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Peña critica silencio de Cheyre en caso de niño entregado a monjas y dice que lo ocurrido pertenece al discernimiento público Afirma que estos hechos representan “el drama de la memoria colectiva”

Peña critica silencio de Cheyre en caso de niño entregado a monjas y dice que lo ocurrido pertenece al discernimiento público

El académico explica que es probable que el actual director del Servel racionalice tal recuerdo pensando en que lo que hizo habla bien de él y de su bondad, y que cuando calla da una muestra de modestia moral, “pero alguien debe decirle que no es así. El hecho del que participó ni es digno de estima ni su actitud encomiable ni su silencio aceptable ni su memoria algo que le pertenece solo a él”.


El rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, cuestiona el silencio que ha tenido el ex Comandante en Jefe del Ejército y actual director del Servel, Juan Emilio Cheyre, sobre la entrega que hizo de un niño de dos años a un convento de monjas, en 1973, y que fue testigo del asesinato de sus padres a manos de militares, afirmando que este tipo de hechos pertenecen al “discernimiento público”, ya que muestra “el drama de la memoria colectiva”.

En su habitual columna en El Mercurio, el académico explica que el suceso y que Cheyre ha guardado silencio hasta ahora “permite volver sobre un tema que se discutirá por estos días y hasta que termine la conmemoración del golpe: la actitud que en el espacio público se debiera tener hacia lo que ocurrió hace cuarenta años”.

Desde su perspectiva, estima que pareciera mejor reprimir los recuerdos y esa es la actitud que «hasta ahora adoptó Juan Emilio Cheyre: guardó en algún rincón de la memoria lo que entonces ocurrió, lo trató como un asunto privado, como algo que le concierne solo a él y a los directamente involucrados; pero que no se relaciona en modo alguno con las funciones públicas que él ha ejercido”.

“El caso pertenecería, en su opinión, a él, al niño abandonado en brazos de unas monjas y a los deudos de sus padres asesinados. En la interpretación de Cheyre los actos del pasado deberían ser reprimidos o racionalizados, encerrados en la privacidad de la conciencia, a condición de que no hayan dado lugar, como ocurrió en su caso, a una condena penal”, explica.

Sostiene que siguiendo la interpretación del retirado general, quienes ejercen funciones públicas podrían “erigir su propia memoria en un coto vedado. Salvada la cuestión penal, nadie tendría derecho a pedir cuentas o pedir explicaciones” y se pregunta si esa es la alternativa correcta.

La respuesta a esta interrogante es “NO”, colocando como ejemplo lo ocurrido en 1986 cuando una revista descubrió que Kurt Waldheim –ex secretario general de la ONU y ex presidente federal de Austria- había ocultado su pasado nazi.

Explica que en ese entonces, el gobierno austriaco encargó a un comité de historiadores que revisaran su pasado y el caso despertó tal interés que incluso los medios se ocuparon de él, al extremo de que Thames TV hizo un programa de televisión, que más tarde transmitió HBO, simulando un juicio a Waldheim.

A su vez, expone el caso que afectó al Papa Benedicto XVI cuando asumió el papado, ocasión en que muchos denunciaron que tenía un pasado nazi, ya que había sido reclutado, como muchos jóvenes de entonces, para participar en la defensa antiaérea. Ratzinger nunca lo ocultó. Él siempre supo que esa parte de su pasado debía ser conocida.

“Ni los austriacos con Waldheim ni los católicos con Ratzinger siguieron la doctrina que hasta ahora se ha aplicado a sí mismo Juan Emilio Cheyre (con el consentimiento de los medios): guardar silencio, pensar que su pasado es cosa suya y que no merece ni la reflexión ni el escrutinio público”, precisa.

Peña expone que en el caso “Juan Emilio Cheyre (y de los medios que lo consienten) no es solo su actuación de hace cuarenta años (él podría alegar que no era más que un capitán que cumplía órdenes y repetía mentiras sin saberlo), sino su actitud de hoy ante su propia memoria. Una autoridad pública como él en cuyas manos se ha puesto, primero, el monopolio de la fuerza y, después, la pureza del sistema electoral, el procedimiento mediante el cual se forma la voluntad de todos, no puede actuar como si el acto del que participó (y cuyos detalles ha guardado por décadas) fuera un asunto entregado a su pura conciencia, un asunto entre él y Dios. Cosa distinta, ese tipo de actos, como lo muestran los ejemplos de Waldheim y Ratzinger, son de índole pública, puesto que en ellos se muestra, como en un resumen, el drama de la memoria colectiva”.

Y añade que “la memoria de hechos como los que vivió Cheyre (la Corte Suprema declaró que los padres del niño que Cheyre puso en brazos de las monjas habían sido asesinados) no es privada, sino pública. Ella es indispensable no solo para evaluar la aptitud de quienes ejercen cargos públicos y saber cuán fieles serán a los valores y principios que deberán custodiar, sino que además es indispensable para reelaborar la memoria colectiva, la memoria de todos, que es la tarea que sigue pendiente en el espacio público en Chile”.

Además, propone la siguiente interrogante, respecto a que “¿acaso ese niño retenido en un regimiento, testigo del asesinato de sus padres y transformado en expósito con la colaboración de Cheyre -quien, no obstante, llegó a ser comandante en jefe y luego custodio del Servicio Electoral- no merece el discernimiento público?”.

Peña concluye afirmando que es probable que Cheyre racionalice ese recuerdo pensando que la entrega de ese niño habla bien de él y de su bondad, y que cuando calla da una muestra de modestia moral, “pero alguien debe decirle que no es así. El hecho del que participó ni es digno de estima ni su actitud encomiable ni su silencio aceptable ni su memoria algo que le pertenece solo a él”.

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