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En defensa de la ética Opinión

En defensa de la ética

Paulina Morales
Por : Paulina Morales Académica Departamento de Trabajo Social Universidad Alberto Hurtado
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Por estos días se ha anunciado que, finalmente este viernes 4 de abril, los ex controladores del grupo Penta -Carlos Eugenio Lavín y Carlos Alberto Délano- deben iniciar las clases de ética que les fueron impuestas como parte de la sentencia en tanto autores de delitos tributarios reiterados, emitida hace ya casi un año. Recordemos que ambos fueron condenados también a cuatro años de libertad vigilada y al pago de 1.700 millones de pesos (correspondiente a la mitad de lo defraudado). Según hemos sabido, las clases se realizarán todos los viernes en la Universidad Adolfo Ibáñez y en ellas se abordarán tres grandes perspectivas éticas: aristotélica, utilitarista y kantiana.

Como era de esperar, tanto la sentencia original como el inicio del cumplimiento efectivo de ésta ha dado pie a una serie de cuestionamientos y no pocos sarcasmos, con justa razón, porque nos encontramos frente a una situación del todo absurda e irrisoria. En efecto, la propia acción de condenar a un individuo a asistir a clases de ética tras haber sido declarado culpable de determinados delitos resulta incomprensible y refleja un profundo desconocimiento del papel y de la relevancia de la ética para una sociedad. La ética es, ante todo, un saber teórico. Ya sea desde los planteamientos de Aristóteles, de Kant o de Mill, estamos frente a un acervo de conocimientos que forma parte de lo que se conoce como «moral pensada», por oposición a una «moral vivida». De esta forma, la ética es aquella rama de la filosofía que reflexiona sobre la moral. Muchas veces se las utiliza como sinónimos debido a que en sus respectivos orígenes -griego (ethos), en el caso de la ética; latino (mos), en el caso de la moral- significan prácticamente lo mismo: carácter o costumbres, de manera que la ética es aquel tipo de saber que orienta la acción.

Pero, ¿tiene sentido pensar que unas cuantas clases de ética pueden tener como consecuencia un cambio conductual en dos septuagenarios que llevaban años de prácticas tributarias ilegales, según acreditó la propia investigación de la Fiscalía? ¿Habría cambiado algo el que prematuramente hubiesen leído la Ética a Nicómaco de Aristóteles? Me aventuro a pensar que -de haber sido así- prontamente hubiesen abandonado el ideal de virtuosismo que preconizaba el estagirita (como se conocía a Aristóteles en su tiempo), debido a que se contrapone a algo que a estos personajes parece gustarles demasiado: el rédito fácil y rápido, la instantaneidad del éxito; nada más alejado de una vida entera consagrada a las virtudes para concluir, finalmente, que se ha sido feliz (aristotélicamente hablando). ¿Será, entonces, que les faltó leer (y quizás releer) la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres de Kant? Me aventuro, nuevamente, a pensar que no, puesto que les habría implicado renunciar a la búsqueda del placer y guiarse únicamente por el deber, en concordancia con la moral rigorista que postula el kantismo. Pienso que no, además, porque asumir esta perspectiva ética les habría implicado el cumplimiento del famoso imperativo categórico kantiano, que exige conducirse esperando que las máximas que guían nuestras acciones puedan convertirse en leyes universales. Y claro, cómo iban a querer los Carlos que todo el mundo hiciera lo que ellos hacían, con las mismas retribuciones y ganancias…

Entonces, aún nos queda el utilitarismo, que así a primera vista parecería más cercano al razonamiento económico de estos ingenieros comerciales, desde un prisma liberal. Y, sin embargo, parece ser que tampoco estos condenados leyeron ni a Jeremy Bentham ni a John Stuart Mill, porque habrían entendido que el principio de utilidad indica obrar de manera tal que las consecuencias de sus actos hubiesen redundado en la mayor felicidad o placer para el mayor número y la menor felicidad o displacer para el menor número. Contrariamente a esto, lo que vemos acá es una práctica delictiva permanente en el tiempo que ha dejado múltiples perjudicados y muy pocos beneficiados, primeramente, ellos mismos. En su investigación, la Fiscalía acreditó al menos ocho grupos de hechos constitutivos de delito -“en grado de consumado y en carácter de reiterados”, sostiene la sentencia- que iban desde la triangulación de dineros entre sus diversas empresas hasta la asignación de bonos injustificados, la celebración maliciosa de contratos, la emisión de facturas y boletas ideológicamente falsas, entre otros, con la finalidad de evadir impuestos durante años.

Frente a ello, la ética no puede ser utilizada -instrumentalizada, diríase mejor- para brindar lecciones morales a adultos que tenían pleno conocimiento y conciencia de sus actos y de sus respectivas consecuencias, como si se tratara de niños malcriados que hicieron una travesura. Esto, como bien señala la reconocida filósofa española Adela Cortina, es moralina, no moral; menos aún filosofía moral, o sea, ética. Como sostiene esta autora, “en realidad «moralina», si miramos el diccionario, viene de «moral», con la terminación «ina» de «nicotina», «morfina» o «cocaína», y significa «moralidad inoportuna, superficial o falsa». A la gente le suena en realidad a prédica empalagosa y ñoña, con la que se pretende perfumar una realidad bastante maloliente por putrefacta, a sermón cursi con el que se maquilla una situación impresentable.”

Y si no es esto un intento de perfumar o de maquillar la podredumbre, ¿qué sentido tiene enseñar ética a sujetos que decidieron, en pleno uso de sus facultades, actuar de forma delictiva? ¿Qué aportará a los propios condenados, asumiendo que toda pena judicial tiene un sentido reformador que se espera prevenga la reincidencia? Y, cabe preguntarse también, ¿qué tipo de retribución puede esperar la sociedad, considerando que toda pena se orienta hacia la reinserción social? Más aún, ¿podemos pensar que los Carlos cometieron los delitos que cometieron debido a la falta de conocimientos de ética? ¿Será razonable esperar que tras estas clases -una vez corroborada la asistencia y aprobación del curso- cambiarán su patrón de comportamiento y se conducirán, ahora sí, éticamente el resto de sus vidas? Nada de esto parece tener sentido, ciertamente.

Más aún, no deja de ser llamativo que el recurso a la enseñanza de la ética aparezca como sentencia frente a un delito ‘de cuello y corbata’, como se conoce a los delitos económicos, que socialmente son tenidos por blandos y considerados menos graves porque no involucran hechos de sangre. Que entonces, frente a la supuesta liviandad de ciertos delitos la ética sea el castigo soft solo puede empeorar el cuadro, porque la ética no puede ser nunca un castigo y porque la señal que se termina dando a la ciudadanía es deplorable: primero, no importa cuán graves sean los delitos cometidos, con unas clases de ética todo puede quedar arreglado. Segundo, lo importante es la posición económica de los acusados; a unos les tocará quedar tras las rejas, por ejemplo, por vender CDs piratas en la calle; a otros les corresponderá asistir a clases de ética en las cómodas dependencias de una universidad de la cota mil, si defraudan al fisco por años.

La ética queda -tras esta sentencia y su efectivo cumplimiento- injuriada y atropellada en su dignidad más propia, convertida en píldora estéril e infantilizada hasta el hartazgo. Para los sancionados representa un triunfo, la victoria del dinero fácil y de los buenos contactos. Para el resto de los ciudadanos, significa una bofetada a la decencia y al sentido común.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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