El 5 de noviembre de 1877 entró en vigencia el denominado «Decreto Amunátegui», que permitió el ingreso de las mujeres a las universidades chilenas. Se cumplen 140 años de este hito, que no ocurrió por la buena voluntad del presidente de la época -Aníbal Pinto- ni de su ministro de Justicia e Instrucción Pública -Miguel Luis Amunátegui-, pese a que, como muchas paradojas en la historia de las luchas de las mujeres, esta conquista lleve el nombre de un hombre.
En efecto, este logro fue consecuencia de la presión de esas mujeres pioneras que exigieron ingresar a la universidad para recibir una formación profesional en igualdad de condiciones con los hombres, debiendo romper con toda clase de estereotipos y barreras propias de la época. Recordemos que ya desde 1860 existía en Chile la Ley de Instrucción Primaria, que estableció la igualdad en el acceso a la educación de nivel básico de niños y niñas, una tarea hasta ese momento desarrollada por entidades privadas, especialmente religiosas.
El Decreto Amunátegui es un buen reflejo de una época ambivalente en términos de la coexistencia de visiones conservadoras junto a voces más avanzadas que defendían, por ejemplo, la necesidad y el derecho a la educación de las mujeres y las niñas. El propio Decreto señala que el ingreso de las mujeres a la universidad debe concretarse “a condición de someterse a las mismas exigencias que los hombres”. No obstante, había apreciaciones diferenciadas en cuanto al sentido de la educación dependiendo del género. Así, se asumía que los hombres requerían de una educación formal para posteriormente incorporarse al mundo del trabajo y atender las necesidades familiares. En el caso de las mujeres, en cambio, la importancia de su educación fue extendiéndose como idea a la par que el riesgo ante un posible abandono de las labores familiares para obtener un salario complementario. De esta forma, se asienta la idea de que los hombres entran en las carreras, mientras que las mujeres desertan del hogar.
Es interesante, además, que el discurso sobre la educación femenina en el siglo XIX va configurándose a partir de la exigencia de responder a tres mandatos cruciales: i) Sostener la familia; ii) Formarse como ciudadanas; iii) Asistir desde su condición de madres al desarrollo del país. De acuerdo con esto, se va estableciendo un conjunto de actividades consideradas apropiadas según la naturaleza de la mujer, entre ellas:
– Higiene y puericultura doméstica y aplicada a los servicios sanitarios de la Beneficencia Pública (dispensarios, enfermerías, maternidad, casas-cunas, asilos, etc.).
– Formación para el hogar (cocina, despensa, lavado, confort, etc.).
– Comercio (contabilidad, redacción, dactilografía, taquigrafía, etc.).
– Administración pública y comunal, estadística, movimientos demográficos, impuestos internos, oficinas de recaudación y de agua potable, laboratorios municipales, correos, teléfonos, telégrafos, etc.).
– Agricultura (horticultura, floricultura, avicultura, apicultura, etc.)
Esto se verá reflejado posteriormente en la elección de carreras universitarias por parte de las primeras mujeres que ingresan a ellas. Hay inicialmente una tendencia por aquéllas consideradas tradicionalmente femeninas, ligadas al campo de la educación o de la salud, pero también un creciente interés de algunas mujeres por carreras típicamente masculinas, como ingeniería, abogacía o química.
[cita tipo=»destaque»]Casi cuarenta años después de que se permitiera el ingreso de las mujeres a las aulas universitarias, recién pudieron enseñar en ellas. Con estudios posteriores en Columbia y en La Sorbona, Amanda Labarca dedicó su vida a trabajar por la educación pública y a defender especialmente el derecho a la educación de las mujeres en tanto herramienta insustituible para su autonomía y realización. Sin todas ellas, nosotras no estaríamos aquí. [/cita]
Cabe destacar el incremento sostenido de mujeres que se van incorporando tanto al mundo universitario como al mercado del trabajo remunerado -ambos fenómenos estrechamente vinculados-, como muestra la siguiente tabla:
Todo ello, como se ha señalado, es parte de un proceso de avances mediados por la tensión entre visiones conservadoras y progresistas sobre la condición de la mujer. En el caso de las universitarias, la Revista Eva, muy popular en su época, es del todo gráfica en una crónica de 1949, donde se lee: “Las universitarias poseen un cerebro más disciplinado, ven las cosas con mayor claridad y están colocadas en un plano de visión mucho más alto que las demás mujeres. La profesional posee seguridad en sí misma, es astuta frente a los problemas que le plantea la vida, sabe arreglárselas sin necesidad de recurrir a ayuda ajena, tiene una cultura general vastísima. Sin embargo, siempre se habla de que la profesional pierde feminidad, se pone dura, insensible y “masculinizada”. Pero ¿no le ha sucedido a usted caer en manos de una dentista toda dulzura y suavidad, que sufre más que usted cuando le hace alguna extracción?”.
En tal sentido, preocupadas por el lugar que comenzaron a ocupar en la sociedad chilena, ya en 1939 se había creado la Asociación de Mujeres Universitarias de Chile, que en sus estatutos fundacionales sostenía como objetivos centrales: 1) Establecer lazos de amistad y de cooperación entre las universitarias; 2) Extender y mejorar las oportunidades culturales, económicas y sociales de la mujer profesional; 3) Elevar la condición de la mujer en general, especialmente en sus aspectos cultural, económico y cívico.
Ciertamente, es imposible abordar en estas líneas más de un siglo de trayectoria de las mujeres en la educación universitaria chilena. Mas, como se señalaba al inicio, es preciso remarcar la fuerza y perseverancia de esas primeras mujeres universitarias que debieron hacer frente a toda clase de estereotipos y barreras. Fueron pioneras. Prometeas que robaron el conocimiento hasta ese momento atesorado sólo por hombres. Por eso, este texto es también un homenaje a todas ellas. Valientes fueron Eloísa Díaz (titulada en 1887), la primera médica chilena; Matilde Throup y Matilde Brandau (1892), las primeras abogadas; Griselda Hinjosa (1899), la primera farmacéutica; Justicia Acuña (1919), la primera ingeniera civil; entre otras.
A 140 años de este suceso señero, imposible olvidar también la figura de Amanda Labarca, educadora egresada del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, precursora al asumir, en 1919, una cátedra universitaria en la misma institución que la formó. Casi cuarenta años después de que se permitiera el ingreso de las mujeres a las aulas universitarias, recién pudieron enseñar en ellas. Con estudios posteriores en Columbia y en La Sorbona, Amanda Labarca dedicó su vida a trabajar por la educación pública y a defender especialmente el derecho a la educación de las mujeres en tanto herramienta insustituible para su autonomía y realización. Sin todas ellas, nosotras no estaríamos aquí.