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Crítica de cine: “El clan”, fuerte como la muerte

Crítica de cine: “El clan”, fuerte como la muerte

El largometraje de Pablo Trapero -que obtiene premios y bate records de taquilla donde se presente- configura una buena explicación, de la categoría internacional y del éxito granjeado por la industria fílmica argentina, tanto en festivales, como entre las audiencias: audacia narrativa, guiones que parecen una novela por su calidad dramática y literaria, actores comprometidos en la interpretación de sus personajes, y una cámara al servicio de relatar una trama audiovisual, con genio, pasión e intensidad.


“Amar a alguien no es sino una forma heroica de comprenderlo”.

Robert Louis Stevenson, en Historia de una mentira

Basada en un argumento real -los secuestros y asesinatos perpetrados por la familia Puccio, en el Buenos Aires de la primera mitad de la década de 1980-, El clan (2015), el octavo crédito de ficción de Pablo Trapero (1971), es un thriller cinematográfico brillante y excepcional, que difícilmente se podría filmar en otro país hispanoamericano, que no fuese la Argentina.

Su realizador, sin ir más lejos, acaba de obtener el León de Plata al mejor director, en la competencia del reciente Festival de Cine de Venecia (uno de los cinco más importantes del mundo en su especie); y la congratulación para nada es gratuita, o el sinónimo de un espejismo, o bien el ejemplo de un furor o de un entusiasmo pasajero y momentáneo: representa un espaldarazo a una trayectoria que, si bien breve, ha tenido la valentía de detener su mirada audiovisual en la sordidez y en lo oculto de nuestras comunidades, con el propósito de exhibir verdades, frustraciones e ilusiones, como todo buen arte que cobija aspiraciones: generar un eco en la vida social que le rodea.

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Así lo demuestran sus anteriores títulos: Leonera (2008), Carancho (2010) y Elefante blanco (2012), signados por ese afán de juicio crítico, denuncia, solidaridad, ternura y comprensión de la marginalidad, que crece, se corrompe y se desborda, ante el progreso y el aparente éxito financiero y material, de este continente, que se denomina Sudamérica.

Lo primero que llama la atención en El clan, resulta de la economía de recursos escénicos en la construcción fílmica, de los espacios utilizados por Trapero. La cinta que analizamos se trata de una obra perteneciente al género policial, pero el director envía a recorrer la cámara, sólo lo justo y lo necesario, hacia la calle, al exterior de los estudios: una cancha de rugby, unos planos frente a unas fachadas continuas de San Isidro, y el resto, sólo interiores, habitaciones de moradas, negocios, tiendas, salones, y sótanos ficticios. Unos bonos para la dirección de arte, sin duda, que concreta una “realidad creíble”, de época (el comienzo de los ‘80) y un imaginario diegético factible, en base a escasos medios y elementos, que nunca son una excusa (como se escudan muchos creadores), para rodar un producto de baja cualificación global, o simplemente, del montón.

En esos campos de batalla dramáticos –donde prevalecen la tensión, lo esperpéntico y la codicia-, el autor expresa las coordenadas de su temperamento artístico: un foco libre, suelto, que no se restringe a falsos principios de orden estético (no porque se quiera evidenciar un drama o la inquietud psicológica de los personajes, se editaran en exclusiva, puros primeros planos, por ejemplo), y una preocupación notable, y exquisita, por la continuidad narrativa, en la vertebración técnica de sus secuencias.

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Un muestra. A uno de los jóvenes retenidos a la fuerza por los Puccio, se le sirve de cena en su cautiverio, una contundente porción de arroz con pollo asado. El espectador no observa al muchacho plagiado comerse el plato, pero, unas secuencias después, cuando Arquímides (el jefe de la familia, interpretado por Guillermo Francella), le obliga a escribir una carta, destinada a sus padres (los del secuestrado), expectantes y ansiosos por saber de la suerte del pibe, notamos una serie de granos amarillos de la legumbre, pegados en el sucio chaleco, y en la barba, del prisionero. A eso nos referimos, cuando apelamos a una especial atención en los detalles narrativos de la historia, manifestados en la composición audiovisual, de los distintos cuadros de la película, por parte del realizador.

Ese diagnóstico, acerca de la continuidad argumental entre las diferentes escenas, tiene su símil, en la profundidad y en el talento literario, expuesto por el mismo Trapero, y dos de sus colaboradores directos (Julian Loyola y Esteban Student), en la redacción del guión. Son varios los roles que se aprecian, con claridad física y psicológica, al frente de la cámara, y la totalidad, en la constatación de sus rasgos más íntimos y peculiares, se encuentran perfectamente desarrollados, atendidos, y profundizados, tanto en el delineamiento de sus contornos de aparición escénica como en los actorales.

Allí, comienzan a gestarse las fortalezas fílmicas de El clan: en el peso artístico del libreto, y la consecuencia palpable de esa virtud, en la continuidad del relato, y en la perfección de un montaje, sólo disponible para reafirmar el hecho y la convicción, de que se ha filmado una historia coherente y labrada con obsesión; un conjunto de imágenes que no necesita de una exhaustiva edición, para obtener las cualidades de una sinfonía entendible y sin groseros baches en su perspectiva. Al igual que como se constata en Relatos salvajes (2014), de Damián Szifrón, la agilidad audiovisual de su propuesta, primero, se sostiene sobre la espesura dramática de su texto madre, un factor que coordina, y que luego hace posible, esa conjunción de giros, movimientos, tácticas y encuadres fotográficos, que son las banderas de una lograda dirección de cinematografía.

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Para que resulte una ideología fílmica de ese tipo, sin embargo, se requiere de un grupo de actores dispuestos y comprometidos con un proyecto, además de saber conducirlos con precisión, y sin molesta, ni persistente, insistencia. Dos son los papeles que se alzan y se destacan de los restantes del plató, en esta oportunidad, los encarnados por los actores Guillermo Francella (Arquímides Puccio) y Peter Lanzani (su hijo y cómplice, “Guille”).

El primero, debe ejecutar uno de los mejores desempeños de su carrera, aunque sin ser injustos, aplaudibles eran sus trabajos, en el conmovedor y reflexivo cine de otro realizador argentino, perteneciente a la generación de Trapero (pero muy distinto en sus tópicos, de éste): nos referimos a Daniel Burman. Y el segundo, se consagra, e ingresa en la órbita de los agentes internacionales, al personificar a ese “puma” e hijo obsecuente de un criminal, con el que nunca se atreve a romper definitivamente, y cuya obediencia debida, le conducen a un final y a una existencia gris, trunca, suicida y solitaria.

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El clan es un largometraje fuertísimo, de nudos crueles y violentos (una especie de historia íntima, secreta y social de la Argentina, bajo la sangrienta dictadura militar o el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, que duró entre 1976 y 1983); pero también es una cinta hermosa, dotada de una fotografía de excelentísima factura, y donde irrumpen, tímidamente, en su soundtrack, las voces de algún clásico de la música popular, que en conjunción con la mencionada plasticidad, definen una suerte de poética de la barbarie cotidiana. Drama humano y horripilante instantánea de la condición humana (en su esquizofrenia “natural”), para nada constituye una pieza cinematográfica perfecta, aunque tampoco se haya a kilómetros o leguas -en la distancia técnica y artística del calificativo-, de serlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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