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Comida para pensar: ollas comunes, el proyecto de cambio de nombre del Ministerio de Agricultura y la nueva política de desarrollo rural en Chile Opinión

Comida para pensar: ollas comunes, el proyecto de cambio de nombre del Ministerio de Agricultura y la nueva política de desarrollo rural en Chile

Carlos Bolomey Córdova
Por : Carlos Bolomey Córdova PhD student Centre for Rural Economy School of Natural and Environmental Science Newcastle University, Newcastle upon Tyne NE1 7RU, United Kingdom
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Nuestra satisfacción de comer como una de las necesidades básicas para la reproducción de la humanidad, no solo se encuentra mediada por el mercado, como quizás se puede creer. Ya que si bien la experiencia de adquirir nuestro alimento en un mundo altamente urbanizado se encuentra cada vez más sujeta a la oferta que hacen supermercados, almacenes y ferias, en donde los consumidores, especialmente aquellos adeptos al consumo responsable, se ven enfrentados al dilema entre comprar comida sabiendo su origen o no. Así, la transformación de alimentos en commodities ha devenido en que la separación entre la producción de comida y su posterior consumo adquiera un carácter distanciado que se manifiesta en la forma de circuitos cortos o largos de alimentos.

Lo anterior cobra relevancia a partir de la actual crisis sanitaria, que ha desencadenado una crisis económica que está afectando los ingresos familiares de miles de chilenos. Muchos de ellos se encuentran imposibilitados de saciar la necesidad básica de alimentarse o, dicho en chileno, de parar la olla por falta de ingresos. Así la seguridad alimentaria, la cual se define como la posibilidad de acceder a alimentos nutritivos, se encuentra amenazada en nuestro país. No obstante, un sinnúmero de iniciativas han salido en ayuda para que nuestros compatriotas puedan sortear estos difíciles momentos de incertidumbre.

Por ejemplo, el resurgimiento de las ollas comunes para paliar el hambre reaparece como una expresión del tejido social, ya que se basa en mecanismos de reciprocidad colectiva, en donde productores y otros colaboradores donan alimentos o recursos a organizaciones territoriales que elaboran comida en distintos localidades de Chile y de esta manera proveer seguridad alimentaria. Mientras que el Gobierno, por otro lado, ha abordado esta problemática sin tanto éxito como la manera anterior, principalmente a partir de la distribución de cajas de alimentos.

A su vez, el Ministerio de Agricultura gestionó toneladas de porotos y lentejas importadas desde Canadá para que los precios de estas commoditties no se dispararan, ya que la demanda por legumbres se ha incrementado durante la pandemia. Así, una medida como la anterior para controlar el alza de precios se justifica en el presente, pero también genera dudas acerca de nuestro futuro alimentario.

¿Por qué debiésemos depender de productores foráneos a miles de kilómetros de Chile para satisfacer nuestra necesidad de consumir legumbres? Que por los demás se encuentran intrínsicamente relacionadas con nuestra herencia culinaria, representada en las recetas de nuestros abuelas y abuelos. Es decir, ahora bajo estas circunstancias, el plato pasaría a llamarse porotos (canadienses) con riendas. Lo digo en tono irónico, para resaltar el hecho de que nuestro imaginario culinario se ajusta a lo que se producía de manera local antes de que Chile se abriera al mercado y comenzara a aprovechar los tratados de libre comercio, tanto para importar alimentos como para exportar lo que se produce acá.

Así, al echar mano al mercado internacional para poder alcanzar una relativa seguridad alimentaria, sin preguntarse por qué nuestros productores no están produciendo suficientes legumbres es sumamente riesgoso. La razones de esta situación pueden deberse a que nuestra sociedad presenta un desbalance entre lo urbano y lo rural y, por lo tanto, nuestros productores ubicados en espacios rurales no pueden abastecer lo requerido por las populosas urbes. Mientras que otra razón, y que a mi modo de ver se ajusta un poco más a la realidad, es que Chile adoptó un modelo neoliberal que incentiva volcarse a sus ventajas comparativas a la hora de producir alimentos, lo que se traduce en aprovechar su posición geográfica de estar en contratemporada en referencia a los países del hemisferio norte, que por lo demás son los mercados más grandes.

Como resultado, se ha venido dando una tendencia de reconversión de cultivos hacia aquellos que son más exportables. Lo que ha sido propiciado por las políticas públicas que buscan que los pequeños productores se asocien para tener mayor volumen de producción y de esta forma puedan conectarse al mercado, junto con incentivar la adopción de cultivos con mejores precios, como es la fruticultura.

Con todo, nos encontramos frente a un modelo de producción alimentaria que fomenta tanto la exportación como la importación para solventar la seguridad alimentaria, sin prestar atención a algunas consecuencias no intencionadas de este modelo, ya que, bajo la presente crisis medioambiental, profundizar en la reconversión y especialización de cultivos, deviene en una pérdida de la biodiversidad alimentaria local, como lo son las distintas variedades de legumbres nativas o criollas.

Así el estado de nuestro acervo genético se va erosionando cada vez más, debido a que se desincentiva tanto su producción como consumo. Además de que nuestros productores cada vez que se orientan a la exportación, toda el agua que utilizan en la producción de alimento termina siendo transportada hacia otros países en la forma de alguna commodity alimentaria como es la fruta. Sumado a que la distancia que tiene que recorrer el alimento desde su producción hasta su ulterior consumo genera una huella de carbono que no se debe pasar por alto.

Asimismo, en muchas oportunidades productores que se embarcan en los agronegocios se enfrentan a dificultades como lo son precios injustos que, en general, van a la baja una vez que los mercados se saturan, carencia de contratos de comercialización o incluso el incumplimiento de los estándares de exportación, generando que el alimento no se pueda vender, no se consuma y se pierda.

De esto modo, la pérdida de biodiversidad, la huella del agua en la producción de alimentos, las millas recorridas desde el campo a la mesa, junto con el desperdicio de alimentos en buen estado por su no consumo, son al menos cuatro elementos en que nuestro sistema agroalimentario se relaciona con la actual crisis medioambiental.

Algunos gobiernos han avanzado en reconocer estos aspectos demandados por la ciudadanía y reflejados en los cambio de patrones de consumo, mediante la generación de estrategias y políticas públicas. Como es el caso de la Unión Europea y su propuesta “Del campo al tenedor”, que define los lineamientos para lograr un sistema agroalimentario justo, saludable y amigable con el medio ambiente. Un ejemplo más regional sería el “Pacto agroalimentario de Quito”, el cual se ajusta a los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas. Mientras que una reciente prohibición al desperdicio de alimentos en el estado de Vermont busca que las emisiones de metano producto del desecho de comida se reduzcan.

Por su parte Chile, a través del proyecto de ley que busca rebautizar el Ministerio de Agricultura y agregarle los elementos de “alimentos” y “desarrollo rural” a su estructura, apunta a convertir a Chile en una potencia agroalimentaria que pueda abastecer de alimento a todos los rincones del mundo. De ahí que me parece que los esfuerzos institucionales se han estado focalizando hacia una exportación desmedida de alimentos que es necesaria sopesar, por dos razones.

Primero, porque la adopción de un modelo como el anterior aumenta la competencia de los productores locales, lo que deviene en reducciones sostenidas de precios y en un posterior amenaza de los estilos de vida de la gente rural si es que no son capaces de hacerle frente a la competencia del mercado. En segundo lugar, a los consumidores del siglo XXI ya no solo les importará que los alimentos sean inocuos y nutritivos, sino también la forma en que son producidos. No solo en términos ecológicos, si es orgánico o no, sino asimismo en los efectos sociales que genera una industria alimentaria. Así, el problema en nuestro modelo es que una producción social y ecológicamente responsable aún es observada, tanto por el ministerio como por los agricultores, como un nicho o un rubro más entre las múltiples otras formas de producir alimentos.

En la misma línea, a partir de la recientemente creada política de desarrollo rural, en que la  definición de lo rural en Chile pasó a tener un cariz territorial y de esta forma abandonando el criterio demográfico con que operaba la gobernanza de lo rural, es sin duda un gran avance para impulsar el desarrollo de los territorios rurales en el país y muy acorde con lo que viene proponiendo la OCDE hace más de 10 años, de concebir lo rural no solo en su dimensión de productividad agrícola, sino como territorios de oportunidades.

No obstante, me parece riesgoso que una definición de lo rural basada en lo territorial pueda oscurecer las asimetrías materiales que existen entre lo rural y lo urbano, además de no tomar en cuenta las disputas territoriales que pueden existir sobre el uso de suelo. Dicho de otro modo, siempre que un alimento abandona la granja donde fue producido, este se encuentra susceptible al escrutinio público de los vecinos, los cuales pueden alertar sobre un posible acaparamiento de agua y/o la presencia de trabajo precarizado. Asimismo, todos los nutrientes que concentra un alimento y que son obtenidos desde el suelo, una vez siendo transportados a las urbes y si es que el manejo de los residuos orgánicos no permite reincorporarlos a la base material, acentúan la degradación del suelo de los territorios rurales y aumenta la dependencia de los agroquímicos en la producción de alimentos.

Si bien la elección sobre lo que comemos es un privilegio de clase que en tiempos de crisis pasa a un segundo plano, siendo lo primordial saciar la necesidad de comer, nuestro futuro agroalimentario debiese problematizarse a causa de que conseguir seguridad alimentaria es solo un primer nivel para lograr bienestar. Un segundo nivel es aquel donde la ciudadanía posea más atribuciones mediante la soberanía alimentaria, la cual es el derecho a escoger lo que uno come. De esta forma, nuestro actual sistema agroalimentario se vería tensionado para mejor, ya que aspectos como precios justos para los productores y consumidores, junto con modos de producción socioecológicamente sostenibles, tendrían más asidero.

Así, la nueva institucionalidad del Gobierno representada en el proyecto de ley que busca crear el Ministerio de Agricultura, Alimentos y Desarrollo Rural, junto con la nueva política de desarrollo rural, tienen el desafío de estar a la altura ante la eventual crisis medioambiental.

Para lo anterior, es menester que se generen instancias de participación en donde todos los actores involucrados en la producción y consumo de alimentos estén presentes, esto es: vendedores de insumos, productores de alimentos de todos los tamaños con sus respectivas federaciones y confederaciones, mercados campesinos, supermercados, ferias, almacenes y consumidores, entre otros, estén considerados en la discusión sobre qué es lo que queremos comer y cómo queremos hacerlo. Obviamente en un escenario como el anterior las asimetrías de poder entre los presentes serían evidentes, pero la política debiese ser capaz de solucionarlo anteponiendo el bien común.

A su vez, a la luz del estallido social del 18 de octubre, en donde nuestro modelo de desarrollo se vio puesto en cuestión, no estaría mal que la institucionalidad, en referencia a la producción de alimentos, comience a matizar nuestra radical orientación hacia el mercado como modelo de desarrollo, sobre todo pensando en los circuitos largo de alimentos y en la pérdida de biodiversidad alimentaria.

Además, sería interesante generar una dinámica en que las ollas comunes se mantengan en el tiempo, ya que estas ayudan a desmercantilizar la comida, debido a que se basan en mecanismos propios del tejido social y, como se ha visto en periodos de crisis, abordar la inseguridad alimentaria desde lo que hacen las ollas comunes ha sido más eficiente y sostenido que la distribución de cajas, del mismo modo que ayudarían a combatir el desperdicio de alimentos en buen estado. Todo lo anterior, lo digo con el fin de caminar hacia un sistema agroalimentario alternativo, en que los territorios se beneficien de la forma en que se producen y consumen alimentos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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