Publicidad
BBC News Mundo

La ciudad donde los filósofos alemanes pierden el corazón

Escritores encontraron bebida, inspiración y amores imposibles en los rincones de la bucólica Heidelberg. ¿Qué tiene esta ciudad que cautivó a Goethe y a Mark Twain?


Como si estuviera en el epicentro de una zona sísmica, una pequeña y bucólica ciudad alemana ha tenido a lo largo de la historia la capacidad de sacudir los corazones de los escritores y filósofos que han pasado por allí.

«Heidelberg tiene algo ideal», dijo el alemán Goethe, luego de explorar sus rincones, muchas veces tras haber bebido altas cantidades de vino. Fue allí donde encontró la veta para crear a Fausto, el hombre que le vende el alma al diablo.

Otros personajes también encontraron inspiración en sus calles: Martín Lutero, los filósofos existenciales Alfred Weber y Karl Jaspers; Hegel, el padre de la Dialéctica, el novelista estadounidense Mark Twain, el padre del romanticismo aleman Joseph von Eichendorff, el músico Shumann o el pintor británico William Turner.

«Hay algo especial en Heidelberg. Te pones a filosofar, a discutir. Es como si esa energía viniera de lo más profundo de la Tierra», comenta Simone a BBC Mundo, un estudiante italiano de la Universidad de Heilderberg desde el Paseo de los Filósofos, un balcón natural sobre el río Neckar desde el que se observa la ciudad de cuento que tantos amores imposibles y brindis con absenta ha inspirado provocado.

Su universidad, con más de seis siglos de existencia (1386), y las ruinas de su castillo han sido el gran imán.

Cercana a la frontera con Francia, Heidelberg ha sido quemada y arrasada varias veces. En 1689 después de destrozar buena parte del imponente castillo, las tropas galas pasaron por alto el gran tonel de vino que abastecía a los huéspedes porque lo encontraron vacío.

Con una capacidad de 222.000 litros, ocho metros de largo y siete de largo, es considerado el barril de vino más grande del mundo (sobre el tonel de madera hay una pista de baile) y origen de la leyenda de Perkeo, el enano ebrio que lo cuidaba y que murió después de beber un vaso de agua.

Goethe lo descubrió en sus paseos otoñales alrededor del castillo.

El gran hombre de las letras alemanas, considerado un sabio de su tiempo por sus conocimientos en diferentes ramas, nunca negó su afición por la bebida: «Otros duermen el vino, pero yo lo llevo a los papeles. El que no bebe y no besa está peor que muerto».

A su salud brindaron varias generaciones de jóvenes que crecieron leyendo Las desventuras del joven Werther, la novela que convirtió a Goethe en un ícono al que visitaban estudiantes de toda Alemania.

En esos años de romanticismo surgiría el beso de Heidelberg, un bombón de chocolate relleno de turrón que las jóvenes recibían de sus pretendientes ante la imposibilidad y rigidez social de probar un auténtico beso.

El embrujo del vino caliente y la absenta

Después de inspirarse en el Paseo de los Filósofos, los estudiantes y eruditos bajaban de la montaña sagrada, como también se le llama, y dejaban los libros ante un vaso de vino caliente y especiado (glühwein) o simplemente elegían al rey de la cerveza, como le pasó al jóven y desconocido escritor Mark Twain.

«El ritual es simple: los grupos se convocan de noche y beben jarras de cerveza tan rápido como sea posible. Cada grupo lleva la cuenta poniendo un dibujo de Lucifer al lado de cada jarra vacía», describe Twain en su obra A Tramp Abroad (Un vagabundo en el extranjero) sobre los ritos iniciáticos de las hermandades de estudiantes que conoció durante su estadía en Heidelberg.

Acto seguido la mayoría de iniciados terminaba en la cárcel de los estudiantes, Studentenkarzer, una prisión que pertenecía a la universidad y que todavía puede visitarse. Allí se castigaban las borracheras con varias semanas de encierro.

Al cruzar el largo Puente Viejo, desde donde se lanzaban poemas y cuerpos al agua durante el romanticismo, se encuentra el bar y hostal Goldener Hecht donde se hospedaban personajes como Twain y Goethe y donde el escritor estadounidense conocería la bebida sagrada de los cazadores, la alemana Jägermeister, 35% de alcohol y más de 50 hierbas diferentes.

Cerca de allí está la mítica taberna Red Ox Inn con sus enormes jarras de cerveza y los cuernos donde bebían los filósofos existencialistas alemanes y los soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial.

De filósofos y amores imposibles

Heidelberg no sufrió bombardeos y se convirtió en la sede del mando militar estadounidense. Al acabar la guerra los filósofos Alfred Weber y Karl Jaspers promovieron la reapertura de la universidad, cerrada durante los años de contienda.

Amigos desde sus años de estudiantes solían hablar de política, filosofía y de amores en el café Burkardt donde todavía se pueden observar frecuentes discusiones de profesores y estudiantes.

En esa calle, Untere Strasse, Hegel arrastraba su oscurantismo y su culpa por un hijo ilegítimo, mientras cataba vinos, una de sus grandes pasiones, y conocía con asombro los misterios de la dama verde, la absenta francesa de moda por aquella época.

«El espíritu es lo real y lo real es el espíritu que se conoce a sí mismo en su realidad», señalaba sin que muchos lo entendieran pero dejando una estela de pensamiento que influiría en personajes como Friedrich Nietzche o Karl Marx.

En la misma calle, ahora poblada de bares y restaurantes, Goethe afilaba su inteligencia, sus secretos masónicos y su amor imposible por Marianne von Willemer, la única de sus musas que coescribió una de sus obras, Divan.

Después de dos años de intenso romance se separaron. Ella estaba casada con uno de sus mejores amigos.

Ese tipo de misterios y sentimientos contradictorios lo resume el pueblo germano en una popular canción: «Yo perdí mi corazón en Heidelberg para siempre, mi corazón aún late en la orilla del río Neckar».

Publicidad

Tendencias