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Crítica de cine: “El verano de los peces voladores” Es el primer largometraje de ficción de la realizadora chilena Marcela Said (1972)

Crítica de cine: “El verano de los peces voladores”

Conocida masivamente por su obra documental, la presente cinta es el debut de la directora en el área dramática del celuloide. En esta oportunidad, prosigue con su camino a fin de entregarnos su visión del conflicto nacional mapuche. En lo referente a su labor estrictamente de cámara, la película es un deleite para la mirada, siendo fundamental el aporte del director de fotografía Inti Briones. El relato argumental, sin embargo, se aprecia confuso y a ratos incoherente en su desarrollo.


“Bruscamente la tarde se ha aclarado / Porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado”.

Jorge Luis Borges, en El hacedor

El tiempo, el agua como reflejo del transcurso sin límites de su cronómetro, la neblina y la bruma que esconden las líneas y la esencia de las cosas. La selva húmeda de la Araucanía, mojada después de los chubascos. Los factores plásticos que inciden en la estética cinematográfica de Marcela Said Cares en El verano de los peces voladores (2013), son simplemente hermosos.

Y su lente se esfuerza por componer óleos sobre telas y persistir en la idea, de que detrás del silencio y del balneario pasmado, avanzan como ruido de fondo, el malestar, el bullicio ideológico, la lucha política, la confrontación de intereses económicos.

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Con el lago Ranco, y los paisajes naturales de Curarrehue, Coñaripe y Liquiñe, en la Región de Los Ríos, cumpliendo la función de ambientaciones, más la inclusión en el elenco de actores, de un conocido pintor “realista” como Guillermo Lorca, los guiños a los lienzos de Antonio Smith, parecen ser evidentes.

Aunque este último sea un romántico del siglo XIX, y la medida de lo posible no existía para él: sus cuadros son los de un Chile bucólico, donde la angustia se enfrentaba a la belleza inmensa de la fauna y casi muerta del agua. Y Diego Portales, junto a Andrés Bello y Claudio Gay, intentaban “civilizar” desde Santiago, la barbarie de lo agreste.

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Esa contraposición de carácter visual, puramente fotográfica ( obra en parte del reconocido director de fotografía Inti Briones) es la que pretende utilizar Marcela Said, con el fin de retratar el conflicto político y cultural mapuche, que ha existido desde siempre en la zona sur del país. Es una apuesta estética arriesgada, ya utilizada para retratar otras coyunturas sociales del pasado, y que ella dejó plasmada en el largometraje, a través de ciertos diálogos y pasajes callados de las secuencias.

Recordemos el caso del premiado filme La frontera (1991), del director nacional Ricardo Larraín. Allí, la pasividad del entorno, contenida por la represión de Pinochet, termina por ceder ante la fuerza de un maremoto, del agua… Torrente devastador que representaría una suerte de metáfora, sobre la violencia social guardada por 17 años de mordazas y de toques de queda. Luego, irrumpirían la liberación y la democracia, el sol de un nuevo renacer.

Aparte de citar a esa película galardonada en el Festival de Berlín, las apelaciones que la realizadora dirige hacia el sacerdote italiano avecindado en Magallanes, Alberto María de Agostini (1883 – 1960), y sus créditos como documentalista, también son elocuentes. En este ejercicio de intertextualidad, también debemos sumar a otro cineasta criollo: al singular Pablo Perelman y su largometraje Archipiélago (1992).

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En esa línea, creemos que el camino audiovisual que escoge la creadora para desarrollar su juicio intelectual en torno a la problemática mapuche, es bastante correcto en su formulación cinematográfica, pero insatisfactorio en su tratamiento literario.

La ficción desplegada por Marcela Said exhibe una carencia de intensidad dramática tal, que termina por llevarnos a cierta confusión argumental. Esta apreciación se apoya, primero, en que aparecen ciertos roles y personajes escasamente tratados, pero que un principio se postulaban o asomaban, como muy importantes en el desenlace de la narración. Ese fue el caso, por ejemplo, de los papeles encarnados por el pintor Guillermo Lorca (Lorca) y Carlos Cayuqueo (el joven empleado Pedro).

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Da la impresión de que en ese afán por desplegar una visión meta-política de la realidad -propia de su labor como documentalista-, la historia se quedó empantanada, irremediablemente estacionada, sin llegar a la enorme magnitud de sus posibilidades en cuanto crónica.

Como si en su deseo de mostrar una visión sinfónica del entorno, fácil de lograr en un largometraje documental, Marcela Said soslayó que en esta ocasión, se encontraba rodando una ficción, que su denuncia y su diagnóstico a este fenómeno de gran importancia para nuestra sociedad, debía dejárnoslo claro en las reglas propias del campo dramático.

Película "El verano de los peces voladores"

Película «El verano de los peces voladores»

Los fotogramas de Marcela Said son elocuentes si se trataba de una pieza documental. Ver a Francisca Walker (Manena), delicadamente bella en esa escena final, tomando el sol y exhibiéndose en el agua sin peces, que tiembla por el silencio y la luz del sol; es cierto, se enuncia por sí misma en su frecuencia visual: la catástrofe y la explosión del tiempo detenido, a un segundo eterno de estallar.

Pero verla actuar a Walker, siguiendo las instrucciones de un guión más o menos regular, fue un poco decepcionante. Lo mismo cabe decir para el desempeño de Gregory Cohen (Francisco Ovalle, el padre de la joven), de Bastián Bodenhöfer (un tío) y de María Izquierdo (la madre). Rotundos en sus manifestaciones corporales, deficitarios en su participación esencial al interior de un relato dramático.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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