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Las ambivalencias del romanticismo político Opinión

Las ambivalencias del romanticismo político

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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El adjetivo romántico no pasa inadvertido. Toca sensibilidades. Halaga y zahiere a la vez. Agita las pasiones, las buenas y las malas, y genera tempestades. Algunos lo utilizan como un látigo para fustigar a los soñadores irresponsables. Otros, en cambio, lo emplean para referirse de manera elogiosa a quienes adhieren, sinceramente, a causas que no les reportan ningún beneficio personal. Mas, ¿quién está libre de los sortilegios del romanticismo? Nadie. Por eso, quien utiliza la palabra romántico de manera peyorativa, como arma arrojadiza, lanza un bumerán y puede devenir de acusador en acusado.

El año 2019 conmemoramos (en la Universidad Diego Portales y en la Universidad Alberto Hurtado) el centenario de dos libros que abordan la problemática del romanticismo. Su relectura podría ser oportuna en este verano atendiendo a lo que está ocurriendo en nuestro país en el último tiempo. Ambos libros han dejado huellas en sus lectores durante varias generaciones. Concretamente, cumplieron años el Romanticismo político de Carl Schmitt y La política como profesión de Max Weber. Los dos fueron destilados, gota a gota, durante los borrascosos años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Durante la confrontación se alternaron los días de euforia y los días de escepticismo, los cuales concluyeron finalmente con la amarga derrota alemana. Las cornadas de la guerra zarandearon la conciencia política y moral de la elite intelectual europea. Fueron los avatares de esos años los que incitaron a Carl Schmitt y Max Weber a evaluar el rol que cumplen los ideales y las ilusiones en política. En las líneas que siguen efectuaré algunas digresiones sobre las ambivalencias del romanticismo político a partir de los planteamientos de ambos pensadores.

¿Qué denota la palabra romántico? En nuestro lenguaje cotidiano el vocablo romántico se utiliza como emoticón verbal, como comodín o como saeta. Por eso, quizá, se usa más como adjetivo que como sustantivo. Con ella se quiere denotar que alguien es sentimental, nostálgico, soñador, insustancial, sensiblero, buenista; o bien que algo —una época, una escena o un lugar— es pintoresco, poético, encantador, de ensueño. Cuesta encontrar en el lenguaje coloquial expresiones en las cuales la palabra romántico se use como sustantivo. En español tampoco existe el verbo “romantizar”. Todo ello, quizá, dificulte la comprensión del cúmulo de ideas expuestas en el referido libro de Schmitt; pues para él la palabra romanticismo no denota el precipitado de una actividad, el fruto de un hacer, sino que se refiere a la matriz que incita, que incuba, ese quehacer. Por eso, su mirada se centra en el modo como ciertos objetos devienen en alucinantes y, más específicamente, con las peculiaridades de la mente fantasiosa que los transmuta en entidades idealizadas y ansiadas o, simplemente, en quimeras románticas. Así, la aproximación de Carl Schmitt al romanticismo no tiene que ver con los objetos que se adjetivan de románticos, ni con aquellos que se consideran en sí mismos de ensueño, sino que con la actitud que incita a aderezar emotivamente ciertas entidades.

Crear y soñar caprichosamente

¿De qué índole es ese quehacer creativo? Es una actividad intangible, puramente mental, que se encuentra en las antípodas de las ocupaciones y obsesiones filisteas. No obstante, dicha actividad en gran parte es posible porque los filisteos proporcionan material para llevarla a cabo. Así, por ejemplo, recursos económicos, ya sea como mecenas, financistas o auspiciadores. Pero sobre todo insumos sicosociales, ya que los filisteos inspiraron los arquetipos literarios (como la figura del materialista ramplón, del avaro de afectos y del egoísta inmisericorde, por mencionar sólo algunos) que están en pugna con el héroe romántico. Las formas expresivas de las cuales se sirve la sensibilidad romántica y en las que cristaliza su pulsión estética son generalmente los diferentes géneros literarios y, en menor medida, la música y la pintura. En una palabra, el arte.

Si en español existiera el verbo “romantizar”, éste sería sinónimo de alucinar, de fantasear, de fabular de manera rocambolesca. Y, ciertamente, lo romántico tiene que ver con lo fabuloso, con aquello que no es adocenado o, si se quiere, con lo peculiar o singular. Pero la peculiaridad no radica en el objeto mismo, in re, sino que en las cualidades que el sujeto romántico le imputa a la cosa. Así, lo romántico es post rem, por consiguiente, es posterior a la cosa misma, pero ella —la cosa— fue el suscitante, el detonante de la fantasía, del acto imaginativo.

Para ilustrar esta idea pondré un ejemplo extraído de uno de los campos predilectos del romanticismo: el del amor. Nos enamoramos, decía Stendhal en 1822, cuando nuestra imaginación proyecta inexistentes perfecciones sobre otra persona. Implícitamente, Stendhal nos está diciendo que la persona amada no es perfecta en sí misma, sino que deviene en perfecta en la medida en que el enamorado le insufla propiedades al objeto amado, en la medida que lo adorna, que lo adoba, que lo recama con su imaginación. Ejemplos emblemáticos: la manera como Don Quijote transfigura a Aldonza Lorenzo hasta convertirla en Dulcinea del Toboso o como Emma Bovary fragua en su imaginación a sus sucesivos amantes. Pero cuando la tosca y enrevesada realidad reclama sus fueros y, finalmente, defenestra las ilusiones, lo hace a costa de los ilusos. Por cierto, en Don Quijote se acentuó el delirio y a la señora Bovary la decepción la empujó al suicidio. Así, la búsqueda de la felicidad absoluta termina en el más completo desastre. Como decía Rubén Darío: Huyendo del mal, de improviso se entra en el mal por la puerta del paraíso artificial. Esta secuencia también suele darse en el campo de la política y suele recibir el nombre de desencanto. Tal desencanto tiene sus raíces en sucesivos fiascos, fracasos y decepciones, cuyas consecuencias sociopolíticas están insinuadas con profundidad y sutileza en los párrafos finales de la referida obra de Max Weber.

Como se puede advertir, los objetos románticos, por ser tales, carecen de sustancia; pues no se bastan a sí mismos y, en tal sentido, son hasta cierto punto inconsistentes, irreales, meras quimeras; sin embargo, tienen un enorme potencial de seducción y algo de atracción fatal. Tales idealizaciones duran mientras persiste la disposición anímica del sujeto que las forjó. En el momento cúlmine de la idealización se transmutan en algo así como en un Zahir (en la acepción borgiana de la palabra), en una obsesión pertinaz; pero en un Zahir que es paradójicamente transitorio. Así, devienen, en suma, en lo que yo llamo recurriendo a un oxímoron, en absolutos evanescentes.

Para un pensador político, heredero de Jean Bodin y de Thomas Hobbes, que tiene por una de sus preocupaciones centrales la cuestión del orden y de la estabilidad, el temperamento romántico convertido en un protagonista del campo político es, sin duda, un peligro, debido a que es una amenaza para la buena salud del cuerpo sociopolítico y para la estabilidad del orden político.

El riesgo de las ilusiones

¿Cuáles son los peligros que entrevé Carl Schmitt en el romanticismo político? En primer lugar, para Schmitt el romanticismo tiene una aproximación errada al campo de la política, ya que parte de un supuesto que la torna innecesaria, a saber: la bondad natural del hombre. Dicho supuesto, desde el punto de vista formal, es incompatible con la concepción schmittiana de la política y, desde una perspectiva empírica, tal presunción incrementa las probabilidades de derrumbe del orden político, independientemente de las peculiaridades de su arquitectura institucional.

En segundo lugar, Schmitt concibe al romántico como una persona incapaz de adoptar resoluciones y, menos aún, de tomar decisiones, en circunstancias que un elemento distintivo del dominio político para Schmitt es la toma de decisiones. Tal incapacidad conllevaría, finalmente, a la ruina de la agrupación política.

En tercer lugar, el romántico, al rehuir la decisión, escapa del aquí y del ahora, huye al futuro o se fuga al pasado, pero —a diferencia del reaccionario— no se trata de un pasado concreto, real, histórico, sino de un pasado idealizado, amañado por su fantasía, recamado por su imaginación. Así, el romántico optaría por la ensoñación estética en desmedro de la facticidad de la política contingente.

Como se ve, política y romanticismo, desde la perspectiva de Carl Schmitt, son incompatibles. Desde su óptica el romanticismo político es la negación de la política, pues reniega de la realidad y rehúye la decisión. Pero la concepción schmittiana tanto de la política como del romanticismo no se puede aceptar sin más. Con todo, el mayor peligro del romanticismo político no radica en el hecho de que formalmente sea un oxímoron, sino en que es un espejismo seductor, en cuanto es un complejo de ilusiones con un alto potencial de fascinación, un generador de sueños, de embelesos y de encantos. En la eventualidad de que desfallezca la petulancia de las ilusiones, su mayor peligro estriba, tras su muerte, en que su extinción no se traduzca en un mayor sentido de realidad; sino que, por el contrario, pueda tener por consecuencia una mayor propensión a lo que Max Weber llamaba la huida mística del mundo; vale decir, que incite a los ilusos a escapar de la ciudad terrenal para refugiarse en un paraíso de ensoñaciones. Pero como también decía Max Weber —y con mayor sentido de realidad que Carl Schmitt—: no se hubiese alcanzado lo posible si una y otra vez no se hubiese intentado lo imposible.

Me parece que Carl Schmitt incurre, en el libro mencionado, en una falta de sentido histórico al no advertir que las ilusiones, las fantasías y los ideales también tienen cierta dosis de efectividad, de operatividad, y que han tenido un rol que no siempre ha sido adverso en la historia. De hecho, tienen un potencial de movilización, como el mismo lo pone de manifiesto en un escrito de 1923 que lleva por título Teoría política de los mitos. Me pregunto si no hay algo de ocasionalismo en la crítica de Schmitt al romanticismo. Asimismo, me parece advertir una falta de sentido de realidad al no darle carta de ciudadanía al rol que tienen las pasiones y las ilusiones en la política.

Al respecto, Max Weber es bastante más lúcido, puesto que sostenía que la política se hace con la cabeza; pero, con toda seguridad, no sólo con la cabeza. En el planteamiento weberiano las pasiones cumplen un rol fundamental. Ellas son, en última instancia, el motor que empuja y guía la acción. Asimismo, Schmitt, a diferencia de Weber, fue incapaz de distinguir al político genuinamente apasionado respecto de aquel que Weber denominaba el estérilmente excitado. Dicho de otro modo: Schmitt no supo diferenciar a un auténtico romántico de un romántico trasnochado; fue incapaz de discernir entre un romántico genuino y un fanfarrón; aunque también cabe la posibilidad de que no le resultara funcional a sus propósitos distinguir entre los afectos sinceros y la sensiblería impostada.

Como lector de Carl Schmitt, no puedo dejar de preguntarme si él está del todo libre de algunos de los deslices en el que suelen incurrir los románticos. ¿Acaso no incurrió él también en algunas prácticas que tan duramente le crítica a Adam Müller?, ¿acaso no idealizó también la figura de un líder que resultó ser un villano?, ¿acaso no magnificó también al pueblo?, ¿acaso no hizo de su teoría de la decisión un mito romántico?, ¿acaso él también no tenía ribetes de ocasionalista?

Unas gotas de pasión e ilusión

El romanticismo, en cuanto talante anímico que incita a asumir una actitud ante la vida y el mundo, no es en modo alguno reprochable en sí mismo, es simplemente una manera de asumir o de eludir ciertas aristas de la realidad. En algunos dominios del quehacer humano —como el del arte, por ejemplo— es casi una disposición connatural a él. Sin embargo, cuando esa sensibilidad se trasvasija al campo de la política, y logra inundarlo completamente, deviene en un peligro de mayor envergadura; puesto que su predominio en tal campo, sin ningún tipo de contrapesos, puede llevar a la asociación política, de manera casi expedita, a la ruina.

No obstante, su total ausencia también puede poner en riesgo la vitalidad y la supervivencia de la agrupación política. Dicho de otro modo: una dosis de romanticismo tonifica al quehacer político y empuja (contrariamente a lo que creía Carl Schmitt) a la acción y a la decisión. De hecho, el romántico quiere hacer historia y se afana por proyectar sus obras en el tiempo. Tiene sed de eternidad. Tal ansiedad se explica porque padece las neuralgias de la temporalidad. Ellas lo incitan a sublevarse en contra de Kronos. Se desvive por alcanzar la inmortalidad en este lado del mundo. Por eso, el romántico se rebela, mediante la acción temeraria, en contra del imperio de la finitud. De hecho, quienes componen la agrupación política, si quieren hacer una melladura en el tiempo y si quieren seguir viviendo con cierta entereza, deben estar enamorados de la ilusión de la trascendencia. Ella les permitirá sobreponerse a las asperezas del presente. Con tal fin los románticos suelen inspirarse en el pasado. Pero es la voluntad de futuro la que, en última instancia, les permite encarar el presente.

El hombre requiere de un horizonte temporal que vaya más allá de la mera cotidianeidad. La política necesita, en suma, de unas gotas de romanticismo; es decir, de un barniz de esteticismo, de ansias de trascendencia y de sobria locura. Así, el romanticismo le otorga significado y sentido a la vida sociopolítica. Contribuye, por cierto, a combatir la insipidez de la rutinaria gestión burocrática, mantiene a raya al mecanicismo desvitalizado que antecede a los tiempos apáticos, coadyuva a mitigar la futilidad de la existencia humana, etcétera. Quizá su mayor virtud radica en el hecho de que contribuye a zarandear los barrotes de la jaula de hierro tras los cuales dormitan los fofos hedonistas sin corazón.

En síntesis, una dosis razonable de romanticismo no sólo le brinda cierta épica a la actividad política, sino que también le insufla cierto pathos que ayuda a ahuyentar el tedio cívico, a colmar de sentido a la ritualidad vacía y, especialmente, a conjurar al más peligroso de todos los fantasmas: el fantasma del absurdo y del sin sentido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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