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Crítica de cine: “Las niñas Quispe”, la soledad de los desafortunados La película es la ópera prima del director chileno Sebastián Sepúlveda (1972)

Crítica de cine: “Las niñas Quispe”, la soledad de los desafortunados

Aunque filmado en el verano de 2012, por fin se estrena en las salas del país, el primer largometraje de ficción de este realizador nacional, una cinta que obtuvo el premio a la mejor fotografía en la Semana de la Crítica del Festival de Venecia, durante el año pasado, gracias al trabajo de Inti Briones. Si bien su libreto nace de la adaptación de una obra de teatro del dramaturgo Juan Radrigán (“Las brutas”), el cineasta no logra expresar -a través del lenguaje fílmico propio de un drama-, el sentimiento extremo de marginalidad, que condujo a ese trío de hermanas, a suicidarse en la inmensidad del desierto de Atacama, en los comienzos de la dictadura (1974).


“Landa: Y adónde le gustaría ir, señor Juanucho.

Juanucho: (Olvidándose de su papel de tony) Al mar.

Landa: Hacia allá vamos, entonces. ¿Has estado alguna vez?

Juanucho: ¿Cómo es?

Landa: Grande. Verde en el día. Con olas y la espuma que vuela por encima. (Retomando el papel de tony). Siga remando, señor Juanucho. Mire que el camino es largo y el Paraíso queda lejos.

Juanucho: ¿Allá vamos?

Landa: Allá parece. (Pero pronto pierde su voz de tony. Parece recordar). Parece que allá están todos los tesoros que la tierra en otro tiempo tuvo”.

Luis Alberto Heiremans, en El tony chico

No quiero ser majadero en este espacio, pero deseo arribar a una claridad de procedimientos: los problemas de guión, y la confusión que existe entre los jóvenes realizadores nacionales, acerca de la división de márgenes en torno a la ficción y el género documental, si persisten, unidos en una simbiosis que ya parece indestructible, privarán al cine chileno, de competir en serio -y lo digo con gravedad-, por las grandes ligas de la especialidad a nivel mundial.

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Esa discusión, que en este país alimenta foros y las especulaciones intelectuales de críticos, de programadores de festivales, y de simposios académicos; en Europa y en Norteamérica, está superada hace rato. Y lo demuestra la labor de los directores de “avanzada” en el orbe.

Algunos de aquellos, admirados con devoción por esos mismos inteñectuales de una retórica que fue novedad hace cinco décadas, lo tenían claro. Martin Scorsese, Jim Jarmusch, Paul Thomas Anderson, Spike Jonze, Michel Gondry y los hermanos Joel y Ethan Coen, sabían perfectamente que una cosa es rodar un largometraje de ficción, y otra muy distinta, grabar una pieza documental. En ambos casos se trabaja con un guión finamente elaborado.

En el país, sin embargo, pareciera no ser tan evidente. Filmar sobre un guión elaborado no es lo mismo que editar encima de un texto escrito a la rápida, a la marcha, y estructurado bajo los parámetros de la improvisación; ya se trate indistintamente del género de contar una historia inventada en imágenes, o bien, de registrar un acontecimiento de contexto, verdadero, que sea digno de ser enfocado debido a su valor social o político.

Hago esta observación, porque al analizar la factura cinematográfica de Las niñas Quispe (2013), nos tropezamos con ese obstáculo. El de un libreto que no consigue plasmar en su realización visual y dramática, los motivos artísticos que impulsaron a su realizador, a trasladar los parlamentos de la notable Las brutas (1980) –del autor teatral Juan Radrigán-; desde la fluidez de “las tablas”, hacia los códigos estéticos específicos de la pantalla grande.

Así, la película que comento, es el debut de Sebastián Sepúlveda (Concepción, 1972), en las exigencias propias de la dirección. Antes de dar este paso en su carrera, el profesional penquista alcanzó notoriedad por ser uno de los cuatro guionistas que escribió Joven y alocada (2012), una cinta premiada en aquella categoría, al concluir el Festival norteamericano de Sundance, de esa temporada.

Pero sería injusto si afirmo que los problemas en la producción de Las niñas de Quispe, se deben exclusivamente a su texto conductor. Sus dificultades transitan, también, por una incapacidad de lograr la real integración entre el motivo audiovisual del desierto –la espina dorsal del mundo que se quiere mostrar en estos 83 minutos de secuencias-, y los nudos dramáticos que rigen la actuación del trío de hermanas, encarnadas por Francisca Gavilán (Luciana Quispe), Digna Quispe (Justa Quispe) y Catalina Saavedra (Lucía Quispe).

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En el desempeño del elenco, el rol mejor interpretado, sin duda, es el personificado por Saavedra, a quien los papeles del mundo popular le calzan a la perfección. Aunque una actriz experta como Gavilán, tampoco se queda atrás en los frutos de su trabajo y hace bastante creíble su visión de la cotidianidad autóctona de esas trágicas mujeres.

La expresividad de ambas es elocuente, con el propósito de ilustrar el aislamiento afectivo y social extremo, que esas ovejeras de mediana edad sufrían, condenadas como estaban por sus circunstancias, a quedarse irremediablemente solas en la montaña.

Asimismo, la inclusión de una actriz novata y no profesional, como Digna Quispe (una pariente real de las malogradas niñas de la década de los ’70), es un punto a realzar en la dirección de Sebastián Sepúlveda, pues se trata de un acierto cinematográfico que le proporciona una mayor verosimilitud, a su intento por recrear este drama tremebundo.

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Valiéndose de todos los planos posibles, Sebastián Sepúlveda nos trata de decir que esas pastoras indígenas del altiplano andino, se hallaban en una soledad, un abandono y una marginalidad tales, que colindaban con la más terrible de las desolaciones existenciales.

En ese acápite, el artista a cargo de la fotografía, Inti Briones, se luce y destaca, en unos registros que ya le conocemos de sobra, características que ha plasmado en todos los géneros posibles. Y que en esta oportunidad, le brindaron el “Best Cinematography (International Film Critics Week)”, otorgado por el Festival de Venecia, en 2013. Así, los cuadros que exhiben a las mujeres inmersas en el páramo de Atacama, entregan la sensación de que las hermanas son los únicos seres humanos que habitan el planeta Tierra.

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El asunto, sin embargo, es que el director jamás llega a engarzar esa “nada” geográfica -un factor que acapara toda la imagen que exhibe la cámara-, con el vacío existencial que padecen las Quispe: la orfandad de la desesperanza, en el aguardo de un acontecimiento extraordinario que nunca llega, salvo en la visita anodina de un par de extraños, que poco aportan a los fueros narrativos de la cinta. Me refiero a los roles interpretados por el actor Alfredo Castro y a ese otro del comerciante ocasional de ropa, que les vende sus prendas a las muchachas.

Contrasto este juicio con los largometrajes de otros directores que consiguen alcanzar la conjunción de los objetivos artísticos propuestos, sin el desmedro de uno u otro factor (el audiovisual del desierto y el argumental de la soledad visceral), sino que complementándolos, a lo largo de sus escenas. De esa manera, puedo citar a Michelangelo Antonioni en Il deserto rosso (1964) y en su Professione: reporter (1975); a Valerio Zurlini, en Il deserto dei tartari (1976), una traslación de la novela homónima del escritor italiano Dino Buzzati; a Bernardo Bertolucci, en El cielo protector (1990), una adaptación de la ficción de idéntico título, inventada por el estadounidense Paul Bowles; y hasta mencionamos a El paciente inglés (1996), del fallecido Anthony Minghella.

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La poca profundidad psicológica de sus personajes (debilidad literaria del guión, reflejada en los diálogos), y esa decisión cinematográfica por retratar documentalmente a la encantada arena de Atacama, privan, en efecto, a Las niñas Quispe de convertirse en un filme para el recuerdo. En ese sentido, hubiese querido apreciar un libreto a cargo del talento creativo del dueño original de esta idea, me refiero al dramaturgo nacional Juan Radrigán Rojas. Quien se inspiró en un acontecimiento verdadero, ocurrido en 1974, para escribir Las brutas: el posible suicidio de un trío de hermanas, pastoras de cabras de la precordillera, que pertenecían a la comunidad indígena de los Coya, en la actual Tercera Región del país,

Basándose en esa noticia, el Premio Nacional de Artes de la Representación 2011, redactó una obra en la que se manifiestan temas dramáticos y poéticos tan evocadores como la relación de hermandad, que nace entre los hombres y los animales, en un contexto de aislamiento total y de agreste naturaleza; los tópicos de la orfandad física y espiritual, de tres mujeres solas; los temas de la desesperanza y la decisión de escapar hacia otra realidad, una alternativa que sea una puerta de salida, a esta dimensión que nos oprime, y nos niega en nuestras necesidades emocionales y afectivas, más básicas y primarias.

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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