Señor Director:
Hace unas semanas, el actual y el ex Subsecretario de Telecomunicaciones se trenzaron en una polémica en El Mostrador acerca de la existencia de las llamadas «Zonas Rojas». El primero, con argumentos técnico-jurídicos, defiende el actuar del gobierno y replica contra las empresas afirmando que «no existen ‘zonas rojas’ en telecomunicaciones». O más bien dicho, no deberían existir, de acuerdo a la normativa vigente. El segundo, trata de contradecir al primero tanto en lo técnico-jurídico como en lo empírico, admitiendo que sí hay sectores urbanos y rurales sin cobertura, pero dedicando casi 90% de su columna a defender la labor administrativa del gobierno anterior en materia de conectividad. En definitiva, ambos dedican sus energías a discutir entre elites políticas y económicas, más que a entender la real magnitud del abandono institucional que se sufre en los barrios marginales de Chile.
Nuestro punto acá es simple: las «Zonas Rojas» no solo existen, sino que son una forma de marginación mucho más amplia, penetrante y perjudicial de lo que los mencionados subsecretarios señalan conocer. En otras palabras, esto es solo la punta del iceberg, ya que la falta de cobertura en telecomunicaciones es solo una arista de un problema mayor. Dentro de la investigación “Marginalidad Urbana y Efectos Institucionales” (www.proyectomuei.com) hemos estudiado diversas prácticas institucionales en barrios marginales de Santiago, poniendo foco en su influencia sobre la creación de variados problemas sociales. Durante dos años, hemos tenido la experiencia directa de entrevistar a vecinos, dirigentes sociales y actores institucionales clave.
Dentro de los mecanismos mediante los cuales las instituciones, por su acción o inacción, profundizan la exclusión en barrios marginales, está el de las «Zonas Rojas». El actual subsecretario lo limita exclusivamente a «zonas donde se roban cables». Para nosotros, a partir de lo que hemos registrado, las «Zonas Rojas» son áreas de ausencia y abandono de varias instituciones públicas, privadas y de la sociedad civil, que se niegan a entrar a barrios marginales y entregar sus servicios -o los entregan de manera extremadamente ineficaz-, lo cual genera una variedad de problemas tanto materiales como simbólicos. Hasta ahora hemos descubierto tres tipos de argumentos que «justifican» este actuar: (1) el miedo percibido respecto de un supuesto nivel de violencia o delincuencia, (2) la baja solvencia económica de los habitantes, y (3) la abstención electoral. En el primer argumento (miedo percibido) se mezclan elementos concretos, como las tasas de victimización y los llamados hot spots que usan las policías, con elementos subjetivos, como la extrema estigmatización territorial a la que son expuestos estos barrios desde los medios de comunicación, el Estado, y hasta la misma academia. El segundo argumento (demanda no solvente) es a primera vista un argumento exclusivamente económico, lo que indicaría una «falla del mercado» al no extenderse a todos los rincones de la sociedad, como predican sus principales defensores. Sin embargo, esta supuesta falla también está influenciada por decisiones institucionales específicas que escapan de la racionalidad económica y que toman ribetes de discriminación, prejuicio y exclusión sistemática. Y el tercer argumento (abstención electoral) es directamente político, e influencia las estructuras de los gobiernos locales y del gobierno central. La razón es simple: «¿de qué me sirve invertir en un sector de la ciudad que no vota?». Tanto el clientelismo político como la rentabilidad electoral son causa frecuente en las decisiones sobre obras físicas y programas sociales en sectores específicos de la ciudad, no solo en Chile, sino en variadas partes de Latinoamérica y del llamado Sur Global.
¿Qué evidencia hemos encontrado respecto de «Zonas Rojas»? Desde disposiciones burocráticas para eludir barrios, vetos comerciales inscritos en mapas de riesgo, y hasta zonas de exclusión que circulan en variadas instituciones. Y esto va más allá de no poseer servicio de TV cable o internet. En el caso de la Población Santo Tomas (La Pintana), un territorio de más de 30 mil personas, no hay desarrollo inmobiliario, no hay bancos, no hay entregas a domicilio, no entran los taxis ni los Uber, no hay hospitales, no hay estaciones de policía, no hay supermercados (el único que había fue cerrado), no hay farmacias de las grandes cadenas, el transporte público funciona solo a ciertas horas y por algunos lugares, los jóvenes sufren de discriminación laboral ‘por domicilio’, y los servicios de educación y salud funcionan con estándares bajísimos. En el caso de las entregas a domicilio a barrios marginales, las empresas argumentan que no hay sucursales en proximidad, pero hemos tenemos evidencia de que tienen sistemas en línea que restringen ciertas áreas basado en asaltos a los conductores. Así, las opciones se restringen a retirar en persona los productos comprados, o a solicitarlos a pequeñas cadenas que sí hacen entregas, pero por un mínimo de 50 mil pesos, lo cual obviamente excluye a los más pobres.
Por otro lado, servicios críticos de bienestar y salud, como correos y ambulancias, no ingresan a estos barrios. Y hasta los mismos Carabineros se ven involucrados en este actuar. Los cuadrantes de Carabineros compiten entre sí para tener menores tasas de delitos, lo que hace que algunas patrullas prefieran no ayudar a cuadrantes vecinos. Y además, existe la sospecha de que comunas como La Pintana funcionan como «lugares de castigo» para oficiales que están en proceso de ser dados de baja. Además, la designación de «Zona Roja» contribuye a explicar la desinversión presente en estas poblaciones. El sector sur de Santiago es una gran área de desinversión: el 0% de las transacciones se realiza por intermedio de un banco y el 1% es a través del Municipio. Además, la gran mayoría de las viviendas en estos sectores, se transan a un menor precio debido al estigma territorial, lo cual hace que los residentes tengan pocas posibilidades de movilidad residencial. De hecho, es conocido entre los habitantes de estas poblaciones que la banca se niegue a otorgarles créditos y de hacerlo, las posibilidades de compra tras la venta los obliga a comprar en sectores de similares o peores características a las actuales.
La larga lista de ausencia institucional sobre áreas marginales, encabezada por el Estado, ya ha sido objeto de discusión a partir de dos reportajes de CIPER (2009 y 2012). Allí se identifican, por ejemplo, poblaciones y villas vetadas por grandes empresas del retail. De ahí que la idea de habitar en «Zonas Rojas» haya sido relativamente naturalizada en el lenguaje cotidiano de los habitantes de estas poblaciones.
En la literatura internacional, el concepto más cercano al de Zona Roja es el de «desertificación institucional», que se ha usado para describir el proceso de abandono de «personas, dinero e instituciones» en los barrios negros pobres de Estados Unidos, desde los años 60s hasta el presente. Pero en el caso de Chile esto tiene otro matiz. Las poblaciones marginales, tanto las «emblemáticas» surgidas por autogestión como los masivos conjuntos de vivienda posteriores, fueron levantadas casi en el medio de la nada, alejados de cualquier servicio y equipamiento urbano. Y lo que se fue dando acá es más bien una «desposesión relativa», respecto a cómo se extendió el accionar material y simbólico del Estado y el mercado en diferentes partes de la ciudad durante los 90s y 2000s, excluyendo sistemáticamente a estos barrios marginales.
En definitiva, sí existen las «Zonas Rojas», y no se limitan al robo de un par de cables eléctricos. Sería muy superficial culpar a un par de individuos en estos barrios por el extendido abandono institucional en el que viven sus habitantes.
Martín Álvarez
Gricel Labbé
Javier Ruiz-Tagle