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Pueblo, en tu nombre una vez más

Por: Luis R. Oro Tapia 


Señor Director: 

                          Pocas palabras son utilizadas con tanta liviandad y frivolidad —aunque también, paradojalmente, con cierto patetismo y solemnidad— como la palabra pueblo. Es una palabra que funge casi como un comodín en cualquier frase, ya sea de elogio, ya sea de desprecio, ya sea para exhortar a realizar una gran tarea colectiva, ya sea para hablar en su nombre como un oráculo, ya sea para apelar a una entidad sublime, soberana, casi sagrada. 

            Pero, ¿qué es el pueblo?, ¿cómo distinguirlo de la multitud, de una aglomeración, del gentío o de la mera población? o ¿acaso no existe ninguna diferencia entre aquél y éstas? 

            ¿Pueblo y masa son lo mismo o, por el contrario, son términos opuestos? 

¿Cómo distinguir al pueblo de la nación o son dos nombres para designar una misma entidad? ¿A qué se asemeja más el pueblo: a la comunidad o a la sociedad? 

            ¿Cómo se relaciona la élite con el pueblo? Si son términos opuestos, ¿significa ello que, empíricamente, no existen élites en las denominadas democracias populares? ¿Pueblo y proletariado son lo mismo o el proletariado no tiene el estatus de pueblo? 

            ¿Cuándo un pueblo deja de ser tal o, más precisamente, qué es necesario que le ocurra para que muera como pueblo? ¿O los pueblos no se extinguen? 

            ¿Qué es lo que constituye a una agrupación en pueblo? Dicho de otro modo: ¿qué es lo que le otorga a un grupo humano el estatus —la calidad— de pueblo? En definitiva, ¿en qué radica la esencia del concepto pueblo? 

Exploremos algunas respuestas tentativas: en el idioma, en la homogeneidad de creencias religiosas, en la similitud de rasgos físicos, en el sentirse identificado con el mismo paisaje real o imaginario, en el vestuario, en el tener un similar linaje ancestral, en el lugar que se ocupa en la estructura social, en las tradiciones culinarias, en el ingreso económico, en el ejercicio de ciertos derechos políticos, en el consumo de ciertos bienes —o, quizá, no en el consumo mismo, sino en el modo de consumirlos—, en el otorgarles a los mismos personajes el estatus de héroes o, tal vez, en el emocionarse con las mismas cosas. 

Tal vez el vocablo pueblo no logra dar cuenta de las complejidades de una realidad que lo trasciende. O, quizá, es una palabra que anda en búsqueda de un referente empírico en el cual cristalizar. Quienes tratan de resucitar el pensamiento mágico, dirán que el vocablo pueblo crea la realidad pueblo; como quien dice: hágase el pueblo y —sólo con la pronunciación del mismo— el pueblo se hace. 

Personalmente creo que el pueblo es una realidad inconmensurable y, por lo mismo, inescrutable en su totalidad. Es una realidad tan compleja y engañosa como la que se describe en el cuento “La casa de Asterión” de Jorge Luis Borges. Si es así, casi todos tenemos una habitación en esa casa. No obstante, nunca la conocemos cabalmente y, además, cada uno de nosotros tiene algo de Asterión. La casa es laberíntica e incognoscible al igual que el pueblo y, por su parte, Asterión —como no pocos de los integrantes del pueblo— espera ansioso a un redentor que, paradojalmente, lo destruirá o, por lo menos, lo encadenará. Lamentablemente, en los últimos cien años no escasean casos al respecto y el pueblo, una vez más, tiene que luchar para liberarse de sus presuntos liberadores. 

            Independientemente de que el pueblo sea una invención romántica, ya sea una realidad inconmensurable, ya sea una idealización, el hecho concreto es que la entidad pueblo siempre está siendo asediada por ventrílocuos que aspiran a monopolizar su vocería y, lo que es más preocupante, a acallar la pluralidad de voces que florecen en él. 

Luis R. Oro Tapia 

Politólogo 

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