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¿Bachelet o Qué Pasa?

Ricardo Camargo
Por : Ricardo Camargo Profesor Investigador. Facultad de Derecho Universidad de Chile.
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Hay una pregunta, a menudo repetida por un filósofo Esloveno, que dice: “¿qué prefiere: Coca Cola o Pepsi?…” y la respuesta (política, aunque figurada) que da es: “lucha de clases”.

La pregunta tiene un supuesto: la libertad viene siempre pre-determinada, enmarcada dentro de un campo que uno no dibuja ni menos es invitado a subvertir. La respuesta, a su vez, también tiene un mensaje: lo político, si es tal, siempre modifica radicalmente el estrecho marco de posibilidades en que se nos convoca a elegir.

La polémica actual acerca de si se vulneró o no la libertad de expresión apropósito de la querella interpuesta por Michelle Bachelet (ella nos ha autorizado a que la llamemos así) en contra de la Revista Qué pasa expresa precisamente esta disyuntiva y se devela en tal sentido radicalmente anti-política.

Partamos señalando que la libertad de expresión es siempre una práctica situada, cuestión que los liberales a menudo omiten. Su derrotero histórico más común ha sido su inscripción en las redes del poder medial: las grandes empresas dueñas de los medios de comunicación de masas. Allí, la libertad de expresión se comodifica –se vuelve mercancía- y pierde la mayor parte de su potencia disruptiva original. El Chile actual puede ser citado como un caso paradigmático en tal sentido. En dicho contexto, el alegato por la libertad de expresión –emanado desde los grandes dueños del poder medial chileno- se vuelve una mala broma de un trasnoche agrio.

Sin embargo, hay algo más. La libertad de expresión capturada por el poder medial ha requerido siempre los cedazos legitimadores del poder político. Aunque formalmente diferenciados, las imbricaciones son evidentes. El poder medial para sustentar su cuasi monopolio de la libertad de expresión requirió en su momento una institucionalidad que lo avalara, la que fue dada o mantenida por la elite política (la clase política). El caso chileno pos-Pinochet es también un ejemplo prístino de aquello y forma parte de los patios traseros de la transición a la democracia que los politólogos conocen muy bien.

Es por ello que resulta paradojal y grotesco la invitación a elegir si estamos a favor o en contra de la libertad de expresión que se esgrime en el caso “Bachelet-Revista Qué Pasa”.

[cita tipo=»destaque»]El artilugio utilizado (que la querella se haga a título personal y no como Presidenta) solo viene a desnudar dicha paradoja. Solo a través de una ficción (esto es, que la Presidenta pueda actuar como ciudadana común) la clase política puede intentar asimilarse con la gente corriente, e impugnar al poder medial.[/cita]

Es paradojal, pues se enuncia por parte de Michel Bachelet quien ha sido figura central de la clase política que ha mantenido (por acción u omisión) la libertad de expresión, en lo fundamental, inscrita en las redes de un concentrado poder medial.
El artilugio utilizado (que la querella se haga a título personal y no como Presidenta) solo viene a desnudar dicha paradoja. Solo a través de una ficción (esto es, que la Presidenta pueda actuar como ciudadana común) la clase política puede intentar asimilarse con la gente corriente, e impugnar al poder medial.

Convengamos que la realidad de dicha pretensión -devenir pueblo- ha sido siempre ilusoria en la historia política reciente, pero el artificio de la misma nunca había sido tan patéticamente desplegado como lo es ahora.

Pero así como frente a la pregunta “Coca Cola o Pepsi” es siempre posible responder “lucha de clases”, frente a la pregunta “Bachelet o Qué Pasa” es imperativo responder “¡Ley de medios!”.

La libertad de expresión tiene otra posibilidad de despliegue histórico, y enunciarlo es parte de la lucha por lo político. Se trata de aquel derrotero que postula la aprehensión amplia y diversa (no monopólica) por parte de la ciudadanía y sus organizaciones sociales de la libertad de expresión.

O dicho al revés, la libertad de expresión adquiere un sentido radicalmente democrático cuando su práctica no se encuentra reducida a la propiedad de grandes conglomerados mediáticos, sino es aprehendida materialmente por la ciudadanía. A decir de Judith Butler, la libertad de expresión adquiere su sentido más constituyente cuando se engarza con la libertad de reunión, pues es con ella cuando se da lugar al despliegue ciudadano de la polis.

Pero ello no ocurre por generación espontánea. Se requiere una institucionalidad que la consagre (ley de medios) y que regule la propiedad máxima de los medios que monopolizan hoy la libertad de expresión.

Una política verdaderamente democrática debe fijar claramente una frontera entre, por una parte, los que están por una libertad de expresión entregada en lo sustancial al monopolio de grandes conglomerados económicos (que han contado con la anuencia de una clase política impávida ante ello y que hoy rasga vestiduras porque se ve afectada en su honra personal) y, por otra, los que estamos por una decidida democratización de los medios que permita otra ruta de concreción histórica de dicha libertad, que la hermane con los debates de las plazas, de la gente realmente común.

Esa es la verdadera disyuntiva política. ¡No más bebidas gaseosas, por favor!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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