, con las movilización “Pingüina” y el 2011 con los movimientos por la educación y los conflictos “regionales”.

Hoy muere Aylwin y la política que él encarnara –su “legado”– vive una crisis. A partir de ella puede emerger nuevamente una alternativa de sociedad para las trabajadoras y los trabajadores y los pueblos. Nosotros(as) queremos que lo viejo termine de morir y lo nuevo comience a nacer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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