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Forajidos y desbordes Opinión

Forajidos y desbordes

Pablo Paniagua Prieto
Por : Pablo Paniagua Prieto Economista. MSc. en Economía y Finanzas de la Universidad Politécnica de Milán y PhD. en Economía Política (U. de Londres: King’s College). Profesor investigador Faro UDD, director del magíster en Economía, Política y Filosofía (Universidad del Desarrollo).
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Estas semanas hemos visto casos alarmantes de desbordes institucionales y de trasgresiones al Estado de Derecho. Mas aún, pareciera que desde octubre el fenómeno que más se ha hecho evidente y habitual es actuar al margen de la ley e ignorar las reglas establecidas. Es como si, en menos de seis meses, hubiéramos pasado de ser uno de los pocos países de América Latina que cumplía las normas, a un país de forajidos sin la ley. El incumplimiento de las reglas ha llegado a tal punto, que el presidente del Colegio de Abogados Héctor Humeres declaró: “estamos corriendo el riesgo de olvidarnos que una sociedad democrática se basa en el cumplimiento universal de las normas”. Esto es lamentable, ya que en el país nadie pareciera estar cumpliendo las reglas, lo que ha causado una marea de desbordes institucionales entre los poderes del Estado, producto de dejarse llevar por las meras emociones.

Por nombrar dos ejemplos: primero, los jueces han pasado a llevar toda regla a través del fallo de la Corte de Apelaciones de Antofagasta sobre el retiro anticipado de fondos previsionales —contra lo resuelto por el Tribunal Constitucional de forma unánime—. Para ello han argumentado que el sistema de pensiones es injusto y mal concebido. Así los jueces están fallando y actuando como meros opinólogos, es decir están decidiendo en base a lo que sus propias subjetividades y voluntades consideran justo y normativamente deseable, sin considerar lo que en realidad establece la ley. Al perseguir causas aparentemente nobles bajo la bandera de la justicia social, estos jueces se están auto-adjudicando la capacidad de discernir qué es lo bueno y lo justo en una sociedad plural, que debería guiarse por reglas abstractas, aplicables a todos por igual, en vez de por los caprichos de los paladines de la moralidad. De esta forma, los jueces se atribuyen una supuesta superioridad moral como pretexto para prescindir de la ley establecida.

Segundo, el Congreso pareciera también actuar al margen de la ley a través de una seguidilla de episodios de mociones inadmisibles y se suma a ello la defensa a mansalva de éstas por parte de la mismísima presidenta del Senado, quien además declaró que prefiere “cometer un sacrilegio con la Constitución y ser destituida que pasar por sobre una demanda urgente”. Esto lisa y llanamente sugiere que los parlamentarios están dispuestos deliberadamente a actuar al margen de la ley, incluso a través de sacrilegios deliberados en contra de la carta fundamental que guía toda regla en el país, con el objetivo de seguir sus pulsiones emocionales y sus visiones ideológicas de lo deseable. Así, el Congreso pareciera estar transformándose en una asamblea de forajidos en donde se elevan a la categoría de virtud moral tanto el sistemático incumplimiento de las reglas constitucionales, como el actuar a sabiendas fuera de la ley. De esta forma, siempre que existan subjetivas visiones morales y de justicia social suficientes para los parlamentarios, se podrá violar la ley en busca de aquella quimérica justicia social y, entonces, aquellos sentimientos y buenismo serán lamentablemente condiciones suficientes para poder actuar por sobre toda norma. Todo esto ha llevado incluso a promover una propuesta presidencial para abordar este fenómeno de las mociones inadmisibles por medio de una comisión de expertos para elaborar un proyecto de ley que terminaría por restringir las facultades del Congreso. Tratar de crear una comisión de expertos para poder entender cómo podemos hacer que los poderes del Estado —que son quienes deberían hacer cumplir las reglas nacionales— puedan a su vez cumplir con aquellas reglas que los deberían regir es sintomático del estado de decadencia nacional.

Paradojalmente ambos poderes, al actuar como forajidos y al no considerar las reglas, se dejan regir por la mera arbitrariedad y la subjetividad, violando con ello el fundamento vital o sine qua non que toda sociedad civilizada se ha impuesto como condición originaria para poder otorgarle a ellos el poder que están ejerciendo hoy de forma inadmisible; es decir, los jueces y los parlamentarios no están cumpliendo con el Estado de Derecho, al estar contraviniendo de forma habitual y consciente sus reglas. Esto crea la sensación de ilegitimidad en el ejercicio de los poderes públicos y así los chilenos nos damos cuenta de que, en vez de estar sometidos a leyes abstractas y universalmente aplicables, estamos realmente sometidos a la ley de la selva o a lo que aquellos “honorables forajidos” consideren digno, justo y socialmente necesario. Esto no es más que el imperio de la arbitrariedad y del caos, un país entero al margen de la ley, regido por meras subjetividades y sentimientos de lo que cada uno considera justo, valioso o bueno.

No es casualidad entonces que la mayoría de los chilenos hoy se conviertan en forajidos por conveniencia. Consideramos el cumplimiento de la ley sólo con base en nuestro propio discernimiento o “tincada” y sólo con relación a cómo las reglas pueden ayudarnos a satisfacer nuestros intereses personales. Las maltratadas reglas y procedimientos entonces son adoptados y seguidos por la población solo cuando conviene; este es simplemente el imperio de la “tincada”: solo acatamos la norma cuando creemos que ésta se traslapa con nuestros sentimientos de justicia e intereses personales; de lo contrario, nos sentimos plenamente justificados de actuar arbitrariamente como meros forajidos al margen de la ley, en esta larga y angosta faja de tierra, que cada día se parece más al Far West.

No es casualidad tampoco que estudios revelen que la movilidad y los traslados dentro de la Región Metropolitana —durante el primer mes de cuarentenas obligatorias— haya bajado sólo un 35%, reflejando una baja adhesión a las medidas de restricción. Más aún, según la Oficina Nacional de Investigación Económica de Estados Unidos, de 58 países estudiados durante esta pandemia, Chile es uno de los que menos cumple con las medidas sanitarias para combatirla. Es decir, los chilenos, siguiendo los pasos señalados por los jueces y los parlamentarios, también nos hemos convertido en unos bandidos pandémicos al no respetar las cuarentenas obligatorias y el distanciamiento social. Así están las cosas en este país de forajidos: cada ciudadano y cada autoridad, usando su propia convicción moral y subjetividad, busca imponerse impulsivamente por sobre la ley, tratando de promover una sesgada justicia social y su propia visión de lo bueno, considerando las reglas como un pretexto del cual podemos prescindir cuando se nos antoje.

Esta situación es nefasta, ya que socaba los fundamentos que proveen estabilidad y predictibilidad a cualquier sociedad pacífica. Solo un conjunto de reglas nos puede permitir permanecer al margen de la tiranía de la arbitrariedad y así poder vivir de forma estable, respetuosa y fuera del caos. Las reglas, al establecer procedimientos conocidos por todos, dominan las relaciones sociales y el actuar, sustentando la coordinación social y la libertad. Es gracias a las reglas y al cumplimiento de normas que existe el Estado de Derecho, el cual nos permite vivir en libertad, salvaguardando los derechos individuales del arbitrio de otros y del abuso del poder. Las reglas son nuestro último refugio contra la tiranía de los poderosos y los abusos de poder. Sin ellas no hay sociedad pacífica y libre: quedaríamos a la merced de otros y de aquellos enfebrecidos quijotes de la justicia, en donde los que ostentan el poder no tienen contrapeso. Así, terminaríamos como simples rehenes, viviendo al compás de los forajidos y de las lógicas caprichosas de los falsos paladines morales.

En síntesis, sin reglas no hay sociedad pacífica ni libertad personal, pero, y como bien nos advertía Edmund Burke: “Los hombres están calificados para la libertad civil solo en proporción exacta a su disposición a poner cadenas morales sobre sus apetitos; en proporción a que su amor por la justicia esté por encima de su rapacidad; en proporción a que su solidez y sobriedad de comprensión estén por encima de su vanidad y presunción; en proporción a que estén más dispuestos a escuchar el consejo de los sabios y los buenos, en lugar de la adulación de los bribones”. Queda aún por verse si los chilenos estamos realmente a la altura de los establecido por Burke y calificados entonces para la libertad.

 

Pablo Paniagua Prieto

 Investigador Senior de la Fundación para el Progreso

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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