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Revolucionarios salvajes Opinión

Revolucionarios salvajes

Jorge Gómez Arismendi
Por : Jorge Gómez Arismendi Director de Investigación y Estudios de Fundación para el Progreso
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Pero la psicología política inserta en los dirigentes del Frente Amplio es la de la frustración, la misma que ha alimentado el populismo y el caudillismo latinoamericanos por décadas. Por eso no dudaron en instalar la idea de que los últimos 30 años habían sido los peores para Chile.


Frente al desplome y evidente fracaso del socialismo real en 1990, el socialismo del siglo XXI rápidamente se alzó como la nueva promesa de las izquierdas latinoamericanas. Impulsado por todo el continente a manos de la retórica de Hugo Chávez, fue promovido bajo la promesa de generar mayor libertad, igualdad, bienestar, en función de constituir una superación del orden capitalista creando una economía distinta y fraterna, no basada en la oferta y la demanda, junto con una democracia auténtica donde el poder es atomizado.

A estas alturas es claro que el socialismo del siglo XXI ha sido un total fracaso en la región. La pregunta es por qué América Latina sucumbió a sus promesas cuando tenía en sus narices el fracaso del socialismo real en Europa del Este. Podríamos responder que, en parte, eso se explica porque el continente nunca logró liberarse de la ideología del tercermundismo que la tuvo entrampada en el populismo, el autoritarismo, el proteccionismo, el estatismo y la retórica revolucionaria durante casi todo el siglo XX.

En otras palabras, lo que se vendió como una transformación del pensamiento socialista para el siglo XXI, en realidad no fue más que un remedo de la vieja retórica del tercermundismo desde la cual se apelaba a recuperar, revolucionariamente, una especie de paraíso perdido, primero por la conquista española y luego por el imperialismo estadounidense, donde yacía el buen vivir del buen salvaje, sin egoísmo y sin propiedad, perdido tras las lógicas coloniales y capitalistas. El mejor ejemplo de esta mezcla retórica es el indigenismo bolivariano de Hugo Chávez.

Quien mejor diseccionó la mentalidad tercermundista fue otro venezolano, Carlos Rangel. En su libro Del buen salvaje al buen revolucionario, publicado en 1976 y reeditado por Fundación para el Progreso en 2024, Rangel analiza con crudeza lo que podríamos denominar la psicología del fracaso de América Latina, una neurosis colectiva que cada tanto permite que los peores se pongan a la cabeza bajo las promesas de la revolución, apelando a emociones reprimidas como la envidia y la frustración de una sociedad latinoamericana acomplejada, que cada tanto busca compensar sus desgracias culpando a los Estados Unidos o el imperialismo de todos sus fracasos.

Rangel, además, muestra que tras toda esa retórica se esconde una fantasía donde confluyen un milenarismo religioso y ateo, desde el cual se presume una redención definitiva del continente, que permite recuperar la conciencia colectiva perdida, la antigua ciudad de dios, dejando atrás los lastres traídos por los conquistadores, haciendo posible otro mundo. Esa escatología es lo que está detrás de la Teología de la Liberación, esa mezcla entre religiosidad ascética e intransigencia revolucionaria, ambas anticapitalistas y antiliberales.

Lo anterior también explica esas ridiculeces, como aquella donde se presume que Chávez está sentado a la derecha de Jesucristo. O esa otra, que presume que Cuba avanza hacia algo mejor a manos de sus dirigentes unipartidistas, dizque revolucionarios derivados en burócratas.

Ridiculeces que son avaladas desde Europa con sesudas reflexiones de personas que viven bajo el bienestar del desarrollo institucional occidental, pero que no dudan desdeñar aquello para evocar la vida primitiva como un mejor modo de vida. Irónicamente, aquella muestra de arrogancia y narcicismo no es vista como un especie de colonialismo, sino como ejemplo de solidaridad, de conciencia y de compromiso de parte de los cultos europeos. Como decía Jean François Revel, quien hace el prólogo para el libro de Rangel, América Latina es el espejo de las obsesiones oníricas y revolucionarias de los europeos. Siguen viendo en nosotros al buen salvaje, ese mito propiamente europeo creado en el siglo XVIII.

En el caso de Chile, los dirigentes del Frente Amplio, que durante su etapa estudiantil jugaron a la revolución, en parte para no acomplejarse con su propia condición de privilegio, son un claro reflejo del enorme arraigo de la mentalidad tercermundista expresada en esa mezcla entre jesuitismo y retórica socialista que considera que el mundo debe ser redimido y emancipado. Una paradoja sin sustento, si consideramos que el mayor crecimiento económico producido en Chile, por ejemplo, se tradujo en que los índices de pobreza y desigualdad bajaron sustancialmente.

Pero la psicología política inserta en los dirigentes del Frente Amplio es la de la frustración, la misma que ha alimentado el populismo y el caudillismo latinoamericanos por décadas. Por eso no dudaron en instalar la idea de que los últimos 30 años habían sido los peores para Chile. Tampoco han dudado en apoyar el indigenismo y sus pretensiones territoriales (incluso el salvajismo revolucionario) y decoloniales. Estas últimas, visibles en la propuesta constitucional hecha por la Convención del año 2021 y que fue sabiamente rechazada por el pueblo chileno.

En 2026 se cumplirán 50 años desde la publicación de Del buen salvaje al buen revolucionario de Carlos Rangel, un libro que en su momento no fue bien recibido en Venezuela. En un acto digno de fascistas o maoístas, estudiantes quemaron el texto en un acto público en la Universidad Central de Venezuela y su autor junto a su esposa fueron escupidos durante un debate. Mirado en perspectiva, aquello fue un claro anuncio de lo que se venía para Venezuela a manos de los salvajes revolucionarios que hoy la gobiernan en nombre del socialismo del siglo XXI.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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