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Piñera y su misoginia cristiana Yo opino

Piñera y su misoginia cristiana

Nadia Martínez
Por : Nadia Martínez Teóloga y activista feminista de la Coordinadora NiUnaMenos Chile
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Uno de los ejes fundamentales de casi todas las religiones es someter los cuerpos de las mujeres, sea desde la individualidad o colectividad. Al patriarcado le sirve toda construcción cerrada que se haga  desde la fe para normar, subyugar y designar los  lugares y roles adecuados para nosotras las mujeres.

En el imaginario mental de Piñera,  es el hombre quien define el sitio para la mujer. En su cofradía con otros hombres se acuerda -sin mayor problema- divertirse con mujeres, normando  cómo y en qué condiciones hacerlo. En su imaginario machista, una mujer genera más vida en los hombres, si está muerta, simbólica o físicamente. En la toma de decisiones respecto de los cuerpos, la hermandad masculina es fundante, ellos mandan. Ser un hombre «vivo» es disponer desde ese mandato de masculinidad, una mujer a su antojo. Bromear a las mujeres es algo cotidiano para un machista y no se asume un ataque a la dignidad humana en esta práctica.  Matar a una mujer para mantenerse vivo, no escapa al perfil de un violador o un femicida. Y aquí radica lo grave de las palabras del bufón Piñera. Sus dichos construyen, normalizan  y naturalizan la cultura de la violación.

 La cultura de la violación y la lógica femicida, entre otras cosas, se sostienen  por hombres que piensan parecido. Cómplices, que tienen pactos de lealtad -lo que ellos llaman códigos de honor-, pero nosotras llamaríamos miedos y violencia encubierta. La cultura de la violación tiene relación con esa lógica de dominio. Hombres que se sienten dueños. Un crimen de poder, para el poder. Por eso, no sorprende que un hombre «poderoso» de acuerdo a la lógica neoliberal, ostente y decida sobre los cuerpos, los territorios y las prácticas dentro de esa otra territorialidad. Sabemos que los hombres más exitosos suelen ser los más machistas, ya que  generalmente sacrifican todo su entorno para obtener ganancias y prestigios personales.

En la cultura de la violación las mujeres existimos para el placer masculino. Es un espacio donde los hombres ponen las reglas. Hay complicidad masculina. Se reproduce la idea de que la responsabilidad nunca es del hombre violador. En la cultura de la violación, la sexualidad de la mujer está al servicio del macho y no suele considerarse  explotación. Se cosifica a la mujer convirtiéndola en una ganancia, un trofeo. Es el hombre quien define al sujeto y al objeto. En la cultura de la violación, utilizar el cuerpo de la mujer se considera un derecho masculino casi por antonomasia. Su ejercicio se trata de control, dominación, sexualidad hetero normada, de la construcción y mantención de la masculinidad hegemónica como una auténtica masculinidad triunfante, pero fracasada. En su práctica legitima que otros hombres  hagan lo mismo, porque al final del día efectivamente no pasa nada. Y como Trump o Piñera, puedes agredir mujeres y gobernar un país sin mayores problemas.

Decir pública o privadamente “los hombres nos tiramos encima”, es una definición que ubica al  grupo social masculino como antagonistas históricos. Nosotras sabemos que cuando pueden lo hacen, aplastan sin culpa. Ejemplos sobran en los espacios públicos y privados: Orinan en la calle. Acosan a vista y paciencia de sus cómplices activos y pasivos. Cosifican con la mirada rapiñadora. Trabajan menos tiempo al año y cobran más por el mismo trabajo. Dirigen la casa, la economía.  Compran sexo. Fabrican leyes represivas. Imponen una moral que incrementa los privilegios masculinos.

Entendemos que dentro de la matriz de dominación, las palabras no son lineales. Cada una de ellas cuenta y toma posición dentro de ese esquema del poder. No basta el signo cristiano de “pedir disculpas”. Eso replicaría el ciclo de la violencia en su etapa de luna de miel. Ya no queremos reconciliarnos. Todos los años perdonamos las más de 50 muertas que nos deja el patriarcado y su impunidad. Se nos obliga a perdonar cuando las niñas son violadas dentro del SENAME. O atacadas con gases en Temucuicui. O en las afueras del liceo 7 de Providencia. Y no sorprende que Cecilia Morel o Cecilia Pérez hagan apología de todos los sucesos violentos que hemos visto en Sebastián Piñera. El ya pidió disculpas, dirán.  Valga mencionar que “el opresor no sería tan fuerte, sino tuviese cómplices entre  los propios oprimidos”. Y es que su gesto, por cristiano que sea, no disminuye la violencia. Al contrario, la potencia y la ubica en un lugar de superioridad moral que no es tal.

Su afirmación señor Piñera  –con puerilidad repetida en sus actuaciones de bufón- está sucia de poder. Poder patriarcal. Poder religioso. Milenario por cierto. Va en la línea de lo que hizo Fantuzzi y Céspedes con la muñeca inflable.  Lo que hace y dice el abogado de Mauricio Ortega respecto de Nabila afirmando que  “salía más barato matarla que dejarla viva”. Sus dichos, comportamientos, y actos una y otra vez  ubican a las mujeres. Sí, a nosotras. A todas las mujeres chilenas, en un plano subalterno.

La cultura de la violación está difusa y dispersa en toda la sociedad. Dispone de fuertes soportes institucionales para su mantención (televisión, prensa escrita, humor, religión, cultura, educación y política). Hay una pedagogía violadora que no se cataloga como un crimen y necesita ser confrontada.

Por esta y otras razones las mujeres que luchamos desde los feminismos, criticamos colectivamente la cofradía de los hombres. La hermandad para fines violentos. El mandato de masculinidad respecto a la potencia sexual. Rechazamos cualquier discurso político religioso que someta los cuerpos de las mujeres.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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