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COVID-19, un récord trágico: ¿evitable con una nueva Constitución?               Opinión

COVID-19, un récord trágico: ¿evitable con una nueva Constitución?              

Felipe Cabello Cárdenas
Por : Felipe Cabello Cárdenas MD Professor Department of Microbiology and Immunology, New York Medical College. Miembro de la Academia de Ciencias y de la Academia de Medicina, Instituto de Chile.
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Las cifras de mortalidad indican claramente que la epidemia ha evolucionado de peor manera en Chile que en Estados Unidos, y que ambos países están entre los que han tenido los peores resultados en el mundo en contender con la epidemia. Sin embargo, es interesante destacar que esto, que las cifras de mortalidad muestran de manera descarnada e irrebatible, pareciera carecer de penetración en la conciencia y en la cultura cotidiana de la sociedad chilena.


Algunos días atrás, la cadena ABC de Estados Unidos destacaba las declaraciones de un epidemiólogo del Hospital Pediátrico de Boston, John Brownstein, respecto de la epidemia de COVID-19, las cuales resumen bastante bien la opinión de la abrumadora mayoría de los expertos en enfermedades infecciosas y en microbiología en ese país.

El epidemiólogo decía que los más de 700 mil muertos por la epidemia era un récord trágico y totalmente evitable y que esto era el resultado de la politiquería barata, de la desconfianza en la ciencia y de una falta de empatía y de diligencia respecto del sufrimiento humano que se puede prevenir. Los aproximados 700 mil muertos o más por la epidemia en EE.UU., resultan en una mortalidad por 100 mil habitantes de 209.5, considerando una población de 334 millones de habitantes.

En Chile los aproximadamente 49 mil muertos por el virus resultan en una mortalidad por 100 mil habitantes de 256.0, para una población de 19.1 millones, alrededor de un 18.00% más alta que la tasa de mortalidad estadounidense.

En ambos países, como lo han sostenido múltiples epidemiólogos y publicaciones científicas, la mortalidad está subestimada probablemente en un 30%, de modo tal que en EE.UU. la mortalidad real por la pandemia sería cercana a los 910 mil fallecimientos, y en Chile, alrededor de 63.700.

Tanto en Estados Unidos como Chile la pandemia ha provocado ya más muertes que la epidemia de influenza de 1918-19, que en EE.UU. fueron 675 mil y en Chile cerca de 40 mil. Los fallecimientos por la pandemia en nuestro país son hasta ahora por los menos tres veces o más que los decesos de ciudadanos de Chile, Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico (alrededor de 15 mil).

La epidemia además ha dejado en Chile, como en otros países, decenas de miles de individuos padeciendo de patología crónica, resultado de la infección viral y cuyo cuidado gravará los servicios de salud por años. Las cifras de mortalidad indican claramente que la epidemia ha evolucionado de peor manera en Chile que en Estados Unidos, y que ambos países están entre los que han tenido los peores resultados en el mundo en contender con la epidemia. Sin embargo, es interesante destacar que esto, que las cifras de mortalidad muestran de manera descarnada e irrebatible, pareciera carecer de penetración en la conciencia y en la cultura cotidiana de la sociedad chilena.

A diferencia de EE.UU., donde prácticamente todos los estamentos científicos y políticos, los medios y el público en general reconocen el abismante y vergonzoso fracaso del país en lidiar racionalmente con la epidemia y lamentan la pérdida enorme e innecesaria de vidas, en Chile la exitosa cobertura de vacunación de los últimos meses pareciera tal vez borrar el catastrófico resultado del manejo de ella. Desastre que resulta, al igual que en Estados Unidos, en un gran exceso de muertes evitables, una parte importante de ellas en poblaciones vulnerables socioeconómicamente, hispánicos y afroamericanos, en el país del norte, y de la Región Metropolitana en Chile. Tal vez esta catástrofe sanitaria y demográfica chilena encuentra sus raíces en las mismas causas descritas por el Dr. John Brownstein para explicar el desastre en su país, y mencionadas al comienzo de este texto.

Respecto de la politiquería barata como causa del problema, un ejemplo de ella fueron las falacias de la autoridad sanitaria en los comienzos de la epidemia en marzo y abril del 2020, cuando el doctor Jaime Mañalich aseguraba que Chile estaba muy bien preparado para enfrentarla y que el ministerio bajo su dirección tenía la situación totalmente bajo control.

[cita tipo=»destaque»]Las medidas de politiquería barata descritas, sumadas a la ignorancia espontánea o voluntaria de la ciencia epidemiológica y microbiológica básica, que debiera fundamentar la conducción epidemiológica, crearon una mezcla fatal que colocó a Chile entre los peores países del mundo respecto de nuevas infecciones y de mortalidad.[/cita]

Estas afirmaciones espurias contrastaban dramáticamente con los aumentos incesantes de las nuevas infecciones y de los muertos, que alcanzaran su cúspide en los meses de junio y julio de ese año. Las afirmaciones fanfarronas e irresponsables del ministro estaban basadas en las limitaciones impuestas, por el pequeño número de PCR realizados en esa época tal vez de manera artificial, para evitar diagnosticar más casos y por el descarte, a mi juicio arbitrario y fraudulento, de los diagnósticos clínicos hechos por los médicos de la atención primaria de salud(APS), que ya a fines de marzo del 2020 habían diagnosticado una epidemia de enfermedad respiratoria COVID-19 en curso ascendente.

Como, a pesar de todo, la funesta realidad se impusiera sobre la violenta jactancia del exministro y el número de casos y de muertos continuara aumentando, el Dr. Mañalich recurrió al obsceno recurso de tratar de ocultar las verdaderas estadísticas de enfermos y de muertos, hasta que esta burda maniobra explotó en un escándalo y hubo de renunciar. Pese a su renuncia, la politiquería barata en el manejo de la epidemia continuó bajo el Dr. Enrique Paris, con los levantamientos de cordones sanitarios y los permisos de vacaciones sin razones epidemiológicas, a los cuales se agregaba la desconsiderada presión empresarial para limitar y levantar las cuarentenas y también para restringir las ayudas socioeconómicas, resultando todo esto en miles de nuevos casos y de muertes prevenibles en la primera mitad de este año 2021.

Las medidas de politiquería barata descritas son solo una muestra, las cuales, sumadas a la ignorancia espontánea o voluntaria de la ciencia epidemiológica y microbiológica básica, que debiera fundamentar la conducción epidemiológica, crearon una mezcla fatal que colocó a Chile entre los peores países del mundo respecto de nuevas infecciones y de mortalidad. Los pronunciamientos ignorantes del exministro Mañalich, emitidos durante sus inefectivos viajes aéreos por Chile, los cuales se constituían a mi modo de ver en verdaderas “Caravanas de la Muerte” sanitarias, hacían caso omiso de conceptos fundamentales de la epidemiologia y de la microbiología, como son los de portador asintomático, de la alta transmisibilidad del virus por aerosoles, de su capacidad de variar genéticamente y del rol importante de los determinantes socioeconómicos en la evolución negativa de la infección. El desconocimiento de la cardinal relevancia del testeo, trazabilidad y aislamiento (TTA) para prevenir las infecciones y el rol de la APS en esta actividad, fue otra muestra de ignorancia que aún continúa gravando el manejo confuso de la epidemia.

La ignorancia de las autoridades sanitarias se complicó además por su prescindencia torpe y letal de la opinión de los expertos, incluso de los del propio Ministerio de Salud, lo que en conjunto con otras falencias generaba una conducción epidemiológica zigzagueante y tardíamente reactiva a los aumentos de la diseminación viral en la población. La incompetencia científica para aproximarse a las tareas de prevenir la infección viral de manera efectiva y rápida, resultó además en un compromiso de los principios y de los valores esenciales de la ética médica y cuyos resultados más concretos y espantosos son, por ejemplo, las diferencias en mortalidad entre las comunas de la Región Metropolitana, atendiendo a las discrepancias en sus recursos económicos y de acceso a los servicios de salud.

Estas funestas y discriminatorias diferencias son también un reflejo, como se señalaba al comienzo del texto, de la falta de empatía y de diligencia para prevenir el sufrimiento humano y revelan una parálisis de la capacidad solidaria y de la responsabilidad de la actual salud pública chilena para proteger a la población de la enfermedad. La indiferencia, al parecer general del sistema político y sociocultural, a las muertes evitables de decenas de miles de compatriotas, revelan un embotamiento de la sensibilidad respecto del sufrimiento en general y de estas muertes en particular, que además se manifiesta al parecer de maneras alternativas. Por ejemplo, en el debate presidencial de hace algunas semanas, un minuto de silencio pedido in memoriam a la muerte de una defensora de derechos humanos por el candidato Eduardo Artés fue interrumpido con violenta y sádica estulticia por el periodista Matías del Río. En el mismo debate, los candidatos José Antonio Kast y Marco Enríquez-Ominami usaron el éxito de la vacunación para pretender ocultar debajo de la alfombra las decenas de miles de muertos evitables resultado del mal manejo de la epidemia. Estos hechos demuestran una displicencia cruel hacia la muerte prevenible, y revelan la total impunidad del actuar de los que toman decisiones, que son responsables directas de estas muertes.

A diferencia de Chile, en EE.UU. los escasos médicos y científicos y los burócratas responsables y propiciadores del mal curso de la epidemia han desaparecido de la esfera pública y han recibido el escarnio sancionador de sus profesiones. Además, tampoco son solicitados, o se abstienen de participar en seguidillas de entrevistas en los medios como sucede en Chile, ya que saben que el bailoteo sucesivo y trivial en estas fracasará en borrar su responsabilidad y en hacer olvidar al público su aciaga historia.

Sin lugar a dudas, una Constitución que asegure éticamente la salud de la población con el manejo moderno de las enfermedades infecciosas sin discriminaciones, debería propender a crear estamentos sanitarios con recursos y capaces de manejar el mejor conocimiento científico de las disciplinas relacionadas con ellas (epidemiología, medicina, inmunología, microbiología, estadística, salud pública, etc.).

Esta Constitución, además, debiera estimular a crear una burocracia sanitaria con una tradición cuyo predominante centro sea el bienestar humano y, también, implementar para ella mecanismos definidos en establecer competencias y responsabilidades funcionarias claras, para detectar precozmente transgresiones a principios éticos y científicos fundamentales que debieran ser sancionados. Después de todo, ya Cicerón (106 a. C.) en la antigua Roma estableció que “Salus populi suprema lex” (“La salud del pueblo debe ser la ley suprema”), epígrafe cuyo contenido fuera usado por revolucionarios de la Guerra Civil inglesa (1642-1651) y por los filósofos Thomas Hobbes (1651) y John Locke (1689), para justificar el buen gobierno, y también últimamente por el Papa Francisco, en sus recientes exhortaciones apostólicas, Amoris laetitia (2016) –La alegría del amor– y Fratelli Tutti (2020) –Hermanos todos–.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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