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Por qué hay que defender a las universidades estatales


Las últimas tres semanas han sido álgidas para la educación pública. A las marchas estudiantiles y las discusiones sobre desmunicipalización, se sumó el envío del proyecto de Ley de Fortalecimiento de las Universidades del Estado, una promesa del gobierno actual que, en teoría, vendría a saldar la deuda que existe con los planteles públicos de educación superior. Pero lo que las comunidades veíamos como una buena señal después de décadas de abandono financiero e institucional, se convirtió en desconcierto cuando logramos conocer el contenido mismo del proyecto.

Dentro de la Universidad de Chile, las organizaciones estudiantiles, de funcionarios y trabajadores a honorarios fueron las primeras en revisar el proyecto, comprobando que éste, en su totalidad, no representa ningún avance para las universidades. Por el contrario, lo propuesto supone un retroceso total en materia de gobierno universitario, democracia interna, financiamiento y condiciones laborales.

El proyecto propone que el máximo organismo directivo de las universidades esté integrado por un consejo de ocho integrantes, de los cuales tres son nombrados directamente por la Presidencia de la República y otros dos son «profesionales destacados» ajenos a las comunidades universitarias. Esto significa que decisiones tan importantes como el devenir académico del plantel, la enajenación de bienes o la destitución del mismo Rector estarán en manos de personas que no tienen relación con los planteles y que, además, estarán influidos por la política del gobierno de turno. Esto atenta directamente contra la autonomía universitaria, cierra la puerta a cualquier participación vinculante de los otros estamentos (relegados a participar de un organismo meramente consultivo y sin poder de decisión) e hipoteca los proyectos académicos de largo plazo por la voluntad de quien gobierne en el momento.

[cita tipo=»destaque»]Quizás lo más dramático tiene que ver con lo que el proyecto dice sobre las y los trabajadores de las universidades: cada plantel tendrá autonomía para fijar su propio régimen laboral y condiciones de trabajo, sin estar obligados a regirse por el Estatuto Administrativo. Esto abre la puerta primero a un desorden y desequilibrio tremendo entre funcionarios de instituciones similares, y segundo, a la precarización del empleo mismo, que ya no tendrá como base los derechos mínimos que asegura la ley actual. Asimismo, el proyecto flexibiliza aún más los criterios para la contratación de personal a honorarios, permitiendo que se siga expandiendo esta forma de empleo precaria y al borde de la legalidad.[/cita]

Algo parecido sucede con el financiamiento. A la demanda histórica del movimiento estudiantil y las comunidades de fondos basales fijos entregados de manera directa a los planteles, el proyecto opone «Convenios Marco» que tendrán que ser discutidos cada año en el Congreso junto a la Ley de Presupuesto. Esto dejará en la incertidumbre constante el financiamiento de las universidades, condicionando los fondos a las variaciones políticas del parlamento, y obligando a las universidades a negociar todos los años lo que debería dárseles por derecho.

Por si fuera poco, el proyecto además propone un supuesto «Plan de fortalecimiento» que consiste en la entrega de plata fresca a las universidades en un plazo de diez años. Lo que podría parecer un alivio, en especial para las instituciones más precarizadas, en realidad es un engaño: la cantidad fijada en la Ley no supera, por ejemplo, el 2,5% del presupuesto de la Universidad de Chile, y además proviene de un préstamo del Banco Mundial. ¿Quién se endeudó para asumir ese costo? ¿Qué condiciones puso el Banco Mundial para entregar ese dinero? Nadie lo sabe.

Pero quizás lo más dramático tiene que ver con lo que el proyecto dice sobre las y los trabajadores de las universidades: cada plantel tendrá autonomía para fijar su propio régimen laboral y condiciones de trabajo, sin estar obligados a regirse por el Estatuto Administrativo. Esto abre la puerta primero a un desorden y desequilibrio tremendo entre funcionarios de instituciones similares, y segundo, a la precarización del empleo mismo, que ya no tendrá como base los derechos mínimos que asegura la ley actual. Asimismo, el proyecto flexibiliza aún más los criterios para la contratación de personal a honorarios, permitiendo que se siga expandiendo esta forma de empleo precaria y al borde de la legalidad.

Estos tres puntos son solo los más problemáticos de un proyecto nefasto en su totalidad, que bajo una supuesta mejora en las condiciones de los planteles estatales, esconde formas de gobierno corporativo, flexibilización laboral e incertidumbre financiera. Lo que el gobierno propone no cumple con expandir la matrícula de la educación pública, no mejora la situación financiera de las instituciones y quita todo el poder a las comunidades. No es una exageración afirmar que esta Ley es aún peor que el marco regulatorio creado por la dictadura para las universidades del Estado.

Ante esta situación, es deber de las comunidades, de los estudiantes, académicos y funcionarios, informarse, discutir, alzar la voz y exigir el retiro inmediato del proyecto. Si bien la Universidad de Chile fue la primera en pronunciarse, principalmente porque la Ley echaría abajo todo lo logrado por la comunidad luego de la reforma a los estatutos de la dictadura, los otros planteles que durante los últimos años han iniciado procesos similares, o que aún conservan las normativas de los años ’80, deben aprovechar para cuestionarlas y empoderar a sus actores directos.

Esta Ley viene a matar la idea de universidades del Estado al servicio no de un gobierno ni del parlamento de turno, sino del país y sus necesidades. Con este proyecto, los que pierden no son los a veces elitizados cuerpos directivos de los planteles, sino los miles de trabajadores de las universidades, los estudiantes y un país entero que necesita instituciones educativas y de investigación autónomas, con proyectos de largo plazo y abiertas a toda la población.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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