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¿Quién es el Gran Hermano? Opinión

¿Quién es el Gran Hermano?

Paula Espinoza y Mauko Quiroga
Por : Paula Espinoza y Mauko Quiroga Directora ejecutiva Fundación Saber Futuro. Ex servidor público, respectivamente.
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Primero, una advertencia: lo que tenemos que decir aquí está directamente relacionado con la Convención Constitucional y con el rol del Estado en el ejercicio de derechos fundamentales como la libertad de expresión y de comunicación. Segunda advertencia: acá se abordará la idea de “Internet abierto y libre” no como un mero eslogan  publicitario, sino como un derecho que esperamos se consagre en la Constitución.

Para llegar a esta convicción es importante comprender que poner sobre la mesa esta discusión supone trazar una línea entre el acceso a la conectividad y nuestros derechos fundamentales, como la libertad a la expresión, a la salud, la innovación, y más. Ahora bien, para que el Estado pueda dar garantías de este derecho están involucradas la calidad y la velocidad de Internet, además desafíos  propios de la organización del espacio digital, como la no discriminación, la lucha contra el odio y la violencia y el monitoreo de su uso por parte  de poderes públicos y privados. Precisamente esto, las prerrogativas y  responsabilidades  del Estado y la necesidad de dar respuesta a las derivas negativas de las redes sociales, a saber: la publicidad comportamental y el abuso del gobierno sobre los individuos, ha enredado esta conversación hasta el punto de suponer que el Estado es el “Gran Hermano”.

Aunque hoy pareciera que es más popular desentenderse de las arbitrariedades y los abusos de corporaciones privadas, y concentrarse en los peligros que podría conllevar un rol activo del Estado, se nos olvida que lo que aquí se plantea es similar al sistema de correos para el envío de misivas o la construcción de carreteras para la circulación de vehículos. En el primer caso, el Estado provee el servicio de conectividad para la comunicación vía cartas y, en el segundo, con la infraestructura necesaria para el tránsito gracias a tecnologías como la bicicleta.

Por supuesto, este asunto tiene sus complejidades. El vínculo entre Estado y privados genera suspicacias. Sabemos que el fundamento y límite de la acción del Estado es el interés general. A fin de cuentas, lo que están privatizando estas empresas es nuestra capacidad de expresar las opiniones y el sistema nervioso del conocimiento en la era digital. Esto que constituye el fundamento del Estado también es su frontera. Su actuar siempre tendrá como contrapeso horizontal a las derivas públicas y privadas, una dinámica de equilibrios que permita promover las libertades sin intervenir sobre o contra éstas. En definitiva, los límites los establece la ciudadanía.

A lo mejor es útil introducir un ejemplo, uno que nos coloca en un extremo. En un hogar se produce violencia doméstica: hay una mujer agredida. ¿Los derechos fundamentales de esta mujer carecen de validez en el espacio privado de su casa? Evidentemente, no. En una circunstancia de este tipo la intervención de los tribunales es deseable, asimismo la de la sociedad civil, un vecino o vecina que realice una denuncia, por ejemplo. No contamos todo esto con ánimo de comparar una circunstancia como ésta con el funcionamiento del algoritmo de Netflix, sino simplemente establecer que en el espacio digital         —como si fuese un hogar privado— también se producen agravios y abusos que atentan contra los derechos fundamentales de las personas, incluso menores de edad. Se trata de una clase distinta de violencia, qué duda cabe, pero plantea inquietudes similares. Sabemos que los derechos fundamentales sea cual sea el espacio donde estén los individuos son igualmente vigentes. También, que necesitamos que el Estado actúe en situaciones de atropello de nuestros derechos. Entonces, ¿por qué aceptamos que una plataforma digital opere y obtenga ganancias a partir de la opacidad de su funcionamiento?, ¿por qué permitimos que en ellas se expandan los discursos de odio y se propague impunemente, por ejemplo, la violencia de género?

Del mismo modo que es absurdo que el Estado instale cámaras de vigilancia en las casas de las personas para evitar la violencia doméstica, no es tolerable que las plataformas digitales utilicen dispositivos de vigilancia. Tampoco lo es claudicar a la alternativa de la “autorregulación”, una suerte de falso empoderamiento del ciudadano-cliente, quien, movido por la lógica del mercado, se enfrenta a una supuesta diversidad de opiniones y “decide” sobre ellas. Bastante hemos sabido sobre los sesgos y la opacidad de los algoritmos que configuran nuestro espacio digital/social para unirnos a este credo. Como niñas y niños que reciben todo los días el mismo dulce que pidieron, así nos proveen de información las plataformas digitales.

¿Por qué estamos pensando en esto? Pues bien: en la adecuada institucionalidad y conectividad se juega buena parte del desarrollo de los países. El 2016, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoció el acceso a Internet como un derecho humano básico. El mismo organismo, el 2021, advierte que las tecnologías digitales tienen el potencial de reducir las desigualdades, pero también de aumentarlas. La economista Mariana Mazzucato alerta sobre las consecuencias de esta «brecha digital». Aunque creamos que las tecnologías digitales están disponibles para todos, esto no ocurre así. Y el problema no termina ahí. Además de las desigualdades de acceso a las tecnologías, se suman las desigualdades en la calidad, la usabilidad y la disponibilidad de Internet.

¿Qué nos queda? Actuar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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