
Impuesto al cigarro: absurdo, ingenuo, costoso y antipobre
Si encargáramos un análisis costo-beneficio serio de esta política pública, el resultado probablemente sería vergonzoso: no recaudamos más que antes, ya que una proporción relevante de los consumidores opera en la informalidad; además, tenemos un montón de traficantes de cigarrillos en las calles.
Para quienes nos identificamos con las ideas del liberalismo, no es fácil aceptar que un grupo de ciudadanos, iguales a nosotros en todo lo fundamental, se crea lo suficientemente superior como para prescribir qué cosas podemos llevarnos o no a la boca. Con el paso del tiempo, hemos sido obligados a acatar una serie de iniciativas legislativas sobre los cigarrillos, inspiradas en argumentos de salud pública o en la teoría económica, que han restringido, prohibido o modificado los esquemas de incentivos relacionados con estos bienes.
Sin embargo, es hora de declarar abiertamente lo absurdo, ingenuo, costoso y regresivo que fue elevar el impuesto al cigarrillo.
Lo absurdo fue considerar los cigarrillos como un mercado homogéneo, con una función de demanda determinada y caracterizada por una baja elasticidad-precio (es decir, un cambio en la cantidad demandada ante variaciones en los precios). Se razonó que, al subir el impuesto, subirían los precios, trasladando el costo a quienes cometen aquello que se busca restringir, lo que además inhibiría la entrada de nuevos consumidores y aumentaría la recaudación fiscal. En la práctica, el impuesto generó un agresivo mercado de contrabando de cigarrillos, desplazando al 47 % de los consumidores a este mercado negro (según la encuesta Mide UC 2024).
Lo ingenuo fue reducir la relación persona-cigarro, un fenómeno altamente complejo, a un modelo económico de primer año universitario. En realidad, cada persona se relaciona con estos objetos según su propia historia y estructura de significados, en una enmarañada relación de síntoma-placer mediada por satisfacciones sustitutivas. De un plumazo, el legislador olvidó a Freud y Lacan y se quedó con el simplismo del homo economicus.
Lo costoso, porque si encargáramos un análisis costo-beneficio serio de esta política pública, el resultado probablemente sería vergonzoso: no recaudamos más que antes, ya que una proporción relevante de los consumidores opera en la informalidad; además, tenemos un montón de traficantes de cigarrillos en las calles, parte de una red de contrabando internacional, mientras gastamos recursos policiales, fiscalizadores sanitarios y aduaneros persiguiéndolos inútilmente. El costo de este impuesto es mayor que el beneficio imaginado (menos visitas a la red de salud pública por problemas de tabaquismo).
Es regresivo también, porque este impuesto no impide que las personas de mayores recursos sigan consumiendo cigarrillos legales, cuyos componentes al menos tienen una clara especificación y supervisión. En cambio, sí afecta a la población de menos recursos, que ahora consume un producto que el Estado no tiene ninguna capacidad de controlar ni supervisar. Admitámoslo de una vez: tener al 47 % de los consumidores fumando un producto de dudosa calidad sí puede generar costos relevantes en la red de salud nacional.
Desde la racionalidad, no hay ninguna justificación para mantener un impuesto tan inútil.
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