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La gata con botas rojas Opinión

La gata con botas rojas

Sergio Trabucco Zerán es periodista y Magíster en Estética y Teoría del Arte Contemporáneo, actualmente es docente del Instituto de la Comunicación e Imagen y de la Facultad de Artes en la Universidad de Chile.


Corría sofocante el verano en el litoral popular del Chile proleta cuando aparecía entre pescadores, borrachos y vacacionistas aturdidos por tanto sol, una gata con botas rojas, piernas flacas y cabeza cubierta.

Aparecía entre “la gente”, como les llaman los políticos a los pobres, el escritor Pedro Lemebel, quien, con sus dardos de taco aguja, les dedicó sus crónicas a líderes estudiantiles, líderes políticos,  líderes sociales y líderes vecinales.

Aparecía quien se atrevió a despotricar en la prestigiosa Feria Internacional del Libro de Guadalajara contra el gobierno de Don Piñi, como le decía al entonces presidente de derecha.

Y ahí estaba entre el Bazar Nany -con la exhibición en vitrina de los mismos artículos que hace veinte años- y el improvisado terminal de buses de Isla Negra, caminando entre toallas con arena, flotadores inflables y llantos de guaguas desconsoladas, conectado a sus audífonos escuchando a Mercedes Sosa, Gustavo Cerati o la Chabela Vargas.

Caminaba de luto eterno el escritor que desde la muerte de su madre usaba un pañuelo en la cabeza. Caminaba tranquilo quien durante la dictadura de Tutankamón, y en el nombre de las Yeguas del Apocalipsis, entró cabalgando desnudo y acompañado de su entonces compañero de vida y rebeldía, Pancho Casas, a la sede Las Encinas de la Universidad de Chile.

Caminaba patichueco uno de los primeros en escribir sobre lo que nadie quería leer. Caminaba veraniego la gata con botas rojas en el litoral poco pretencioso de las costas del largo y estrecho país aspiracional con vista al mar.

Y ahí iba el escritor inmerso en su música y mirando al suelo cuando fue abordado por un artesano del litoral, interrumpiendo su peregrinaje cabizbajo al son de la resaca por la fiesta de la noche anterior.

Aún incómodo al no reconocerlo, el escritor se desconectó de sus audífonos y le regaló un beso en la mejilla, casi como un autógrafo sin lápiz ni papel.

Algo le dijo el artesano al oído, quien ahora le regalaba una sonrisa coqueta, mientras aleteaba intentando hacerle recordar el cómo, cuándo y dónde se conocieron, pero el escritor dejó en manos del alcohol lo que el hombre quería recordar, prefiriendo seguir con la conversación y así no achicharrarse por el sol que derretía los puntos blancos del pañuelo que cubría el luto de su madre.

Y ahí fue cuando Pedro se sujetó sobre el hombro del artesano, como diciéndole un secreto al oído, como si quisiera que nadie más los escuchara, como si, a plena luz del día, lo estuviese invitando a alguna de sus fiestas, como si lo hubiese reconocido después de tantos años, como si como, pero no, esta vez no.

Pedro se había encaramado en el hombro de su admirador fortuito porque, si no, éste no lo podía escuchar. «Cómo es la vida, yo arrancando del sida y me agarra el cáncer», titulaba un periódico chileno al referirse al tumor de laringe que dejó casi sin habla al escritor de tiros certeros.

Arriba en sus botas de invierno rojas flotaba intentando decir algo, cuando otro beso, esta vez de despedida, hizo que retomara la marcha, otra vez con los audífonos puestos.

Pasaste frente al Varadero, a los estacionamientos Pablo Neruda y al restaurante El Cielo, donde pegaste un suspiro que hizo que las rayas de tu polera se enancharan, para perderte a la altura de la botillería del pueblo, que fue cuando te dejé de ver al pasar por tu lado arriba de un bus esa mañana de gata con botas rojas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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