Señor Director:
La fiesta de Cachagua ha dejado en evidencia la existencia de fiestas clandestinas y fiestas privadas. Las primeras ocurren en comunas que se apuntan con el dedo; las segundas, en comunas que no se nombran, para no estigmatizar.
En las fiestas clandestinas hay sanciones administrativas, infracciones sanitarias y delitos; hay también detenidos, a los que no se les cubre el rostro y tienen que mirar al suelo para no aparecer en la televisión. En las fiestas privadas hay partes por ruidos molestos. No hay detenidos. Y, si aparece algún video, se difumina, para no exponer a los asistentes.
La diferencia no se explica por la fecha próxima a una festividad, uno podría pensar que en Año Nuevo hubo mayor flexibilidad, y que luego de eso se pusieron estrictos –por eso los 78 detenidos en una casa okupa–, pero no. La fiesta en Espacio Broadway era “indignante”, y terminó con más de 200 detenidos. Muchos tenían que escapar corriendo, para no ser alcanzados por la policía o grabados por las cámaras.
El mismo primero de enero hubo detenidos en San Antonio. Y para el 18 de septiembre los hubo, por ejemplo, en Lo Prado y en Nancagua. Y no es que las fiestas clandestinas sean en galpones. No es esa la diferencia. Los 17 detenidos de Nancagua asistían a una casa, del abuelo del organizador, también detenido. No es tampoco que las detenciones sean del 2021 o solo para fechas importantes. En junio hubo detenidos en Recoleta; en julio en Coquimbo; en agosto en San Miguel; a comienzos de septiembre en Renca; en octubre en Paine. Pero, todas, eran fiestas clandestinas.
La diferencia de trato no es un “detalle”, como dijo el general director de Carabineros, en vez de preocuparse de porqué funcionarios omitieron cumplir con el deber que supone la detención en una situación de flagrancia. Esta diferencia es una injustica. Una injusticia que indigna.
El 18 de octubre de 2019 explotó la indignación, que venía desde hace años y sigue hasta hoy. El descontento respondía al abuso y a la injusticia, que, en buena medida, se manifestaban en un trato desigual a la hora de imponer sanciones. Clases de ética de un lado, cárcel del otro; impunidad para unos, severidad para otros.
Uno esperaría que, más de un año después, haya habido aprendizajes y las cosas cambiaran. Pero no. Hay unas fiestas que solo son privadas, que no ponen en riesgo la salud, que provocan ruidos molestos, que ocurren en localidades que prefieren no nombrar si se trata de algo que pudiera ser reprochable.
Estos no son detalles, son una muestra más de la incapacidad para comprender las injusticias que crearon millones de indignados. Es no entender que la fiesta ya no puede ser desigual.
Rodrigo Álvarez Quevedo, profesor de Derecho Penal UNAB