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Adiós a los uniformes

Adiós a los uniformes

Médicos y otros profesionales han iniciado una batalla para acabar con sus atuendos profesionales. ¿Y en el colegio? ¿Y en las empresas?


El director de una revista cuyo nombre no desvelaremos tenía siempre en su despacho una bata blanca. No era para él. Se la hacía llevar a los fotógrafos cada vez que estos tenían que retratar a un experto. “Un experto siempre parece más experto si viste una bata blanca”, sostenía el periodista. Pero las cosas están cambiando. Los médicos, por ejemplo, están cada vez más hartos de vestir esta prenda. Philip Lederer, de la Harvard Medical School, lleva tiempo intentando convencer a sus colegas para que se la dejen en la taquilla. Él, que se pasea por el centro en camiseta, considera la bata una prenda incómoda y, sobre todo, “un imán para los gérmenes, que podemos ir trasladando de un paciente a otro”. A Eduardo Lejardi, médico de Urgencias en el hospital de Zumárraga (Guipúzcoa), tampoco le gusta demasiado. Al margen del debate higiénico, históricamente esta prenda ha sido un uniforme que se identificaba con la autoridad, algo que según él conviene erradicar: “Los médicos debemos buscar proximidad y empatía con los pacientes y sus familias. La bata cumple justo la función opuesta”, opina.

También los músicos de orquesta empiezan a estar cansados del esmoquin estándar, que dificulta sus movimientos y hace sudar la gota gorda. Orquestas como la Sinfónica de Baltimore han intentado modernizar el atuendo de sus músicos, pero ha sido el violinista estadounidense Kevin Yu quien ha ido más lejos, diseñando él mismo una nueva camisa más ligera, cómoda y transpirable. “Estaba muy incómodo con la que vestía. Sudaba tanto que hasta la pajarita acababa empapada”, asegura.

De la misma forma, está claro que los uniformes militares no viven su mejor época. También es cierto que el mundo no es igual ahora que en los siglos XVIII y XIX, cuando se popularizan en los ejércitos europeos. Concebidos como una especie de herramienta diplomática en clave estilística, los gobiernos los utilizaban para poner en valor la elegancia y la coquetería de los soldados ante los pueblos extranjeros. Sin embargo, aquella época dorada de la casaca y el bigote (uno de los pocos privilegios estilísticos de los oficiales) terminó al mismo tiempo que la visión romántica de las lides bélicas: con la I Guerra Mundial.

La Gran Guerra convirtió todos los terrenos de confrontación, incluido el indumentario, en algo técnico y frío. Durante el auge del fascismo y el comunismo, todo ciudadano era un soldado en potencia, así que el contagio llegó incluso hasta la vida civil y la industria de la moda. Fue entonces cuando los fabricantes de ropa insertaron sus logos en las prendas a modo de insignias militares, y las profesiones estratégicas quisieron demostrar su respeto a la jerarquía adoptando uniformes de inspiración militar. Así sucedió con la medicina, la ciencia o la exploración, pero especialmente con el gran símbolo de la época: la fuerza aérea.

La irrupción de las mujeres en la Iglesia Anglicana como pastoras ha provocado un cambio en el atuendo: las prendas anchas esconden su anatomía. Cordon

La irrupción de las mujeres en la Iglesia Anglicana como pastoras ha provocado un cambio en el atuendo: las prendas anchas esconden su anatomía. Cordon

Aunque en los primeros tiempos de la aviación hubo algunos hombres que desempeñaron el papel de azafatos, vestían de forma similar a los pilotos y fueron rápidamente sustituidos por las mujeres que engrosaron la primera generación de azafatas, una institución inaugurada en 1930 por Boeing Air Transport (hoy United Airlines). Iban vestidas con un traje de chaqueta gris, que recordaba al de las enfermeras. Luego vinieron las modas: lo militar en la década de los años cuarenta y cincuenta dio paso, en los sesenta, al despegue de la aviación comercial y al imperio de lo folclórico: las azafatas de aerolíneas japonesas vestían de kimono; las indias, con sari, y las españolas, con los colores patrios.

Tampoco los diseñadores quisieron quedarse fuera del juego. “El uniforme de Elio Berhanyer para Iberia se llevó en 1970 el primer premio en el concurso internacional de uniformes aéreos de [la asociación de aerolíneas] IATA. Eso fue en un momento en el que las azafatas eran un icono de moda, algo muy vistoso, porque sólo la gente rica viajaba en avión, y era otro prestigio. Hoy el estatus de la aviación ha cambiado”, explica Juan Gutiérrez, responsable de las colecciones de Moda Contemporánea en el Museo del Traje de Madrid.

Los uniformes militares del siglo XIX sobreviven principalmente en el uniforme de gala, el equivalente marcial al esmoquin civil. Getty

Los uniformes militares del siglo XIX sobreviven principalmente en el uniforme de gala, el equivalente marcial al esmoquin civil. Getty

Fue a partir de los ochenta, en plena explosión yuppie, cuando los hombres volvieron a trabajar como asistentes de cabina. Las azafatas les llevaban décadas de ventaja indumentaria, así que optaron por una solución jerárquica: traje oscuro y camisa blanca, como los de los pilotos pero sin las insignias y los galones militares. El único toque de color, en la corbata, y casi siempre de tonos corporativos. Todo cambió, sin embargo, con la llegada de las aerolíneas de bajo coste, que afirmaban que había que proyectar una impresión de cotidianidad, de cercanía: volar es tan normal como ir al supermercado, así que, ¿por qué no vestir a los azafatos como cajeros de supermercado? “Hoy diseñar el uniforme de una compañía de bajo coste, evidentemente, ya no da el mismo prestigio que en los años setenta. Es casi como hacer el uniforme del McDonald’s”, apunta Gutiérrez.

Así, la sobriedad ministerial y militarizada de antes se sustituyó por los colores chillones, la manga corta y los talles más ajustados. El color corporativo (aquellas camisas amarillas de Ryanair) afianzó su reino coincidiendo con el culto a la marca y al branding que, en las mismas fechas, insistía en que los empleados de muchas empresas vistieran cada día con prendas acordes con la imagen de marca. Hoy, las consecuencias de este cambio son muy visibles: las corbatas verdes que lucen los empleados de una inmobiliaria, los polos rojos que permiten que los empleados de una tienda de electrodomésticos sean fácilmente identificables por los clientes, los chalecos que los dependientes de una cadena de productos culturales personalizan con chapas y parches que aluden a sus gustos cinematográficos o musicales.

Azafatas de Iberia luciendo orgullosas el uniforme que Elio Berhanyer diseñó para ellas en 1970. El estampado mareaba más que las turbulencias. Efe

Azafatas de Iberia luciendo orgullosas el uniforme que Elio Berhanyer diseñó para ellas en 1970. El estampado mareaba más que las turbulencias. Efe

Esta batalla entre la individualidad y la homogeneización se plantea a diario en colegios de medio mundo. Si en los años noventa vivimos un cierto momento antiuniformes, parece que el rigor igualitario vuelve a imponerse en los centros. “En determinados ámbitos, como puede ser el escolar, creo que está bien contrapesar, educar en una cierta igualdad, con un espíritu democratizador que se aleje de la distinción que fomenta la moda. Si dejamos que los chavales, que ya son consumidores de moda, hagan su propia ostentación a través de la imagen, les metemos a jugar en las ligas adultas, lo que puede tener complicaciones en lo formativo”, señala Juan Gutiérrez.

Pero todo el peso que ha perdido lo militar lo ha ganado la estética de los negocios. El traje masculino, capaz de uniformizar la figura y de equiparar –sólo en teoría– al presidente de la compañía y al último administrativo, es una especie de esperanto de la indumentaria que permite a un ejecutivo japonés hacer negocios con un británico sin preocuparse por los errores de traducción.

Cuando las mujeres asumieron estas posiciones de poder, se han encontrado con una ausencia de reglas y un panorama más laxo: la opción más habitual suelen ser los trajes de chaqueta. “El hombre tiene siempre que dar una imagen muy seria y la mujer, también; pero, además, mona. Siempre tiene que haber ese punto de coquetería, de lucimiento personal, lo que se plasma claramente en la predominancia de la falda en los uniformes femeninos, cuando se supone que es ropa de trabajo y que tiene que ser lo más cómoda posible”, opina el responsable del Museo del Traje. En cualquier caso, la norma y el sentido común proponen no ser demasiado ostentosos, ni demasiado coloridos, ni demasiado sexi.

Cambian los cortes y algunos detalles, pero el uniforme de los financieros es el mismo en los tiempos de Rockefeller y de Goirigolzarri: sastrería milimétrica. Cordon/El País

Cambian los cortes y algunos detalles, pero el uniforme de los financieros es el mismo en los tiempos de Rockefeller y de Goirigolzarri: sastrería milimétrica. Cordon/El País

Lo mismo sucede cuando acceden a cargos para los que nadie se había ocupado de crear un uniforme femenino: las pastoras de las iglesias protestantes visten de colores oscuros, con cortes largos y formas amplias que oculten su anatomía: vestirse de hombres (de sacerdotes) quizás dejaría demasiado vuelo al fetichismo.

No es una cuestión sencilla. El ejército, por ejemplo, lleva años preocupándose por acabar con estas diferencias y llegar a una solución que no peque por defecto ni por exceso. El pasado mes de octubre, la Marina estadounidense anunciaba una modificación en los uniformes de sus oficiales para reducir las diferencias entre sexos. Una gorra similar para ambos, así como la eliminación de prendas visiblemente distintas. “Estamos acabando con la segregación por uniforme”, afirmaba Ray Mabus, secretario de la Marina. Cuatro años antes, la armada estadounidense había decidido crear un uniforme de combate único para hombres y mujeres.

La ropa de los obreros también ha evolucionado. Antes, se buscaba sólo comodidad, ahora también es imprescindible la seguridad. Getty/Cordon

La ropa de los obreros también ha evolucionado. Antes, se buscaba sólo comodidad, ahora también es imprescindible la seguridad. Getty/Cordon

Sin embargo, la lucha entre la uniformidad y la expresión individual no sólo afecta a los profesionales. El pasado mes de junio, el parlamentario conservador Philip Davies se quejaba de que las mujeres internadas en las prisiones británicas no tuvieran que llevar un uniforme, a diferencia de sus compañeros masculinos, forzados a vestir de manera idéntica. “No lo hacen porque podría afectar a su autoestima, pero por el bien de la igualdad real, el gobierno debería asegurarse de que tanto hombres como mujeres estén sujetos a las mismas obligaciones”. En realidad, las razones vienen de atrás: en 1971, una investigación llegó a la conclusión de que las reclusas se mostraban más receptivas a obedecer las reglas si se les permitía vestir con sus propias prendas. En los hombres sólo se permite, en algunas circunstancias, como un privilegio.

¿Es el uniforme un castigo? Quizás esto explique que, en la era de la personalización y el individualismo, los uniformes sean cada vez menos habituales. Ha florecido, eso sí, una enorme y corporativa salvedad: el culto a la marca. Las grandes empresas generan una imagen de cohesión casi religiosa, con sus sacerdotes (sus empleados), sus rituales (sus protocolos de trabajo y relación con el cliente), sus libros sagrados (la filosofía de empresa) y sus indumentarias rituales (sus uniformes, humillantes pero necesarios para ascender jerárquicamente y, en una posición superior, librarse para siempre de ellos).

En los colegios, las referencias no han cambiado: el uniforme británico ha dado paso al del ejecutivo adolescente, pero la corbata se mantiene. Getty/Cordon

En los colegios, las referencias no han cambiado: el uniforme británico ha dado paso al del ejecutivo adolescente, pero la corbata se mantiene. Getty/Cordon

En 2013, la agencia inmobiliaria neoyorquina Rapid Realty prometió subir un 15% el sueldo a cada uno de sus empleados que se tatuara en su cuerpo el logotipo de la empresa. Por lo menos, no era obligatorio hacérselo en una parte visible, lo que animó hasta a 40 trabajadores a marcarse la piel con la doble ‘R’ de la compañía.

Quizá el futuro de los uniformes vaya precisamente en esta dirección corporativa, con individuos que en vez de identificarse con himnos o banderas nacionales lo hagan con las empresas para las que trabajan. “No es descabellado”, sopesa Juan Gutiérrez. “En el Banco Santander, por ejemplo, ya se hace. No sé hasta qué punto están obligados o si es motu proprio, pero sus ejecutivos llevan siempre corbata roja, que es su color corporativo”.

(*) Texto publicado en la sección «ICON» de El País.com

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