Para muchas mujeres la pesadilla de ser perseguidas por el supuesto de ser brujas no ha terminado: la ONU advierte de que miles son asesinadas cada año en el mundo bajo esta acusación. Esta es la historia de la matanza de las brujas, una violencia que, a pesar del ropaje de lo mágico y la superstición, no logra ocultar una distinción esencial para entender el fenómeno: la dimensión de género.
Pesar poco más que un ligero pájaro. Solo eso. Esa era la condición necesaria para salvarse de morir entre las llamas de una hoguera.
Por sencillo que pueda parecer superar tal umbral, en siglo XVI no era tan fácil convencer a una muchedumbre de que poseías esa condición si alguien te apuntaba con un dedo tembloroso y gritaba: ¡bruja!, ¡bruja!, ¡bruja!
Tan difícil debía de ser que muchas mujeres cruzaban Europa para llegar al pueblo holandés de Oudewater y probar que pesaban más que el aire. Allí las esperaba la prueba de la Heksenwaag: la balanza de las brujas.
La doctrina decía que las brujas podían volar porque, al carecer de alma, no tenían peso. Si al subir a la plataforma de madera el peso era normal, obtenían un certificado que descartaba su condición sobrenatural. Si no, habrían de enfrentarse a la sentencia de los llamados «juicios de Dios».
Había otras balanzas, pero esta tenía cierta fama de imparcialidad. «Hay relatos de otros lugares en los que se manipulaba la balanza para que mostrara el ‘0‘ en el cuadrante», explica Marja Kingma, conservadora de las colecciones germánicas de la British Library, en un informe para dicha institución.
Muchos pesajes debieron de permanecer en este número ingrávido, pues los historiadores cuentan que al menos entre 80.000 y 100.000 personas fueron llevadas a juicio por brujería entre los años 1400 y 1750.
De ellas, alrededor del 80% eran mujeres, según las investigaciones de Geoffrey Scarre, especialista de la Universidad de Durham (Reino Unido). Y al menos la mitad de las personas enjuiciadas sufrieron la agonía de ser consumidas por las llamas y la tortura.
En Europa, balanzas como la de Oudewater hoy son solo una atracción para despreocupados turistas que se pesan y consiguen su certificado de recuerdo. Pero la caza de brujas está lejos de ser algo del pasado.
Para muchas mujeres la pesadilla de ser perseguidas por el supuesto de ser brujas no ha terminado: la ONU advierte de que miles son asesinadas cada año en el mundo bajo esta acusación.
Esta es la historia de la matanza de las brujas, una violencia que, a pesar del ropaje de lo mágico y la superstición, no logra ocultar una distinción esencial para entender el fenómeno: la dimensión de género.
Por encima de esos supuestos poderes sobrenaturales y malvados, muchos investigadores argumentan que las mataban por ser mujeres.
Un «feminicidio» anterior al propio concepto y cuyos hilos llegan hasta nuestros días.
La mañana del 29 de octubre de 1485, el inquisidor Henry Institoris y otros dignatarios eclesiásticos comenzaron a reunirse en la gran sala de reuniones del Ayuntamiento de Innsbruck (al oeste de Austria).
Estaban allí para presenciar el interrogatorio de Helena Scheuberin, una mujer sospechosa de practicar la brujería que se sentaría en el banquillo de los acusados juntos a otras 13 personas.
Era una mujer atrevida e independiente. No temía decir lo que pensaba e incluso había osado interrumpir un sermón de Institoris para decirle públicamente que era una persona malvada.
Era acusada de tener amantes. Muchos. Y de matarlos con sus poderes, bramó el inquisidor.
La inmoralidad sexual y la brujería son dos conceptos inseparables, arguyó Institoris dirigiéndose a ella. Pero Scheuberin no se amilanó y volvió a despreciarle de manera retadora ante el tribunal.
Institoris prosiguió con su relato, interrogando sobre las prácticas sexuales de la supuesta bruja, aportando detalles escabrosos, poseído por una creciente cólera que comenzó a incomodar al resto de prelados hasta tal punto que el representante del obispo, irritado, le ordenó que detuviera ese espectáculo.
El juicio acabó mal para el inquisidor, pues la comisión liberó a Scheuberin. Había sido humillado.
No debía volver a pasar. Institoris, al que la historia lo conoce también por su nombre en alemán (Heinrich Krämer), se propuso no dejar escapar jamás a una bruja y se encerró en la ciudad de Colonia (Alemania) a escribir, junto al monje dominico Jacob Sprenger, «uno de los textos medievales más conocidos, más citados y, de hecho, más infames: ‘Elmartillo de las Brujas, el Malleus Maleficarum'», como lo define el historiador Hans Peter Broedel, quien narra esta historia en su libro «El Malleus Maleficarum y la construcción de la brujería».
Publicado en 1487, se reeditó una quincena de veces y se distribuyeron 30.000 ejemplares por toda Europa en esos años de cacerías supersticiosas, cuenta la escritora Mona Chollet en su obra «Brujas. ¿Estigma o la fuerza invencible de las mujeres?«
«Durante aquella época de fuego, los jueces lo utilizaban en todos los procesos. Planteaban las preguntas del ‘Malleus’ y oían las respuestas del ‘Malleus», explica.
El momento era propicio. En 1484, el Papa Inocencio VIII había emitido una bula que permitía la violencia contra las brujas y el tratado de los dos monjes aspiraba a dar un método a los inquisidores.
«Entre el año 900 y el 1400, las autoridades cristianas no estaban dispuestas a admitir que las brujas existieran, y mucho menos a juzgar a alguien por el delito de serlo», relatan los investigadores Peter T. Leeson y Jacob W. Russ.
Pero a partir de ahí, durante aproximadamente tres siglos, las brujas iban a estar en todas partes para la Iglesia.
Especialmente entre los años 1560 y 1630, cuando se produjeron más del 60% de aquellos juicios, según el análisis de 43.000 actas en 21 países europeos recopiladas en su investigación para The Economic Journal.
Geográficamente, más de la mitad se produjeron «en un radio de 500 kilómetros en torno a la ciudad de Estrasburgo (Francia)», precisan (ver gráfico).
No hay un consenso entre los historiadores sobre los motivos que llevaron a este cambio de postura sobre las brujas.
Se relaciona con un proceso más amplio en que la Iglesia vio en riesgo su poder.
Eran los tiempos de la Reforma Protestante y la Contrarreforma, de las guerras de religión europeas y del surgimiento de los estados modernos absolutistas, con su intento secularizador y las aspiraciones científicas del Renacimiento.
«Concurren causas históricas, legales, religiosas, económicas, intelectuales y sociales que marcaron a ciertos sectores o grupos vulnerables como ‘chivos expiatorios», explica Norma Blazquez Graf en su libro «El retorno de las brujas».
Pero pone el énfasis en «un hecho muy importante: la cacería de brujas fue un fenómeno que afectó en su mayoría a mujeres».
«La Gran Caza» había comenzado.
«El ‘Malleus Maleficarum’ es uno de los primeros libros en la historia de la humanidad en que se compendia criminología, un código penal y uno procesal.
«Dice qué es un delito (en este caso la brujería), por qué lo es y cómo hay que perseguirlo», le explica a BBC Mundo Pablo Ernesto Rossi, fiscal de la provincia de Buenos Aires y docente e investigador de la Facultad de Derecho de la UBA.
«Tiene una característica muy importante: está pensado para inquisidores y es sumamente sincero sobre su trasfondo, pues explicita que la persecución está dirigida a las mujeres», sostiene.
«Aduce con obsesión que la mayor parte de las brujas son mujeres y no hombres. Y dedica todo un capítulo a explicar que las mujeres son seres inferiores y por eso al demonio le es más fácil lidiar con ellas, especialmente si son pobres», desarrolla Rossi.
«Las notas manuscritas de las sesiones de tortura describen un perfil claro: mujeres, pobres y generalmente solteras o viudas».
Pero, ¿por qué a las mujeres?
«El libro y la época reflejan una creciente angustia masculina sobre todo lo que tiene que ver con la reproducción humana: el conocimiento del embarazo, de dirigir el parto, incluso las hierbas abortivas… todo eso era dominio de la mujer», desvela el profesor de la UBA.
Había una determinación para que «todo el universo del nacimiento dejara de estar en manos de la mujer y pasara a la figura del médico, encarnada por el hombre, que tenía acceso a la educación».
El salto a lo sobrenatural estaba abonado entonces. Dice el«Malleus»: «Las parteras son las que causan mayores daños […], cuando no matan al niño, entonces, obedeciendo a otro designio lo sacan fuera de la habitación, lo levantan en el aire y lo ofrecen al demonio».
Con esta línea de análisis coincide Blazquez Graf, investigadora del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Autónoma de México.
«Las mujeres acusadas de brujería habitualmente tenían un oficio, solían ser cocineras, perfumistas, curanderas, consejeras, campesinas, parteras o nanas, y realizaban sus actividades a través del desarrollo de conocimientos que les eran propios«, cuenta en su libro.
Así, sabían distinguir las plantas, conocían métodos para destilar remedios curativos o eliminar venenos, suministraban anticonceptivos y practicaban abortos…
«No son casuales las frecuentes representaciones de las brujas donde aparecen junto a un caldero, pues la mayor parte de los ingredientes de la hechicería, igual que las comidas, se cocinaban en ese tipo de recipientes», describe Blazquez.
Daba igual usar el caldero para el bien o para el mal en lo que respecta a estas mujeres. El «Malleus» no hacía distinción de comportamientos, pues «no te juzgaba por tus actos, sino por lo que eras», asevera por su parte Pablo Ernesto Rossi, de la UBA, en conversación con BBC Mundo.
Sus páginas lo dejaban claro: «Hay brujas que hieren y curan, otras hieren, pero no pueden curar, y otras sólo curan […] A causa del juramento prestado al diablo, todas las obras de las brujas, incluso las buenas en sí mismas, deben ser consideradas como malas».
En las Américas del colonialismo la quema de brujas «no fue un fenómeno masivo» como lo fue en algunas partes de Europa, en donde la «ilegitimidad del poder de las mujeres era enfrentado a través de la cacería de brujas, en las que se convertían en un blanco principal de la persecución y el exterminio», relata la investigadora Ana Carolina Palma en una investigación de la Universidad Icesi de Colombia.
Sin embargo, las mujeres del llamado Nuevo Mundo no fueron ajenas al fenómeno, teniendo muchas que sufrir las acusaciones de brujería de los tribunales de la Inquisición que llevaron los españoles a Lima, México y Cartagena de Indias.
Cuando los españoles llegaron a la región, ya existía allí una antiquísima tradición mágica, ligada a sus propias visiones de la religión y la medicina, que acabó mezclándose con las propias supersticiones de los españoles e, incluso, las de los esclavos negros provenientes de África.
«Irónicamente, los conceptos europeos de Satanás y los supuestos poderes de las brujas comenzaron a injertarse en la cosmovisión de los pueblos indígenas«, revela la especialista Irene Silverblatt en sus investigaciones.
Los años se convirtieron entonces en décadas y estas en siglos, acabando los valores ilustrados con los enjuiciamientos sistemáticos y oficiales contra las brujas en Europa y en América Latina. Y, sin embargo, la violencia contra estas mujeres no iba a desaparecer.
Esta confluencia de supersticiones dejó un poso cultural en las poblaciones latinoamericanas, que siguieron creyendo en las brujas y en sus conexiones con el diablo.
Así, tan tardíamente como a mediados del siglo XX, las brujas seguían muriendo en la región.
No ya en tribunales rodeados de sotanas, sino «en linchamientos y torturas» a manos de masas furiosas que las usaban de chivo expiatorio de todos sus males, le explica a BBC Mundo Gema Kloppe-Santamaría, historiadora y docente de la Universidad de Loyola (Chicago).
Y el México posrevolucionario es un ejemplo ilustrativo de ello.
En agosto de 1941, a Lucero Curiel la sacaron a rastras de su casa en el pueblo de San Juan del Mezquital en Zacatecas.
Las piedras y los palos amorataron en seguida el cuerpo de la anciana, que sentía los gritos y golpes de la muchedumbre, de los mismos vecinos que en tantas ocasiones habían acudido a ella en busca de brebajes que curaran sus enfermedades y atrajeran la buena fortuna.
Estaban convencidos de que era la culpable de la muerte de varias personas del pueblo. Antes de que Lucero pudiera explicarse, el fuego subía ya por sus faldas.
Si alguna vez tuvo poderes sobrenaturales, Clara Fonseca no vaticinó que en julio de 1944 se le moriría en sus brazos aquel niño, enfermo de meningitis, hijo de una influyente familia en La Purísima (Puebla). Palos, piedras y cuchillos de una turba dieron cuenta de que no era una «verdadera curandera».
Tampoco Micaela Ortega previó años antes en Acajete (Puebla) que aquellos hierros incandescentes y los machetes desfigurarían su cara y su cuerpo cuando un grupo de hombres, incluido el alcalde, la arrastraron a la calle delante de sus hijos en aquel mes de noviembre de 1934.
Si aún vivía, el fuego se encargaría del resto. Se sabe de ella que era espiritista, socialista y que quería convertir la iglesia de la localidad en una biblioteca.
Con multitud de casos similares se topó Kloppe-Santamaría al remover los archivos policiales y la hemeroteca de los años que transcurren entre 1930 y 1950, para la investigación que dio forma a su libro «En el vórtice de la violencia: linchamientos, justicia extralegal y estado en el México posrevolucionario», un periodo clave para entender el arraigo de la violencia en el país, según sus palabras.
Y algunas de las preguntas que le surgieron fueron: ¿por qué una violencia tan cruel contra estas mujeres? ¿Qué tenían en común?
«Estas mujeres eran vistas como transgresoras, se alejaban del rol que se esperaba de ellas en la época. Desafiaban las nociones de sumisión, domesticidad, pasividad y cuidado maternal que esperaban de las mujeres sus coetáneos», le explica Kloppe a BBC Mundo.
Hay que tener en cuenta que había «una posición ambivalente» en torno a estas brujas o curanderas:
«Por un lado, eran personas influyentes a las que acudían en busca de ayuda debido a las supersticiones, pero por el otro eran percibidas como subversivas, desafiaban el dominio de los hombres en la esfera pública y privada».
Y el tipo de violencia, el ensañamiento, estaban cargados de simbolismo.
«A estas mujeres había que ‘sobrematarlas», precisa la historiadora, que incide en esa doble dimensión.
«La creencia en lo sobrenatural hacía que tuvieran que impedir que el espíritu de la bruja volviera a vengarse, por eso había que quemarlas, pero también se trataba de mandar un mensaje a la mujer: este tipo de conductas no serán toleradas. El que la matanza fuera un acto social y público, en la calle, tenía un objetivo ejemplarizante«.
En América Latina este tipo de violencia contra las brujas desapareció, por lo general, en la década de los 70 y 80, precisa la investigadora.
Pero las matanzas por brujería están lejos de desaparecer aún hoy en otros lugares del mundo.
«En demasiadas comunidades, ser catalogada como bruja equivale a recibir una sentencia de muerte», señalan las conclusiones de un comité de expertos del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, que el pasado mes de septiembre presentó un informe sobre las cazas de brujas en nuestros días.
El alcance real del fenómeno está lejos de conocerse, advierten, pues muchos de estos crímenes suceden en territorios de difícil acceso y envueltos en una gran opacidad.
Dicho comité ha documentado 22.000 víctimas que fueron acusadas de brujería en los últimos 10 años, pero están seguros de que es solo la punta del iceberg.
Según sus datos, sólo en Tanzania más de mil personas son asesinadas anualmente por este motivo. En India, entre el año 2000 y 2016, la policía registró 2.500 asesinatos por sospechas de brujería (120 el pasado año).
Y el informe de la ONU destaca otros países como República Democrática del Congo, Angola, Nigeria, Ghana y Kenia, donde se detectan estas prácticas y los datos son muy escasos.
También en anteriores informes, localizó persecuciones en Nepal o Papúa Nueva Guinea.
Hasta en 50 países se han registrado casos en la actualidad, siendo la caza de brujas legal en algunos de ellos. En Arabia Saudita, por ejemplo, se creó en el año 2009 una «Unidad Antibrujería» en la policía y sigue vigente la pena de muerte por esta acusación.
Los efectos de las acusaciones de brujería hoy siguen marcados por «una violencia extrema», recoge el informe, que especifica sacrificios humanos, mutilaciones, torturas y asesinatos.
Las motivaciones son variopintas, no solo influidas por las creencias: «La persecución de supuestas brujas es un negocio lucrativo […], algunas figuras religiosas han alcanzado fortunas inmensas», advierten.
Se pueden «cobrar exorbitantes honorarios» por exorcismos, por cazar a quien reciba la acusación de brujería o por sanar a alguien que supuestamente ha sido embrujado.
Incluso la covid-19 está provocando un incremento de estos crímenes.
«Las pandemias crean situaciones de miedo incertidumbre y desesperación. Esto abona el terreno para la proliferación de la superstición y lo irracional […]. Ya hay informes que sugieren que la covid-19 ha provocado un aumento de las acusaciones de brujería contra las mujeres [de la casta] dalit en la India».
Pero, ¿quiénes son las víctimas actualmente? El perfil que describen estos expertos encuentra que sobresalen tres grupos primordialmente: niños (que son acusados de estar poseídos por el diablo), personas con trastornos mentales y discapacidades varias (incluye a los albinos) y mujeres.
Para una mujer, «la situación más peligrosa» en una sociedad con creencias de brujería es ser vista como «transgresora de la norma cultural», sostienen los investigadores, que destacan como en algunos países, como India, las mujeres que viven solas y se mantienen por sí mismas en sus tierras suelen ser acusadas de brujas para arrebatarles sus posesiones.
«Transgresoras», de nuevo. La acusación que persiste y se filtra una y otra vez por las rendijas de los siglos para continuar persiguiendo a estas mujeres en pleno siglo XXI. El infatigable martillo de las brujas.